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Katow esperó algún tiempo en la callejuela, sin dejar de andar. Por fin llegó Kyo. Cada uno dio a conocer al otro lo que había hecho. Reanudaron la marcha por el lodo, sobre sus suelas de goma, al paso; Kyo, menudo y flexible, como un gato japonés; Katow, balanceando los hombros, pensando si las tropas que avanzaban con los fusiles brillantes de lluvia, hacia Shanghai, rojizo en el fondo de la noche… También Kyo hubiera querido saber si aquel avance se habría detenido.

La callejuela por donde caminaban -la primera de la ciudad china- era, a causa de la proximidad de las casas europeas, la de los comerciantes de animales. Todas las tiendas estaban cerradas: ni un animal fuera, ni un solo grito turbaba el silencio entre las llamadas de las sirenas y las últimas gotas que caían de los cuernos de los tejados en los charcos. Las bestias dormían. Entraron, después de haber llamado, en una de las tiendas: la de un comerciante de peces. Por única luz, una bujía colocada en una guindola se reflejaba en las vasijas fosforescentes, alineadas como las de Alí Baba y donde dormían, invisibles, los ilustres cípridos chinos.

– ¿Mañana? -preguntó Kyo.

– Mañana; a la una.

En el fondo de la estancia, detrás de un mostrador, dormía, sobre su codo replegado, un personaje indistinto. Apenas había levantado la cabeza para responder. Aquel almacén era una de las ochenta pertenencias del Kuomintang por las que se transmitían las noticias.

– ¿Oficial?

– Sí. El ejército está en Tcheng-Tcheu. Huelga general a las doce.

Sin que nada cambiase en la sombra; sin que el comerciante, adormilado en el fondo de su alvéolo, hiciese un movimiento, la superficie fosforescente de todas las vasijas comenzó a agitarse débilmente: blandas oleadas negras, concéntricas, se levantaban en silencio. El ruido de las voces despertaba a los peces. De nuevo se perdió, a lo lejos, una sirena.

Salieron y reanudaron la marcha. Otra vez por la avenida de las Dos Repúblicas.

Un taxi. El coche arrancó a una velocidad de film. Katow, sentado a la izquierda, se inclinó y contempló al chófer con atención.

– Está nghien [2]. Qué lástima. De ningún modo quisiera morir antes de mañana por la noche. ¡Calma, amigo!

– Pues Clappique va a hacer venir el barco -dijo Kyo-. Los camaradas que están en el almacén de ropas del gobierno pueden suministrarnos unos trajes de policías.

– No hace falta. Tengo más de quince en la permanencia.

– Tomaremos el vapor con tus doce individuos.

– Sería mejor sin ti…

Kyo le miró sin decir nada.

– No es muy peligroso, aunque tampoco en extremo fácil, ¿sabes? Más peligroso resulta que este endemoniado chófer se halla dispuesto a reanudar la velocidad. Y no es este el momento de hacer que te apees.

– Ni a ti tampoco.

– No es lo mismo… A mí se me puede sustituir ahora, ¿comprendes?… Preferiría que tú te ocupases del camión, que estará esperando, y de la distribución.

Vacilaba, preocupado, con la mano sobre el pecho. «Hay que dejarle que se dé cuenta», pensaba. Kyo no decía nada. El coche continuaba deslizándose por entre las líneas de luz esfumadas en la bruma. Que él fuese más sutil que Katow, era indudable; el Comité Central conocía al detalle todo cuanto él había organizado, aunque en fichas, y él lo vivía; tenía la ciudad en la piel, con sus puntos débiles como heridas. Ninguno de sus camaradas podía reaccionar tan de prisa como él ni con tanta seguridad.

– Bien -dijo.

Luces, cada vez más numerosas… De nuevo los camiones blindados de las concesiones, y luego, una vez más, la sombra.

El auto se detuvo. Kyo se apeó.

– Voy a buscar los trastos -dijo Katow-; te los entregaré cuando todo esté dispuesto.

* * *

Kyo vivía con su padre en una casa china de un solo piso: cuatro naves alrededor de un jardín. Atravesó la primera, luego el jardín, y entró en el halclass="underline" a derecha e izquierda, sobre las blancas paredes, unos cuadros de Song, unos fénix azules Chandin; en el fondo, un Buda de la dinastía Wei, de un estilo casi romano. Divanes limpios, una mesa de opio. Detrás de Kyo, las vidrieras, desnudas, como las de un estudio de pintor. Su padre, que lo había oído, entró: desde hacía algunos años, sufría de insomnio; no dormía más que algunas horas, durante el amanecer, y acogía con júbilo todo cuanto pudiera ocuparle las horas de la noche.

– Buenas noches, padre. Chen va a venir a verte.

– Bien.

Las facciones de Kyo no eran las de su padre. Parecía, sin embargo, que había bastado la sangre japonesa de su madre para dulcificar la máscara de abate ascético del viejo Gisors -máscara cuyo carácter acentuaba aquella noche una bata de pelo de camello- para crear la cara de samurai de su hijo.

– ¿Le ha ocurrido algo?

– Sí.

No le hizo otra pregunta. Ambos se sentaron. Kyo no tenía sueño. Relató el espectáculo que Clappique acababa de proporcionarle, sin hablar de las armas. No, por cierto, porque desconfiase de su padre, sino porque se consideraba demasiado ser el único responsable de su vida para hacerle conocer algo más que el conjunto de sus actos. Aunque el antiguo profesor de sociología de la Universidad de Pekín, sustituido por Chang-Solin, a causa de sus enseñanzas, había formado el mejor de los grupos revolucionarios de la China del Norte, no participaba en la acción. Desde que Kyo hubo entrado allí, su voluntad se transformaba en inteligencia, lo cual no le agradaba mucho: se interesaba por los seres, en lugar de interesarse por las fuerzas. Y, cuando hablaba de Clappique a su padre, que lo conocía bien, el barón le pareció más misterioso que antes, cuando lo contemplaba.

– … acabó sacándome cincuenta dólares…

– Es desinteresado, Kyo…

– Pues acababa de gastar cien dólares: yo lo vi. La mitomanía es siempre una cosa bastante inquietante.

Quería saber hasta dónde podía continuar sirviéndose de Clappique. Su padre, como siempre, buscaba lo que había en aquel hombre de profundo, de singular. Pero lo que hay de más profundo en un hombre, rara vez es aquello por lo cual se le puede hacer obrar inmediatamente, y Kyo pensaba en sus pistolas.

– Si tiene necesidad de considerarse rico, ¿qué no intentará para enriquecerse?

– Ha sido el primer anticuario de Pekín…

– ¿Para qué se gasta todo su dinero en una noche, si no es para hacerse la ilusión de que es rico?

Gisors entornó los ojos y se echó hacia atrás los cabellos, algo largos; su voz de hombre entrado en años, a pesar de su timbre debilitado, adquirió la claridad de una línea:

– Su mitomanía es un medio de negar la vida, ¿no?; de negar y no de olvidar. Desconfía de la lógica, en estas materias…

Extendió confusamente la mano; sus ademanes angostos casi nunca se dirigían hacia la derecha o hacia la izquierda, sino hacia el frente; sus movimientos, cuando prolongaban una frase, no parecían apartar, sino asir algo.

– Es como si hubiese querido demostrarte ayer que, aunque haya vivido durante dos horas como un hombre rico, la riqueza no existe. Porque entonces la pobreza no existe tampoco. Que es lo esencial. Nada existe: todo es un sueño. No olvida el alcohol, que le ayuda…

Gisors sonrió. La sonrisa de sus labios, de comisuras abatidas, adelgazadas ya, expresaba las ideas con más complejidad que sus palabras. Desde hacía veinte años dedicaba su inteligencia a hacerse querer de los hombres justificándolos, y ellos le estaban reconocidos ante una bondad cuyas raíces no adivinaban nacidas en el opio. Se le atribuía la paciencia de los budistas; era la de los intoxicados.

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[2] En estado de necesidad (a propósito de los opiómanos). Literalmente: poseído por una costumbre.