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El habernos educado juntos con un religioso del pueblo que tenía pequeños alumnos pensionistas nos había juntado en amistad desde nuestra adolescencia, y yo recuerdo la aversión que ya entonces tenía por aquel padre, que le parecía la sombra de un Sidias; porque dentro de la manera de pensar que Cyrano tenía le consideraba incapaz de enseñarle nada. De modo que hacía tan poco caso de sus lecciones y sus correcciones, que su padre, que era un buen viejo gentilhombre bastante indiferente ante la educación de sus hijos y demasiado crédulo de sus quejas, le sacó de aquella clase bastante bruscamente, y sin pensar si su hijo estaría mejor en otro sitio le envió a París, donde le dejó hasta los diecinueve años bajo su buena fe. Esta edad, en que tan fácilmente se corrompe nuestra natural manera de ser, y la gran libertad que tenía de hacer lo que le diese la gana, le arrastraron por una peligrosa pendiente en la cual me atrevería a decir que yo le detuve; porque habiendo terminado mis estudios, y queriendo mi padre que yo sirviese en la Guardia, le obligué a que entrase conmigo en la compañía de monseñor de Carbon de Castel-Jaloux. Los duelos, que en aquel tiempo parecían el camino más recto y rápido para darse a conocer, en pocos días le hicieron a él tan famoso, que los gascones, que por sí solos casi formaban la totalidad de la compañía, le consideraron como el mismo demonio de la bravura y le contaban tantos combates como días tenía de servicio. Todo esto, sin embargo, no le apartaba de sus estudios, y un día yo le vi en un cuerpo de guardia trabajar en una elegía con la misma atención que hubiese podido tener en el gabinete de estudios más alejado del ruido. Algún tiempo después asistió al cerco de Mouzon, donde recibió un sablazo en el cuerpo, y más tarde, una estocada en la garganta, en el sitio de Arras en 1640. Pero las incomodidades que sufrió en estos dos sitios, las que le causaron sus dos grandes heridas, los frecuentes combates que le daban reputación de valiente y de diestro, y que varias veces le hicieron ser segundo (pues jamás recibió una queja de su jefe), la poca esperanza que tenía de ser considerado si no era por su jefe, ante cuya autoridad su genio rebelde le incapacitaba para someterse, y por fin el gran amor que tenía por el estudio, le hicieron renunciar a la guerra que exige todo un hombre y que le hace tan enemigo de las letras como éstas son amantes de la paz. Yo te podía contar algunos de sus combates, que no eran duelos, como aquel en el cual de cien hombres armados para insultar en pleno día a un amigo suyo en el foso de la puerta de Nesle, dos con la muerte y siete más con grandes heridas pagaron la pena de su mal propósito. Pero aunque esto podría parecer fabuloso, a pesar de que sucedió a la vista de varias personas famosas que lo proclamaron bastante alto para impedir que nadie lo dude, creo no tener que decir más, puesto que tan complacido estoy de la hora en que abandonó a Marte para abandonarse a Minerva; quiero decir que durante ese tiempo renunció tan absolutamente a todo empleo, que el estudio fue el único al que se consagró hasta su muerte.

Por lo demás, él no limitaba su odio a la disciplina, a la que exigen los grandes en cuya compañía nos habíamos alistado; antes bien, lo extendía más ampliamente, alcanzando hasta las cosas que le parecían contradecir los pensamientos y las opiniones, para las cuales él quería gozar de tanta libertad como para los más indiferentes actos tenía; y trataba de ridículas a ciertas gentes que, valiéndose de la autoridad de un pasaje bien de Aristóteles o de cualquiera otro, pretenden con la misma audacia que los discípulos de Pitágoras con su magister dixit juzgar los más graves problemas aunque las experiencias sensibles y familiares les desmientan todos los días. Y no es que le faltase la veneración que debe tenerse por tantos y tan nobles filósofos antiguos y modernos; pero la grande diversidad de sus escuelas y la sorprendente contradicción de sus opiniones le convencieron de que no debía poner fe en ninguno de sus partidos.

Nullius addictus jurare im verba Magistri [3].

Demócrito y Pirrón le parecían, apartando a Sócrates, los más razonables filósofos de la Antigüedad; y esto porque el primero había puesto la verdad en tan oscuro lugar, que era imposible verla, y Pirrón había sido tan generoso, que ningún sabio de su siglo le había rendido vasallaje a sus creencias, y tan modesto, que nunca había querido decidir nada concretamente. Añadía respecto de esos sabios que muchos de nuestros modernos no le parecían sino ecos de los otros sabios, y que muchas gentes que pasan por muy doctas parecerían muy ignorantes si les hubiesen precedido otros sabios. De suerte que, cuando yo le preguntaba por qué si así pensaba leía las obras ajenas, me decía que era para conocer los robos de los otros, y que si él hubiese sido juez de esa clase de crímenes los hubiese castigado con penas más rigurosas que las que se aplican a los grandes bandoleros de los caminos, porque siendo la gloria algo mucho más precioso que un traje, que un caballo y que el mismo oro, los que la consiguen por libros que componen con cosas que roban de otros eran como esos bandoleros de caminos que viven a expensas de los que desvalijan, y que si cada uno hubiese procurado decir lo que no habían dicho los demás las bibliotecas hubiesen sido menos numerosas, menos incómodas, más útiles, y la vida del hombre, aunque es muy corta, hubiese bastado para leer y saber todas las cosas buenas, y no que para encontrar una pasable es necesario leer cien mil que o no valen nada o se han leído ya en otro sitio una multitud de veces, y además nos hacen gastar el tiempo inútil y desagradablemente.

Sin embargo, nunca censuraba totalmente una obra cuando en ella encontraba algo nuevo, porque pensaba que esto era tan útil para la república de las letras como es útil para las tierras viejas el descubrimiento de otras nuevas; y la pléyade de los críticos le parecía insoportable, atribuyendo su apasionamiento para la acusación de todo a la envidia y al despecho que sentían viéndose incapaces de ninguna empresa (que siempre es laudable, aunque su virtud no responda enteramente a su empeño). Non ego paucis, decía éclass="underline"

Non ego paucis

offender maculis quas aut incuria fudit

aut humana parum cavit natura [4].

«En efecto, si en un cuadro toleramos tantas sombras, ¿por qué no sufrir en un libro que haya algunos pasajes menos intensos que otros, puesto que, por la regla de los contrarios, el negro sirve muchas veces para hacer que el blanco brille más?»

Sin embargo, como no tenía más que sentimientos extraordinarios, ninguna de sus obras está incluida entre las vulgares. Su Agrippine empieza, se desarrolla y termina como todavía nadie intentara hacerlo. La dicción es totalmente poética, el asunto está bien escogido, los papeles son hermosos, los sentimientos romanos con todo el brío digno de tan gran nombre, el desenlace claro y tan bien practicada la regla de veinticuatro horas, que esta pieza puede pasar por un modelo de poema dramático.

Pero lo que en él era más admirable es que de la seriedad pasaba a las burlas con igual éxito. Su comedia titulada El pedante burlado es una prueba muy decisiva y muy agradable; del mismo modo, muchas otras obras suyas, testimonio muy fiel de la universalidad de su alto espíritu. Yo había determinado unir a VIAJE A LA LUNA la Historia de la centella y La República del Sol, en la que con el mismo estilo con que probó que la Luna era habitable demostraba el sentimiento de las piedras, el instinto de las plantas y el razonamiento de los brutos, y aun estaba por encima de todo esto; pero un ladrón que registró su cofre durante su enfermedad me ha privado de esta satisfacción y a ti de acrecer tu solaz.

En fin, lector, Cyrano pasó siempre por un hombre de alto y raro espíritu. Y a este don la Naturaleza le añadió tan gran tesoro de buen sentido, que él sometió sus instintos tanto como quiso. De manera que no bebió vino más que alguna rara vez, porque, según él decía, el exceso en la bebida embrutece, y había que tener con su consumo tantas precauciones como con el del arsénico (que era con lo que él comparaba el vino), porque todo ha de temerse de tan gran veneno, sea cualquiera la forma que se le prepare; aunque no hubiera que temer sino lo que el vulgo llama quid pro quo, que siempre lo hace peligroso. No era menos moderado en el comer, pues siempre que podía rechazaba las salsas, creyendo que la vida mejor era la más sencilla y la menos alterada, lo cual probaba con el ejemplo de los hombres modernos, que viven tan corta vida, al revés que los de los siglos primeros, que según parece la disfrutaron tan larga por la mesura y simplicidad de su comida.

Quippe aliter tunc orbe novo coeloque recenti

vivebant homines [5].

Estas dos buenas cualidades las acompañaba de un apartamiento tan grande del bello sexo, que puede decirse que nunca salió del respeto que el nuestro le debe. Y con todo esto tenía tal repugnancia a todo lo que le parecía interesado, que nunca pudo saber ni averiguar qué era una privada posesión, porque todas sus cosas eran menos suyas que de los conocidos suyos que las necesitasen. Con todo esto el cielo, que no es ingrato, quiso que de un gran número de amigos que tuvo en vida muchos le quisieran hasta su muerte y algunos también más allá de este mundo.

Sospecho, lector, que tu curiosidad, en bien de su gloria y satisfacción de mi deseo, quiere que yo consigne el nombre de esos amigos a la posteridad; y de muy buen grado acepto, porque todos los que he de citar son de extraordinario mérito, pues él supo escogerlos muy bien. Muchas razones, y principalmente la cronológica, exigen que empiece por monseñor de Prada, en el cual se igualaban el mucho saber y la bondad del corazón, y a quien su admirable Historia de Francia hizo que tan justamente se le llamase el «Corneille-Tácito» de los franceses. Supo estimar de tal modo las admirables cualidades del señor de Bergerac, que después de mí fue el más antiguo de sus amigos y uno de los que se ha testimoniado con más largueza en multitud de circunstancias. El ilustre Cavois, que murió en la batalla de Lens; el valiente Brisailles, portaestandartes de la Guardia de Su Alteza Real, fueron, además de justos estimadores de sus heroicos actos, testigos gloriosos y fieles camaradas de algunos. Me atrevo a decir que mi hermano y el señor de Zeddé, que se estimaban como valientes, y que le asistieron y fueron a su vez asistidos en algunos lances ocurridos en esa época a gente de su oficio, comparaban su valentía a la de los más heroicos. Y si este testimonio puede parecer parcial por lo que respecta a mi hermano, todavía podría citar a un bravo de los de mayor gallardía: me refiero al señor de Duret de Monchenin, que le ha conocido y estimado muchísimo y no dejaría de confirmar lo que yo sostengo. Y podía añadir el nombre del señor de Bourgogne, maestre de campo del regimiento de Infantería de Su Alteza el príncipe de Conti, puesto que él presenció el combate sobrehumano de que os hablé y lo refirió juzgándolo con el adjetivo de intrépido, con el que ya siempre le llamó. Lo cual no permite que quede la menor sombra de duda, por lo menos en aquellos que conocieron a monseñor de Bourgogne, que era demasiado sutil para no distinguir lo que es acreedor de estimación y lo que no lo es, y cuyo saber era universalmente tan grande, que no le permitía equivocarse en cosas de esa naturaleza. El señor de Chavagne, que con tan agradable impetuosidad se adelantaba siempre a los ruegos de aquellos a quienes quiere obligar; ese ilustre consejero señor Longueville-Goutier, que tiene todas las cualidades de un hombre acabado; el señor de Saint-Gilles, en quien todo es efecto del mismo deseo de ser buen amigo, y que no es testigo pequeño de su valor y de su alma; el señor de Lignières [6], cuyas producciones son efecto de un fuego perfectamente hermoso; el señor Châteaufort, en quien la memoria y el juicio son tan de admirar como la aplicación tan dichosa que hace de toda su sabiduría; el señor de Billettes, que no desconocía nada, a los veinte años, de lo que otros tienen por mucha gloria conocer a los cincuenta; monseñor de la Morlière, cuyas costumbres son tan pulcras y tan encantadora su amistad; el señor conde de Brienne, cuyo hermoso espíritu tan bien responde a su alto origen, tuvieron por él toda la estima necesaria para que exista una buena amistad, de la cual se desvivieron todos ellos por darle muestras muy señaladas. Nada diré particularmente del señor abate de Villeloin porque no he tenido el honor de tratarle; pero puedo asegurar que el señor de Bergerac se hacía lenguas de él y que había recibido muchas pruebas de su gran bondad.