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Nada más cruzar el umbral, el muchacho saludó y luego se acercó a su madre en medio del trajín de unas camareras que le miraban sonrientes. Madame de Vendôme no sonreía.

—¡Vaya! ¡Estás aquí! Me parece bien. Julie —añadió, dirigiéndose a su peluquera—, déjame un momento y llévate a todo el mundo.

Cuando las últimas faldas desaparecieron detrás de la puerta, preguntó:

—Veamos, ¿adónde querías ir tan temprano?

—A dar un último paseo, señora, porque enseguida vamos a volver a París.

—¿Y en qué dirección? ¿Pensabas quizás acercarte a Sorel?

El principito enrojeció sin atreverse a responder, y observó a su madre con aprensión. En efecto, a pesar del amor que les dispensaba sin demostrarlo demasiado, François de Lorraine-Mercoeur, duquesa de Vendôme por su matrimonio, poseía el don de impresionar a sus tres hijos en mucha mayor medida que el duque César, su padre, cuyo carácter alegre, su gusto por las bromas con frecuencia pesadas y su despreocupación mostraban su origen bearnés y hacían de él un interlocutor menos imponente.

Influía en ello el hecho de que ella pretendía ser ante todo una sierva del Señor, dado que había sido educada por su madre en unos principios cristianos de estricta rigidez, que le permitían conservar cierta austeridad en medio del fasto al que le obligaban su rango, su gran fortuna —había sido uno de los mejores partidos de Europa— y el amor que profesaba a un esposo de gustos netamente opuestos a los suyos propios, salvo en lo que respecta al lujo y el poderío de su casa. Militar ante todo, a César le gustaba llevar un estilo de vida fastuoso y alegre, en tanto que Françoise, ahijada del difunto obispo de Ginebra Francisco de Sales, amiga de Juana de Chantal y del prodigioso personaje conocido como monsieur Vincent, se interesaba sobre todo por la salvación eterna de los suyos y por la práctica de una caridad que se extendía a muchos campos, incluso a las prostitutas de las orillas del Sena en París y a las de la casa de lenocinio que la presencia de soldados obligaba a tolerar en Anet. De modo que cuando alguno de sus hijos tenía que responder ante ella de alguna travesura, siempre tenía la impresión de comparecer ante el mismísimo tribunal de Dios.

Eso era exactamente lo que ahora sentía François, y ni por un segundo se le ocurrió disimular:

—En efecto, señora. ¿Veis algún inconveniente en ello?

—Quizá. Dime primero por qué querías ir allí. ¿Es por esa niña? Ayer observé que ella te sonreía y que tú le respondías. ¿La habías visto alguna vez?

—Nunca. Por eso tenía ganas de volverla a ver. Es muy bonita, ¿no os parece?

—Desde luego, pero eres un poco pequeño para interesarte por las chicas. Además, no estoy segura de que encontraras un buen recibimiento en su casa. Los Séguier no son amigos nuestros.

—Pero ayer asistieron a la misa.

—Se trataba de un homenaje al difunto rey, tu abuelo. Y sus tierras dependen de nuestro principado de Anet; eso les obliga, pero no significa que esa familia recién ennoblecida esté dispuesta a rendirnos pleitesía. Por lo demás, a tu padre no le gustaría: los Séguier, como muchos de esos señores del Parlamento, son incondicionales del cardenal y proclaman a quien quiera oírles su fidelidad al rey Luis.[2]

—¿Y nosotros? ¿No somos súbditos fieles del rey?

—Es el rey, y le debemos amor y obediencia, algo que no podría esperar jamás el obispo de Luçon. Hazme un favor, François, e intenta olvidar que esa niña te ha sonreído.

El muchacho bajó la cabeza.

—Por amor a vos, lo intentaré, madame —murmuró sin poder contener un suspiro que provocó una sonrisa en el rostro hermoso pero algo severo de la duquesa.

—Me gustan tu franqueza y tu obediencia, François. Ven a darme un beso.

Aquél era un raro favor desde que el muchacho había sido puesto al cuidado de los hombres de la casa. Lo apreció en su justa medida y se sintió algo consolado por su sacrificio; pero cuando algo nos ronda por la cabeza, es muy difícil desecharlo sin más.

Bajo los techos dorados del hôtel de Vendôme, en París, François no consiguió olvidar a Louise, y cuando, a finales del mes de mayo, la duquesa, sus hijos y la casa entera, huyendo de las pestilencias parisinas, fueron a instalarse a orillas del Eure, el enamorado de diez años no pudo impedir que le asaltara una alegría inhabituaclass="underline" ¡con un poco de suerte, la vería!

François se equivocaba si creía que únicamente su madre y él estaban enterados de su secreto: también su hermana Elisabeth, dos años mayor que él, había notado algo. Ensoñaciones súbitas, rubores fugaces y otras manifestaciones desconocidas hasta entonces en un muchacho turbulento, belicoso, apasionado por los caballos, las armas y la independencia, y dotado de una vitalidad que gobernantas y preceptores coincidían en calificar de extenuante, habían hecho atar cabos a su hermana durante los meses de invierno. Sin embargo, se guardó sus impresiones y fue solamente en el momento de bajar de la carroza en el patio de honor del castillo cuando, después de dejar que el hermano mayor, Louis de Mercoeur[3] —catorce años—, acompañara a su madre al interior, se llevó aparte a François con el pretexto de ir a ver los cisnes de los estanques. En realidad fueron a dar un paseo a lo largo del canal de las carpas. En silencio al principio, cosa que el muchacho no soportó mucho tiempo.

—Si tienes algo que decirme, dímelo ahora —gruñó, empleando el tuteo del que se servían únicamente cuando estaban a solas—. ¿Es que he hecho alguna tontería?

—No, pero te mueres de ganas de hacer una. Lo he notado cuando, hace un momento, Madame de Bure ha hablado de las damas de Sorel. Nuestra madre la ha hecho callar enseguida, pero tú te has ruborizado y has suspirado con tanta fuerza que casi haces volcar el coche. Te mueres por volver a ver a Louise, ¿no es así?

Los dos jóvenes, unidos por una profunda ternura y una confianza total, se entendían a las mil maravillas, pero con el hermano mayor tenían unas relaciones mucho más distantes, o dicho con mayor exactitud, protocolarias: era el heredero, le respetaban por ello, pero no le querían. François ni siquiera intentó negarlo.

—Es verdad, pero he prometido a mi madre no hacerlo.

—¿Y lo sientes?

François desvió la mirada, se agachó y tomó una piedra plana que, lanzada con un gesto rápido y experto, rebotó por tres veces en la calma superficie del canal. Finalmente resopló y, sabiendo que Elisabeth no se contentaría con una respuesta a medias, dijo:

—Hmm... Sí. Mientras estábamos en París era fácil. Aquí, ya no es lo mismo.

—Me lo temía. ¿Qué vas a hacer?

—Haces preguntas tontas, hermanita; no se puede incumplir la palabra dada.

—Estoy de acuerdo, pero... yo no he prometido nada.

François se quedó por un momento sin respiración, y observó con mayor atención el rostro malicioso de su hermana. Hasta su encuentro con Louise, la consideraba la chica más bonita que conocía: de su abuela, Gabrielle d'Estrées, había heredado, como él mismo, un cabello de un tono dorado casi irreal y ojos de un azul profundo; además, estaba dotada de una inteligencia despierta. El admitía de buen grado que ella le superaba con mucho en este aspecto, por más que a los diez años él medía ya tres pulgadas más que ella. Pero sus palabras de ahora significaban para François la apertura, en su beneficio, de una ventana inesperada sobre la astucia femenina.

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[2] Luis XIII.

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[3] En la alta nobleza, el primogénito lleva siempre un nombre diferente hasta la muerte de su padre: Fronsac entre los Richelieu, Crussol entre los Uzés, Mercoeur entre los Vendôme, etc.