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– No te preocupes, querida. Es una cosa muy molesta, pero no hay nada que hacer.

– . ¿Por qué no extraes de tu propio diario la relación de lo sucedido y la publicas? Yo podría copiártela a máquina y Michael te encontraría un editor; ya sabes que conoce a muchas de esas personas. No podemos aceptar con indiferencia lo que digan los demás.

– Detesto la idea de exponer al público mis más íntimos sentimientos y no habría más remedio que hacerlo.

Dinny frunció el entrecejo.

– Y yo abomino que ese americano te eche toda la culpa de su fracaso. Es una deuda que tienes para con el ejército británico, Hubert.

– ¿Crees que es tan serio? Yo no tomé parte en aquella expedición como militar.

– ¿Por qué no publicas tu diario tal como está? -r Seria peor. Tú no lo has visto.

– Podríamos expurgarlo, atenuarlo y otras cosas por el estilo… Papá es de la misma opinión, ¿sabes?

– Tal vez sea mejor que lo leas. Está lleno de expresiones censurables. Cuando uno se encuentra tan solo como lo estuve yo, se abandona.

– Podrías quitar todo lo que te pareciese inconveniente.

– ¡Qué buena eres, Dinny!

Esta le acarició un brazo.

– ¿Qué tipo de hombre es ese Hallorsen?

– Si he de ser justo, _ debo reconocer que tiene muchas cualidades: duro como la piedra, lleno de valentía, sin nervios; pero, para él, Hallorsen está antes que cualquier otra cosa. No es propio de su temperamento el fracasar y cuando le sucede una cosa así alguien tiene que pagar_ el pato. Según él, fracasó por falta de medios de transporte: y yo era el encargado de los mismos. Pero de haber dejado al Arcángel Gabriel en lugar de dejarme a mí, las cosas no hubiesen andado mucho mejor. Hizo mal sus cálculos y no quiere admitirlo. Todo eso lo encontrarás escrito en mi diario.

– ¿Te has enterado de esto? – Dinny le enseñó un recorte de periódico y él leyó: Tenemos noticia de que tu capitán Cherrell D. S. O [2]. Dará los pasos necesarios para reivindicar públicamente su honor, en contra de la relación hecha por el profesor Hallorsen de su expedición en Bolivia, de cuyo fracaso culpa al capitán Cherrell, alegando que éste le dejó privado de medios de transporte en el momento crítico.» Como puedes ver, alguien está intentando provocar una riña de perros.

– ¿Dónde has encontrado esto? – En el Evening Sun.

– ¡Pasos! -dijo Hubert, amargamente-. ¿Qué pasos? No cuento más que con mi palabra; él lo sabía cuando me dejó solo con todos aquellos mestizos.

– En tal caso solamente nos queda el diario. -Voy a buscarlo

Aquella noche, Dinny, sentada ante la ventana de su habitación, leyó el diario La luna llena brillaba entre los olmos y había un silencio sepulcral roto únicamente por el tintinear de un cencerro de oveja en el redil situado en la ladera. Una sola flor de magnolia florecía cerca de la ventana. Parecía un paisaje sobrenatural, y Dinny interrumpía de vez en cuando la lectura para contemplar aquella visión irreal. Desde que sus antepasados recibieron este pedazo de tierra, habían brillado diez mil plenilunios; la inmutable seguridad de mía casa tan antigua aumentaba el solitario desconsuelo y las tribulaciones descritas en las páginas que estaba leyendo -notas crueles de cosas crueles -: un hombre blanco en medio de una horda de mestizos salvajes; un amante de los animales en medio de unos animales casi muertos de hambre y de unos hombres que desconocían la compasión. Dinny leía y sentíase triste.

«Castro; ese miserable bruto, ha vuelto a atormentar a las mulas con su infernal cuchillo. Los pobres animales están flacos y esqueléticos. No les queda ni la mitad de sus fuerzas. Le he avisado por última vez. Si volviera a hacerlo, usaré el látigo. Tengo fiebre.»

«Esta mañana Castro ha recibido su merecido; una buena docena de fuertes latigazos. No puedo continuar con estos brutos; no parecen seres humanos. ¡Oh, qué daría! por poder pasar un día en Condaford, montando a caballo y olvidándome de estos pantanos y de estas pobres mulas medio muertas!

«He tenido que azotar a otro de estos demonios. Su modo de tratar a las mulas es sencillamente diabólico. ¡Malditos sean!… Tengo fiebre de nuevo…»

«Esta mañana he creído encontrarme en el infierno. Se han amotinado, Se han rebelado contra mí. Afortunadamente, Manuel me había avisado. Es un buen muchacho. A pesar de todo, ha fali4do poco para que Castro me clavara su cuchillo en el vientre. Me ha herido malamente en el brazo derecho. Lo he matado con mi propia mano. Ahora puede que se tranquilicen. Ninguna noticia de Haltorsen. ¿Cuánto tiempo cree que podré resistir todavía en esta antesala del infierno? El brazo me produce unos dolores horribles…»

«La función ha terminado. Mientras dormía, esos demonios han puesto en}toga a las midas y se han Largado. No me quedan más que Manuel y dos muchachos. Los hemos perseguido durante mucho tiempo, pero sólo hemos encontrado los esqueletos de dos mulas; los -miserables se han dispersado y sería lo mismo que buscar una estrella en la Vía Láctea. He regresado al campamento rendido de cansancio… Dios sabe si saldrá vivo de aquí. El brazo me duele mucho, pero confío que no se trate de una infección…»

«Hoy estaba decidido a irme. Sobre un montón de piedras había dejado una carta para Hallorsen, en la que le informaba de lo sucedido, por si volvía a buscarme. Luego he cambiado de idea. Resistiré hasta que llegue o bien hasta que nos muramos, lo que es más probable…»

Y así, hasta el fin, toda una historia de luchas. Dinny dejó el cuaderno y posó un codo sobre el alféizar de la ventana. El silencio y la frialdad de la noche habían producido como un desaliento en su ánimo. Ya no se sentía con humor para luchar. Hubert tenía razón. ¿Para qué mostrar al público la propia alma al desnudo, la propia herida? ¡No! Cualquier otra cosa mejor que esto. Sí, había que manejar las cosas privadamente; y las manejaría porque él se lo merecía todo.

CAPITULO IV

Adrián Cherrell era uno de esos hombres manifiestamente rurales que viven en las ciudades. Su trabajo le obligaba a permanecer en Londres, donde se cuidaba de una colección de restos antropológicos.

Se hallaba estudiando un maxilar hallado en Nueva Guinea, al que la Prensa había dispensado una buena acogida, y estaba diciéndose a sí mismo: («Es una estafa; se trata de un tipo corriente de Homo Sapiens», cuando el bedel anunció

– Una señorita joven desea verle, señor… Creo que es la señorita Cherrell.

– Dígale que pase, James.

Pensó: «Si se trata de Dinny, he de conservar toda mi presencia de ánimo.»

– ¡Oh, Dinny! Caurobert dice que este maxilar es preTrinil. Mokley dice que es Paulo-post-Piltdown, y Edon P. Burbank, que es propier Rhodesiam. Yo digo que es Sapiens. Observa este molar.

– Lo veo, tío Adrián.

– Es demasiado humano. Este hombre tuvo dolor de muelas. Probablemente el dolor de muelas fue la causa del desarrollo artístico. El arte de Altamira y las caries de Cromagnon se hallan reunidos. Este tipo fue un Homo Sapiens.

– Es un consuelo saber que no hay dolor de muelas sin sabiduría. He venido a Londres para ver al tío Hilary y al tío Lawrence, pero he pensado que si antes almorzaba contigo me sentiría más fuerte.