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Y no saber. No ser capaz de reconocer a una de sus propias hijas. Esas fuentes de vida a las que había guiado y acompañado a lo largo de ocho años, de noche y de día, en la enfermedad y en los carnavales escolares, aquellas de las que conocía hasta el menor rasgo, el menor detalle oculto, hasta la más ínfima variación de sus rostros.

La sangre de su sangre.

Debería aguardar, los segundos circularían a partir de aquel momento como un lento veneno en sus venas con el horror al final del camino: una de las gemelas estaba muerta o temblaba aún en manos de su verdugo. Lo peor, o lo peor de lo peor…

¿Qué monstruo las había raptado? ¿Por qué? Clara y Juliette desaparecieron cuando iban a por helados, en la playa de Sables-d’Olonne. Bastó menos de un minuto para que se evaporasen entre la multitud. ¿Las habían secuestrado por una siniestra casualidad? ¿Las acechaban? ¿Con qué objetivo? Lucie no dejaba de dar vueltas a todas las posibilidades, todas las variaciones imaginables de historias sórdidas, hasta sentir náuseas. Y en cuanto concluía una versión, otra tomaba el relevo y era aún peor. La bobina del horror no se acababa nunca.

Ese descenso a las tinieblas era culpa de Franck Sharko. Se lo echaba en cara a morir y jamás, nunca jamás deseaba volver a verlo. Sería mejor así: se sentía capaz de lanzarse a su cuello y matarlo.

¿Qué sucedería en los días venideros, a la espera de los análisis, de la investigación, de la búsqueda del asesino? ¿Qué monstruo había podido encarnizarse de aquella manera con una criatura? Allí donde se guareciera, Lucie lo perseguiría hasta sus últimas fuerzas.

«No eran Clara ni Juliette. No eran Clara ni Juliette a quienes he visto esta tarde. Era… otra cosa.»

Un tímido resplandor temblaba a través de la ventana de su apartamento, en el corazón del barrio universitario de Lille. Un lugar por lo general agradable, lleno de vida, de conversaciones, de calor humano. Allí, el bulevar estaba desierto, los semáforos tricolores escupían sus verdes, rojos y ámbar en una monotonía de fin del mundo. Lucie se angustiaba al pensar en regresar a su casa. Aquellas cuatro paredes, sin Clara ni Juliette a su lado, eran peor que un sarcófago.

Su madre, Marie Henebelle, encadenaba cafés y medicamentos para mantenerse consciente. Eran las tres de la madrugada y la señora de mechas rubias decoloradas, de ordinario de una energía infalible, había envejecido diez años en pocos días. Era ella quien había educado a las niñas, desde su nacimiento, debido a la profesión de su madre. Era ella quien les había cambiado los pañales, preparado los biberones y velado junto a ellas cuando habían estado enfermas o cuando los servicios de vigilancia en coche obligaban a Lucie a ausentarse durante toda la noche.

Y hoy, Dios mío, hoy…

Lucie permaneció inmóvil en el umbral, con las mandíbulas apretadas, frente a su madre. Si hubiera podido huir lejos, muy lejos de allí, sin nunca darse la vuelta… Caminar sobre una gran lengua de arena que se hundiera en mitad del océano… Pensaba ya en el mañana, en la quemazón de cada despertar si tenía la suerte de llegar a dormir, en las camas vacías en la habitación rosa y verde, en aquellos peluches que aguardaban que alguien jugara con ellos. El elefante de Juliette ganado en la feria, el hipopótamo que a Clara tanto le gustaba abrazar. Todos aquellos recuerdos convertidos ya en heridas abiertas.

Dado que Lucie no se movía, su madre se acercó a ella y la abrazó, y respiró largamente en su nuca sin decir palabra. ¿Qué podía decirse en semejantes momentos? ¿Que acabarían por hallar a las gemelas vivas y que todo volvería a la normalidad? Una policía y, también, una madre de policía, sabían mejor que nadie que, pasadas cuarenta y ocho horas, las posibilidades de encontrar vivo a un niño eran casi nulas. La realidad, y también las estadísticas, eran así.

Marie observó la bolsa hermética y transparente que su hija sostenía con su puño blanco. Lo comprendió de inmediato. El kit así empaquetado incluía una mascarilla, un tubo transparente, unos guantes de látex, una ficha de cartón y tres hisopos orales, esa especie de bastoncillos de algodón utilizados para obtener las muestras de ADN.

Lucie resopló en la espalda de su madre.

– ¿Qué puedo hacer, mamá? ¿Cómo voy a salir de ésta?

Marie Henebelle se sentó en el sofá, agotada. Alta, delgada, era una mujer que, a sus casi sesenta años, aún conservaba su poder de seducción. Aquella noche, todo su organismo pedía auxilio pero ella aguantaba, aguantaba…

– Estaré a tu lado. Siempre estaré a tu lado.

Lucie asintió, con un sollozo.

– La criatura sobre la mesa de autopsias… La he maldecido, mamá, la he maldecido por dejarme con la duda. No es mi hija. En el fondo de mí misma, sé que no es mi hija. ¿Cómo una de mis pequeñas podría haber ido a parar allí encima? ¿Cómo… cómo podrían haberle hecho daño? No es posible.

– Sé que no es posible.

– Estoy segura de que… de que ese monstruo se quedó allí cuando… cuando se alzaron las llamas. Se quedó allí mirando.

– Lucie…

– Quizá lo atraparán pronto. Quizá tiene secuestradas a otras niñas y mis hijas…

Marie respondió con resignación en la voz. Lucie sintió en ella el peso de una fatalidad indeleble.

– Tal vez, Lucie, tal vez…

La policía ya no halló más fuerzas para hablar. En la semioscuridad fue a lavarse las manos y rasgó la bolsa proporcionada por el laboratorio de la policía científica. Cada uno de sus gestos pesaba como el plomo y significaba admitir lo imposible. Una vez que se hubo puesto los guantes, volvió al salón. Intercambió una mirada con su madre, que retrocedió, con los dedos temblorosos sobre los labios.

En calidad de oficial de la policía judicial, Lucie deslizó con cuidado uno de los hisopos orales en su propia boca y lo movió delicadamente para que el extremo de espuma blanca se impregnara de saliva. Se restregó el rostro lloroso en el hombro, pues ni siquiera su tristeza de madre debía contaminar la toma de la muestra. Sabía que tras ese acto había algo horroroso, irreaclass="underline" iba a buscar en su ADN de genitora la prueba de que tal vez una de sus hijas estuviera muerta.

Acto seguido, Lucie aplicó el extremo del hisopo oral en el lugar indicado sobre una cartulina rosa -la tarjeta FTA- hasta impregnarla de su ADN, la guardó en una bolsita y luego la cerró con cuidado con la ancha cinta autoadhesiva roja en la que se leía: «Prueba judicial. No abrir».

La muestra iría al día siguiente, a primera hora, a un laboratorio privado donde la apilarían con centenares de otras. Su futuro, el futuro de ellas dependía de una vulgar molécula que ni siquiera alcanzaba a ver. Una sucesión de millones de letras A, T, G, C que constituía una huella genética única -salvo en el caso de los gemelos monocigóticos- y que, en tantas ocasiones, había guiado las investigaciones para descubrir a los sospechosos.

A pesar de sus creencias, de sus esperanzas, Lucie no pudo evitar pensar que quizá pronto sería necesario vivir sin sus pequeñas estrellas. Si aquello llegara a suceder, ¿cómo podría ella seguir existiendo?

1

UN AÑO DESPUÉS

El grupo de Manien, de la brigada criminal de París, fue el primero en llegar al lugar del crimen. El drama había tenido lugar en el bosque de Vincennes, cerca del zoológico, no lejos del lago Daumesnil y sólo a unos kilómetros del famoso número 36 del Quai des Orfèvres. [1] Un cielo azul y unas aguas límpidas, pero temperaturas medias en ese inicio del mes de septiembre. Un verano suave, variable, a menudo con lluvias torrenciales, que permitía a la capital recuperar el aliento.

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[1] El número 36 del Quai des Orfèvres, en París, es la sede del estado mayor y de los servicios comunes de la Dirección General de la policía judicial de la Prefectura de policía de París. (N. de t.)