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—Si pudiera averiguar lo que buscaban esos miserables... —murmuró el caballero al tiempo que se levantaba para dar un nuevo repaso a la habitación.

Pero como no podía derribar las paredes con el fin de comprobar si ocultaban algún escondite, no encontró nada que no hubiera ya examinado antes con todo detalle. Sin embargo, al agacharse para mirar una vez más debajo de la cama, vio un bulto de ropa blanca, olvidado tal vez por una criada negligente; extendió el brazo para alcanzarlo, no llegó, se sirvió de su espada para llegar más lejos, y finalmente extrajo una camisa que debía de llevar bastante tiempo allí, porque estaba bastante polvorienta.

Dudó un momento sobre qué hacer, de rodillas sobre el entarimado. No necesitaba una reliquia suplementaria: le bastaba el sello de lacre rojo. Se puso en pie, miró hacia el patio por la ventana y vio que ya se había apagado el fuego encendido allí.

Se volvió entonces hacia la chimenea, donde una mano femenina había sustituido las provisiones de leña por un ramito de retama, retiró el cacharro de cobre donde estaban las flores, encontró algunos leños colocados al fondo a la espera del regreso del frío, y buscó con qué hacer fuego. En un rincón todavía quedaban algunos libros desgarrados. Tomó un montón de hojas, y vio sobre el manto de la chimenea un jarrón de porcelana con tallos de juncos secos untados de azufre, y la piedra destinada a hacerlos arder. Un momento después se alzaban las llamas. La leña estaba seca, pero cuando echó la camisa se formó un humo espeso.

Permaneció allí unos instantes atizando el fuego, y de pronto oyó una tos. No una tosecilla para aclarar la garganta, sino la tos frenética de alguien que se ahoga. Buscó de dónde podía venir, y oyó una voz débiclass="underline"

—¡Por favor... apagad!... Me... me estoy quemando...

Al mismo tiempo, la placa metálica de la chimenea cayó sobre los leños y Perceval, al comprender que había alguien allí detrás, se apresuró a esparcir el fuego a puntapiés y a verter encima el agua de las flores. Un instante más tarde, una forma indistinta salió a gatas del fondo de la chimenea, tosiendo penosamente. La ayudó a incorporarse y vio que se trataba de una muchacha de trece o catorce años, sin duda una criada joven, a juzgar por su vestido, ahora tostado por las llamas y negro de hollín. Ni siquiera era posible distinguir el color de su cabello. Ella cayó de rodillas y le suplicó que le perdonara la vida. De nuevo, Raguenel la puso de pie.

—No soy un bandido, sino el escudero de la señora duquesa de Vendôme. Y tú, ¿quién eres? ¿Has entendido lo que te he dicho?

—Sí... sí, monseñor.

—No me llames monseñor, basta con señor. ¿Quién eres?

—Jeannette, señor, Jeannette Déan. Mi madre es Richarde, la nodriza de las señoritas. Me habían dado como señorita de compañía a Mademoiselle Claire, y luego...

Rompió en sollozos convulsivos, sin duda por el recuerdo de lo que había vivido, unido al alivio de verse milagrosamente a salvo. Y en verdad, milagro era la palabra adecuada. Encerrada en su escondite —uno de los practicados en el castillo el siglo anterior, en los momentos más críticos de la guerra de religión, escondites que, en función del lugar en que se encontraran, utilizaban los católicos o los protestantes para escapar de los sicarios del partido opuesto—, Jeannette no podía haber visto nada, pero seguramente había oído muchas cosas.

No obstante, lo primero era calmarla, tranquilizarla.

Con paciencia, Raguenel esperó a que la tormenta pasara. Poco a poco los sollozos se espaciaron y los jadeos remitieron. Cuando todo quedó reducido a suspiros, palmeó con suavidad el hombro de la muchacha:

—Debes de tener hambre y sed. Vamos a la cocina. Algo encontraremos.

Era dar pruebas de mucho optimismo: los asesinos también se habían dedicado al robo y al pillaje. Lo que no habían consumido allí mismo, se lo habían llevado; no había pan en la artesa ni jamones colgando de las vigas, en las que únicamente habían dejado un par de tristes ristras de cebollas. Sin embargo Jeannette, hambrienta, rebuscaba por todas partes:

—Tenemos que preguntarle a mi madre —dijo por fin—. Es la que guarda la llave del armario de los dulces...

—¿Cuál es?

—Éste —dijo ella, señalando una especie de alacena colocada en un rincón oscuro, y que sin duda por esa causa estaba intacta—. Pero hemos de llamar a mi madre...

Él la tomó por los hombros y la hizo sentarse en un taburete:

—Pequeña, tengo que decirte una cosa terrible, espantosa: tú eres la única de toda la casa que todavía vive, aparte de la pequeña Sylvie, que pudo escapar. Más tarde podrás reunirte con ella, pero ahora...

Se interrumpió; Jeannette había roto a llorar de nuevo. En ese momento apareció Corentin Bellec, ocupado hasta entonces en el intento de encontrar algún indicio en la librería[10] del barón de Valaines, instalada en lo alto de una torre y saqueada por los asaltantes.

—¡Abre eso con tu cuchillo! —ordenó el caballero—. Seguramente dentro habrá algo que pueda comer esta pobre niña.

—¿De dónde la habéis sacado, señor, para que esté tan negra? ¿Del país de África? —preguntó Corentin mientras forzaba la alacena.

—De la chimenea de la habitación donde encontramos a Madame de Valaines. Hay un escondite que esta valiente chiquilla pudo utilizar. Estaba encerrada allí desde ayer, sin beber ni comer...

En la alacena había potes de confitura, bizcochos y frascos de jarabes de distintos tipos. Con la ayuda de un paño de cocina humedecido, Raguenel limpió un poco el tizne de Jeannette que, algo calmada por su solicitud y sobre todo más tranquila, comió con apetito, sin interrumpirse más que para beber grandes tragos de agua. Una vez satisfecha y lo bastante limpia para que pudiesen constatar que era rubia y de ojos azul añil, la chica se dedicó por fin a responder a las preguntas de su salvador, que, con mucha paciencia, llegó finalmente a reconstruir lo ocurrido en La Ferrière durante un bello día de verano.

Sentada en su habitación ante el pequeño secreter, Madame de Valaines escribía una carta mientras Jeannette acababa de disponer las flores en el gran cacharro de cobre cuando, precedidos por el estruendo de una numerosa cabalgata, se oyeron los primeros gritos. La baronesa corrió a la ventana.

—¡Nos atacan! —exclamó—. Pero ¿quién es esa gente? ¡Dios mío, mis hijos!

Se apresuró a bajar, pero Jeannette, después de mirar a su vez por la ventana y ver caer a las primeras víctimas, no la siguió. Conocía el escondite de la chimenea, que le habían enseñado un día, jugando, sus jóvenes amos. Impulsada por el pánico, no dudó y activó el mecanismo, se introdujo en el estrecho espacio ventilado gracias a un conducto derivado del cañón de la chimenea, se sentó allí, volvió a cerrar el acceso y se quedó inmóvil. Justo a tiempo. Unos segundos más tarde, oyó que entraban en la habitación uno o varios hombres arrastrando a la castellana, sin duda de forma muy brutal porque la oyó gemir. Hubo luego un ruido como si la arrojaran sobre la cama; y enseguida una voz dura, seca, metálica, dijo:

—¡Es inútil que os defendáis! Nadie vendrá en vuestra ayuda. Y sabed que no saldré de aquí hasta haber conseguido lo que busco.

—¿Y qué buscáis? ¿No será a mí, supongo? Ha pasado mucho tiempo...

El hombre se había echado a reír, pero no fue la suya una risa agradable. «El diablo debe de reírse así», precisó Jeannette.

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[10] Así se llamaba a la biblioteca o estancia donde se guardaban los libros.