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Sacó su daga y, arrodillado sobre los escalones del lecho, intentó despegar el sello, pero el lacre estaba muy pegado y sus manos temblaban. Corentin intervino:

—Deberíais dejarme a mí, señor. No es ése el modo de despegar el lacre. Se necesita una hoja muy fina, la de una navaja de afeitar, que se pone a calentar. Luego, cuando la cera se ha reblandecido, se desliza con suavidad un pelo de crin de caballo. Muy suavemente, para no estropear nada.

—¿Dónde has aprendido eso?

—Con los benedictinos de Jugon. Cuando me tomasteis a vuestro servicio, no os oculté que me había escapado. Allí me cogió cariño el padre Anselmo, que tenía pasión por los manuscritos, las cartas y esa clase de cosas. Fue él quien me enseñó a leer y escribir. También me enseñó cómo actuar cuando se quiere conservar intacto un sello. Si no se hace así, se rompe en pedazos...

—Sería hacerle más daño a ella —protestó Perceval, con los ojos fijos en la joven muerta—. Pero, quiero conservar ese lacre. Es el testimonio del martirio de una inocente y tal vez me lleve hasta el asesino. A éste, me propongo enviarlo a los infiernos para reunirse allí con sus semejantes. ¡Intenta quitar ese horror sin herirla, mi Corentin!

—Lo haré lo mejor que sepa, pero de todos modos debajo está la quemadura de la cera caliente...

—Es evidente. Necesitamos una navaja barbera.

Iba a salir cuando apareció uno de los hombres que le habían acompañado.

—¿Qué hacemos, señor? No podemos dejar a estos infelices a merced de las alimañas. Además llegan los días de calor y...

—¡Buscad sábanas, mantas, todo lo que pueda servir de mortaja! ¡Traed a los niños aquí, junto a su madre, y esperadme! Vuelvo al castillo a informar a la duquesa y recibir órdenes de ella. Regresaré con un cura, el magistrado del principado y todo lo necesario para que estas pobres gentes sean enterradas cristianamente.

Antes de salir, Raguenel dejó que sus ojos se posaran por última vez sobre la que tanto había amado, y que se llevaba con ella los recuerdos más tiernos de su juventud. De haber sido un personaje más importante, no habría dudado en pedirla en matrimonio, pero no tenía nada que ofrecerle, salvo un gran amor y un nombre sin tacha. Por más joven que fuese, supo en ese momento que ninguna mujer podría hacerle olvidar su sonrisa, su mirada de terciopelo, la gracia de su persona en los menores gestos. Le quedaba el recuerdo y una amarga sed de venganza. Nada le apartaría de su búsqueda: aunque tuviese que viajar hasta los confines de la tierra y el mar, buscaría al omega asesino y, cuando lo encontrase, ningún poder humano le libraría de su brazo. Después, pensaría en hacer las paces con Dios, porque está escrito que la venganza únicamente le pertenece a Él; no faltaban los monasterios a los que podría ir a enterrarse... Mientras tanto, necesitaba reflexionar, buscar, investigar el pasado tan breve de aquel lirio florentino arrancado de la manera más brutal... Y de súbito le pareció oír, en el fondo de sí mismo, una voz débil y dulce que imploraba:

«¡Mi hija... mi pequeña Sylvie! ¡Piensa en ella! Cuida de ella...»Entonces, aún una última vez, se acercó al lecho, se inclinó sobre una de las manos menudas, tan blancas y frías ahora, y posó en ella sus labios.

—Por mi honor y por la salvación de mi alma, os lo juro, Chiara. ¡Descansad en paz!

Sin preocuparse de los dos testigos de aquella emotiva escena, se precipitó fuera de la estancia, bajó a la carrera por la escalera, desató su caballo, se aupó de un salto y partió a galope tendido a través del bosque nocturno que antaño cruzaba al paso y dejando la rienda floja cuando regresaba de La Ferrière, para tener tiempo de soñar y escuchar aún el eco de un laúd pulsado por unas bonitas manos blancas. Pero esa noche Perceval de Raguenel, aquel joven siempre tranquilo, a veces hasta la despreocupación, sentía la necesidad de un ejercicio violento. Una lechuza, el ave símbolo de la sabiduría, lanzó su grito por tres veces en la espesura del bosque, pero él no la oyó. Sus oídos estaban llenos de un viento huracanado...

Después de veinte minutos de loca carrera, entró en Anet a una velocidad infernal, saltó al suelo en el patio iluminado por antorchas, puso la brida en manos de un palafrenero salido de ninguna parte y se precipitó hacia los aposentos de la duquesa.

Al pie de la escalera tropezó con el joven Ranay, uno de los pajes de la mansión, que lo miró con asombro.

—¿Qué os ocurre, señor? Se diría que estáis llorando.

—¿Yo? ¡Jamás de los jamases! Sueñas, muchacho.

Pero antes de llamar a la puerta de Madame de Vendôme se secó los ojos en el puño de encaje.

2

Una memoria increíble

En pie delante de una ventana abierta a la noche templada, indiferente al vaivén de sus servidoras que arrastraban baúles de cuero o cargaban con pilas de ropa, Françoise de Vendôme intentaba dominar la angustia que se había apoderado de ella desde el instante en que había sabido a su esposo preso. ¡César encerrado, encadenado quizás! ¡Impensable!

La decisión de acudir en su ayuda se le había ocurrido de inmediato. Sin embargo, después de un rato empezó a preguntarse si su intervención no conduciría a otra cosa que a exponerla al fuego cruzado de la cólera del rey y el rencor de su ministro. Ahora bien, en ese momento era la única persona adulta de la familia —su turbulenta cuñada Catherine, duquesa d'Elbeuf, apenas merecía ese título— que disponía de libertad de movimientos. Si la arrestaban también a ella, sus hijos, tan jóvenes aún, quedarían sin más defensa que sus servidores. Criados fieles sin duda, oficiales de honor demostrado, pero pese a todo extraños de los que no podía saberse cómo reaccionarían ante las amenazas que seguramente pesarían sobre ellos. ¿Sabrían defender contra inconfesables codicias su fabuloso patrimonio: el Vendômois y la villa fortificada que le daba nombre; Anet, Chenonceau, Verneuil, Ancenis, La Ferté-Alais, el gran hôtel de Vendôme en París, y tantos otros bienes?

Después de sentarse en uno de los sillones tapizados de seda azul con galones de plata, la duquesa dejó reposar su cabeza fatigada en un almohadón y contempló las pinturas del techo, cuyo tema era la Noche; el personaje principal era la diosa Diana, a la que iban a despertar el genio de la caza y sus lebreles favoritos. La estancia había sido un nido de amor, como lo indicaban en distintos lugares del castillo las iniciales H y D[7]entrelazadas, casi confundidas, para recordar con orgullo que allí había reinado una mujer que a lo largo de su vida, y hasta la lanzada de Tournelles, tuvo cautivo a un amante regio veinte años más joven que ella. ¡Bien es cierto que era bellísima!

François e deseaba desde siempre un dormitorio distinto a aquel templo de caricias, pero era la habitación mejor decorada, la designada para la castellana, y César quería que fuera la de su mujer.

—¿Por qué no habrías de encontrarte a gusto aquí, amiga mía? —decía riendo—. ¡Tú también eres encantadora! ¡Un poco gazmoña quizá, pero mucho más joven!

¡César! ¡Cómo si no conociera el poder de su atractivo sobre la altiva princesa lorenesa que tanto le había costado desposar! Su matrimonio, decidido en la más estricta tradición de las uniones principescas, había acabado por convertirse en un problema tremendamente complicado. En 1598, Enrique IV había obtenido para su hijo César, de cuatro años de edad en aquel momento, la mano de Mademoiselle de Mercoeur-Lorraine que tenía seis. No fue fáciclass="underline" el duque de Mercoeur se resistía tanto más a dar a su hija por cuanto le exigían por añadidura que revirtiera en su yerno el gobierno de Bretaña, que había desempeñado durante mucho tiempo. Pero el joven César había sido legitimado y reconocido como heredero, y ya se anunciaba que el rey Enrique iba a casarse con su madre, la deslumbrante Gabrielle d'Estrées, ennoblecida con el título de duquesa de Beaufort. No era tan mal negocio casar a su hija con un futuro rey... Pero, ay, pocos días antes de la boda y de la coronación, la bella Gabrielle murió debido a una crisis de eclampsia que más de uno juzgó providencial. Y César cayó desde su rango de heredero al de simple bastardo.

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[7] Iniciales de Henri y Diane, es decir, Enrique II, muerto en 1559 de resultas de una lanzada en la cabeza sufrida en un torneo, y Diana de Poitiers. (N. del T.)