Al día siguiente, en cuanto me desperté, fui a buscar a mi antagonista para hacerle levantar. «Es tan gran milagro -le dije yo- encontrar a un espíritu como el vuestro, tan genial, sumergido en el sueño, como ver el fuego sin acción.» Él se molestó por esta torpe cortesía. «¿Es que no os arrepentiréis nunca -me dijo él con una cólera apasionada y a la vez cariñosa-, es que no os arrepentiréis nunca de usar esas palabras fantásticas? Sabed, pues, que tales vocablos ultrajan el nombre de filósofo, y que así como el sabio no ve nada en el mundo que no conciba, o que no crea poder concebir, debe rechazar todas esas expresiones de prodigios y milagros de la Naturaleza que han inventado los estúpidos para disculpar las debilidades de su inteligencia.»
Yo me creí entonces obligado, en conciencia, a tomar la palabra para desengañarle. «Aunque -le dije- estáis muy obstinado en lo que decís, yo he visto que muchas cosas han sucedido sobrenaturalmente.» «Así lo decís -me replicó él-; pero es que ignoráis que la fuerza de la imaginación es capaz de curar todas las enfermedades que vos atribuís a lo sobrenatural, merced a un cierto bálsamo natural que contiene todas las cualidades contrarias a las del mal que nos ataca; lo cual sucede cuando nuestra imaginación, advertida por el dolor, busca el remedio específico que conviene a su veneno. Por esta razón un médico muy hábil de vuestro mundo aconsejará al enfermo que busque más bien a un médico ignorante si le reputa muy sabio, que uno muy sabio si le reputase ignorante; y esto lo hace porque piensa que nuestra imaginación, ejercitándose en favor del bien de nuestra salud, con tal que esté ayudada de algunos remedios, es capaz de curarnos; pero que los más poderosos serían muy débiles si la imaginación no los aplicase. ¿Os extraña a vos que los primeros habitantes de nuestro mundo viviesen tantos siglos sin tener ningún conocimiento de medicina? No, seguramente. ¿Y cuál pensáis que sería la causa, sino su naturaleza llena aún de fuerza y este bálsamo universal que aún no había sido suprimido por las drogas de vuestros médicos que ahora os consumen? Así entonces, para llegar a la convalecencia no era necesario sino desearlo con toda el alma e imaginarse curado. De tal modo, la fantasía vigorosa de estos primitivos, sumergiéndose en ese bálsamo de aceite, extraía de él su elixir; así que, aplicando su activo a su pasivo, se encontraban en un abrir y cerrar de ojos tan sanos como antes de enfermar; cosa que hoy en día no deja de hacerse, a pesar de la degeneración de la Naturaleza, aunque en verdad se haga muy raramente, por lo que el pueblo lo juzga como un milagro. Yo no creo absolutamente en nada de eso, y me fundo para ello en que es más fácil que se equivoquen tantos doctores que no que suceda una cosa tan difícil. Porque yo les preguntaría: El enfermo de fiebres que acaba de curarse ha deseado ahincadamente durante su enfermedad, como es muy natural, el curarse y hasta ha hecho votos para lograrlo; ahora bien: era necesario que muriese, que siguiese enfermo o que se curase; si hubiese muerto, se hubiera dicho que el cielo con la muerte había querido poner término a sus penas, y hasta que con morirse se había curado de todos sus males como en su plegaria pedía; si hubiese permanecido enfermo, se hubiese dicho que no había tenido bastante fe; pero como ha curado, todo el mundo dice que es un milagro, y yo pregunto si no es mucho más probable que su fantasía, excitada por los violentos deseos de salud, haya obrado sobre todo su cuerpo. Porque supongamos que se haya salvado. ¿Por qué ir proclamando que es milagro, puesto que también vemos a muchas personas que se habían encomendado a la fe perecer miserablemente con todos sus votos?» «Pero al menos -le repliqué yo-, si eso que decís de tal bálsamo es verdad, no hay en ello sino una prueba muy evidente de la racionalidad de nuestra alma, puesto que, sin que ésta se valga de otros instrumentos de nuestra razón y sin apoyarse en el concurso de nuestra voluntad, por sí misma obra como si estando fuera de nosotros aplicase el activo al pasivo. Y, por otra parte, si separada de nosotros sigue siendo razonable, esto prueba que de todo punto es necesario que sea espiritual, y si admitís conmigo que es espiritual, habréis de concluir que es inmortal, puesto que la muerte únicamente ocurre en el animal por el cambio de sus formas, cambio del que sólo la materia es susceptible.» Entonces, mi joven interlocutor, sentándose en la cama y haciéndome sentar a mí, dijo éstas o muy parecidas razones: «En cuanto a que muera el alma de las bestias, que es corporal, no me asombra nada, puesto que no hay en ella, a lo que se ve y es muy probable, una armonía de las cuatro cualidades, una fuerza de sangre y una proporción de órganos bien concertados; pero lo que sí me asombra, y mucho, es que nuestra alma inteligente, incorpórea e inmortal, se vea obligada a salir de nuestro cuerpo por la misma causa que hace morir a la de un buey. ¿Acaso ha pactado con nuestro cuerpo que cuando reciba éste un sablazo en el corazón, un balazo en el cerebro o un machetazo en el cuerpo, abandone inmediatamente su casa? Y si el alma fuese espiritual y por sí misma tan razonable y hasta capaz de inteligencia, y esto lo mismo cuando está en nuestro cuerpo que cuando de él se separa, ¿por qué entonces los ciegos de nacimiento no pueden imaginarse lo que es el ver? ¿Es porque aún no se vieron privados por la muerte de todos los otros sentidos? ¡Pero cómo! ¿Suponer esto no es lo mismo que pensar que yo no puede servirme de mi mano derecha porque tengo viva mi mano izquierda? Y, finalmente, para establecer una comparación justa y que destruya todo lo que habéis dicho, me contentaré con poneros el ejemplo de un pintor: éste no puede trabajar si no es con pincel; y os diré que al alma le ocurre exactamente lo mismo cuando no puede usar de los sentidos». «Sí; pero -añadió él-… sin embargo, pretenden que esta alma, que tan sólo puede obrar imperfectamente a causa de la vida, puede obrar con perfección cuando por nuestra muerte hayamos perdido todos nuestros sentidos. Y si me vienen diciendo que el alma no necesita de esos instrumentos para cumplir sus funciones, yo les replicaré que entonces es necesario coger un látigo y azotar a los ciegos "que hacen como si no viesen gota".» Él quería continuar aduciendo tan impertinentes razones; pero yo le cerré la boca rogándole que se callase, lo que en efecto hizo por miedo a disputar, porque ya él veía que yo comenzaba a exaltarme. Él se fue luego y me dejó admirado de las gentes de este mundo, donde todos tienen, hasta el pueblo sencillo, tan espontáneo espíritu; al contrario de las gentes del nuestro, que tienen tan poco y aun éste les cuesta tan caro.
Finalmente, el amor por mi país, que poco a poco me iba quitando el gusto y la intención de haber vivido en éste, no me dejaba tiempo para soñar en otra cosa que en el deseo de marcharme; pero tantas dificultades se me presentaron para ello, que me puse muy triste. Mi demonio se dio cuenta de esto, y como me preguntase por qué no parecía ya el mismo de siempre, yo francamente le dije la causa de mi melancolía; entonces él me hizo tan halagüeñas promesas para el bien de mi retorno, que en sus manos dejé por entero mi confianza. Di aviso al Consejo, que me envió a llamar y me hizo prestar juramento de que en nuestro mundo contaría las cosas que había visto en el de la Luna. Seguidamente se me dieron mis pasaportes, y mi demonio, que me había provisto de las cosas necesarias para tan grande viaje, me preguntó en qué lugar de la Tierra quería yo arribar. Yo le dije que la mayor parte de los jóvenes acaudalados de París se proponían en seguida hacer un viaje a Roma, pensando que nada después de esto había que ver ni que nada tan hermoso pudiese hacerse. Y le añadí que en vista de esto mucho le encarecía el que aprobase que yo siguiera el ejemplo de esos jóvenes. «Pero -proseguí- decidme en qué máquina haremos el viaje y cuál sea el encargo que quiere hacerme el matemático que nos habló el otro día de unir este globo con el mío.» «Del matemático no os fiéis -me dijo él-, que es hombre de mucho prometer y de muy poco cumplir. En cuanto a la máquina que ha de llevaros no es otra que la que os sirvió de carruaje para venir hasta la corte.» «Pero ¿cómo es posible? ¿El aire será suficientemente sólido para sostener vuestros pesos como la tierra los soporta? No creo que esto sea posible.» «Es una cosa muy rara que vos creáis y no creáis al mismo tiempo. ¡Vamos! ¿Por qué los brujos de vuestro mundo, que van por el aire y conducen ejércitos [28], granizadas, nevadas, lluvias y otros meteoros semejantes de una a otra región, han de tener más poder que nosotros? Sed, sed más crédulo en mí, os lo ruego.» «Es verdad. He recibido de vos tantos favores como los recibieron Sócrates y tantos otros con quienes vos habéis tenido amistad, que debo confiarme a vos y lo hago abandonándome de todo corazón a vuestra voluntad.» Apenas acabé yo de decir estas palabras cuando se levantó como un torbellino sujetándome entre sus brazos: de este modo me hizo pasar sin incomodidad todo ese grande espacio que nuestros astrónomos sitúan entre nuestro mundo y el de la Luna, travesía en que no tardamos más de día y medio; lo cual me hizo conocer la mentira que dicen quienes afirman que una muela de molino tardaría trescientos sesenta y tantos años en caer desde el cielo, puesto que nosotros invertimos tan poco tiempo en caer desde el globo de la Luna hasta éste. Finalmente, al comenzar nuestra segunda jornada me di cuenta de que me acercaba a nuestro mundo. Ya iba yo distinguiendo Europa de África y éstas de Asia, cuando sentí el vaho del azufre que veía salir de una muy alta montaña: esto me espantó tanto, que me desvanecí. Yo no puedo contaros lo que luego me pasó; pero cuando recobré el sentido me encontré envuelto entre nieblas sobre la pendiente de una colina, entre varios pastores que hablaban el italiano. Yo no sabía qué había sido de mi demonio y pregunté a los pastores si acaso le habían visto. Me contestaron haciendo la señal de la cruz y me miraron aterrados como si fuese yo el mismísimo demonio. Pero como yo les dijese que era cristiano y les rogase por caridad que me condujesen a algún sitio donde pudiese descansar, me acompañaron hasta un pueblecito que distaba de allí una milla, en el cual, y apenas hube llegado, todos los perros, desde los más pequeños lanuditos hasta los mastines, se tiraron sobre mí, y me hubiesen devorado si no tuviese yo la fortuna de encontrar una casa donde me recogí. Pero esto no impidió que los perros prosiguiesen en su alboroto, de suerte que el dueño de la casa ya me miraba con malos ojos; y creo que, dado el escrúpulo con que la gente del pueblo considera estos accidentes como malos augurios, este hombre me hubiese abandonado como presa de aquellos animales si yo no hubiese advertido que la razón que los perros tenían para encarnizarse de tal modo contra mí era la de venir de donde venía, pues como ellos tenían la costumbre de ladrar a la Luna, notaban que yo venía de allí y que olía todavía a Luna, como los que luego que salen del mar todavía conservan algún tiempo el olor de la sal y el aire marinos. Para librarme de este mal aire me puse en una terraza y me sometí a la acción del sol durante tres o cuatro horas; pasadas las cuales bajé, y los perros, como ya no sintiesen en mí el olor que los había hecho mis enemigos, no me ladraron más y se volvieron cada uno a su casa. Al día siguiente salí para Roma, y aquí vi los restos de los triunfos de muchos grandes hombres y de muchos grandes siglos; admiré las bellas ruinas y las hermosas restauraciones que en ellas han hecho los modernos. Y, finalmente, después de haber permanecido durante quince días en la compañía de M. de Cyrano, mi primo, que me prestó dinero para mi regreso, me fui a Civitavecchia y embarqué en una galera que me condujo hasta Marsella.