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Mercoeur se hizo matar en la guerra contra los turcos bajo las banderas del emperador Rodolfo II, y Enrique IV pensó que la viuda del héroe, que se había instalado en París, donde construía una enorme mansión y, pegado a ella, un gran convento para capuchinas, estaría demasiado ocupada con sus rezos y obras de caridad para enfrentarse a él y oponerse al matrimonio. Era conocer muy mal a la luxemburguesa.[8] Madame de Mercoeur era una mujer de criterio, la más devota de Francia tal vez, pero también quizá la más rica, y su hija había de aportar una dote considerable que incluía, entre otros, el ducado de Penthièvre, es decir la sexta parte aproximadamente de Bretaña, sin contar los bienes que heredaría de su madre. De modo que la duquesa dio a entender que el matrimonio propuesto no le parecía deseable, y con mayor razón porque su hija prefería retirarse a las capuchinas antes que consentir en convertirse en Madame de Vendôme; e incluso propuso enviar al rey cien mil escudos como compensación.

Enrique IV consideró que la respuesta era una mala excusa, pero de hecho era la estricta verdad: Françoise se había sentido halagada por la perspectiva de ser reina de Francia pero no quería oír hablar de César de Vendôme, un chicuelo de catorce años (ella tenía dieciséis) que, según decían, era turbulento, brutal, y sobre todo más inclinado a la compañía de los muchachos que a la de las jóvenes. Esta etapa de sus relaciones le había resultado penosa por la simple razón de que el orgullo de Françoise había entrado en contradicción con su corazón. César le parecía encantador, con su cabello rubio, sus ojos azules y sus rasgos ya llenos de majestad. Prometía ser un hombre magnífico, y más de una mujer lo miraba con anhelo. Françoise había sentido su atractivo, pero también tenía justa conciencia de lo que ella misma era: una princesa perteneciente a una de las casas más nobles de Europa, sobrina de una reina de Francia,[9] bonita por añadidura, muy rica y sobre todo educada en los rigurosos principios que ya conocemos y que no tolerarían el vicio de Sodoma...

Tal vez se habría resignado, como la dulce y piadosa tía Louise había acabado por resignarse a los amiguitos de su esposo; pero la corona y el manto real transmiten mucho valor a la persona digna de llevarlos, y en cambio ya no existía ninguna posibilidad de que el hijo de Gabrielle ascendiese jamás al trono. Sin embargo, la rebelde fue obligada a someterse. No ante una orden del rey —Enrique IV sabía que no disponía de ningún medio para obligar a Mademoiselle de Mercoeur a casarse con su hijo bastardo—, sino ante la voluntad del duque de Lorena, el jefe de la familia. Este, Enrique II el Bueno, viudo en primeras nupcias de Catalina de Borbón, hermana de Enrique IV, quería guardar buenas relaciones con su cuñado. Dio a entender que el matrimonio le convenía, y las dos rebeldes, madre e hija, hubieron de someterse. Y fue una bonita boda, todo ha de decirse.

Al recordarla, François e no podía dejar de sonreír. Volvía a ver la capilla del castillo de Fontainebleau, perfumada por las flores, iluminada por los cirios y centelleante por los atuendos de los asistentes en aquella noche del 5 de julio de 1609. Veía de nuevo a César, ya más alto que ella, deslumbrante y magnífico en su casaca de raso blanco cuando a medianoche ocupó su lugar al lado de ella para jurarle amor y fidelidad. Le había sonreído al tomar su mano. Es cierto que ella también estaba hermosa, pero a través de ella estaba sonriendo a Bretaña, a la Bretaña que le habían presentado el año anterior y que había ocupado de inmediato una parte de su corazón. Aquella noche César era feliz, y François e también lo fue. Hubo un momento de pánico cuando instalaron a la joven pareja en el tálamo y el Bearnés, con una amplia sonrisa dibujada de oreja a oreja, tomó una silla y se sentó a la cabecera. ¿Pensaba de verdad quedarse ahí? La recién casada había dirigido a su llorosa madre una mirada espantada: ignoraba todo lo que había de ocurrir a continuación, porque Madame de Mercoeur se había limitado a aconsejarle que se sometiera a todo lo que le pidieran, por extraño que le pareciese. En cuanto al rey, reía a gusto.

—¡Secad esas lágrimas, prima! —dijo a la duquesa—. He hecho que instruyera a mi hijo una persona de confianza, y creo que nos dará total satisfacción.

También César se había echado a reír al volverse hacia su joven esposa, más muerta que viva:

—Vamos, señora, ¡hay que dar gusto al rey... y a nosotros mismos! —dijo alegremente. Y sin preocuparse más por el observador, la tomó entre sus brazos. Para su gran sorpresa, también François e se olvidó del indiscreto, que, por lo demás, se retiró de puntillas y corrió las cortinas del lecho...

Hicieron el amor tres veces, con una alegría que daba al acto la apariencia de un juego. François e, entonces muy delgada y poco dotada en atributos femeninos, descubrió que su joven esposo no deseaba que fuera de otra manera. Detestaba a las mujeres exuberantes más aún que a las otras, y para gustarle era preferible tener un cuerpo ligeramente andrógino. De aquella noche de bodas, celebrada con varias semanas de fiestas y regocijo popular, salió una pareja unida por una complicidad, una estima y un afecto que nunca habían de cesar. François e, sostenida por una fe profunda, tuvo la prudencia de contentarse con eso. Descubrió que el corazón de su esposo nunca podría llegar a latir por otra mujer: César había amado demasiado a su madre, la deslumbrante Gabrielle, y ésta lo había dejado fascinado para siempre. En cuanto a los muchachos jóvenes de los que le complacía rodearse, no permitió que su mujer siquiera llegara a inquietarse por ellos. La amaba a su manera, y sobre todo adoraba a los tres espléndidos hijos que ella le había dado y que consolidaron una unión más feliz de lo que cabía esperar. La alegría de César, su gusto por el lujo, su bravura insensata, hacían de él un compañero tanto más atractivo por cuanto era capaz de apreciar el carácter más grave de una mujer a la que llamaba «mi querida Prudencia».

La idea de su arresto inquietaba a François. Él era un hombre de grandes espacios, de tempestades, de carreras contra el viento, también de batallas y de grandes reuniones de camaradería al regreso de la caza. Si amaba tanto Bretaña, es porque en ella había descubierto una tierra parecida a su propio corazón: salvaje, orgullosa y grandiosa. ¿Cómo imaginar a un hombre así entre las cuatro paredes de un calabozo, esperando Dios sabe qué juicio inspirado por el odio y la parcialidad? Porque César nunca —François lo habría jurado sobre la memoria de su madre— había ni siquiera contemplado la idea de atacar a su hermano el rey. El hombre al que odiaba era Richelieu, y Richelieu le devolvía ese sentimiento con usura. Por desgracia, el cardenal-ministro era el más fuerte de los dos.

—Tengo que librarle de este mal paso —se repetía la duquesa—. Pero ¿cómo? ¿Por qué medio?

Aunque no pensaba que el hombre de la sotana púrpura tuviese la audacia necesaria para pedir la cabeza de un príncipe de sangre, no estaba lejos de verse a sí misma, con sus hijos, vestidos todos de negro, yendo a arrodillarse al gabinete del ministro para implorar su clemencia. Una imagen contra la cual se rebelaban su conciencia de raza y su orgullo de mujer. Sabía, sin embargo, que para salvar a su César sería capaz de llegar hasta ese extremo.

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[8] Nacida María de Luxemburgo.

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[9] Louise de Vaudémont, esposa de Enrique III.