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Marusia llega a Nueva York procedente de la URSS con un niño y muchas ilusiones en torno a la calle Ciento ocho, un barrio de emigrantes rusos: el taxista y pintor Baránov, el erudito editor Fima, el abogado verdulero Ziama, el director de escena y agente inmobiliario Lérner… Todos ellos conviven con coreanos, hindúes, árabes y judíos alemanes, en un hábitat donde los negros son enigmáticos seres con transistor y los americanos blancos que hablan inglés son tenidos por extranjeros. Y también latinoamericanos, como Rafael, empeñado en casarse con Marusia.

El estilo conciso de Dovlátov, hecho con la sencillez y la viveza de la literatura oral, ofrece con ironía la visión cercana y afectuosa de unos seres desplazados y ansiosos de vida en la difícil integración a un nuevo mundo.

Serguéi Dovlátov

La extranjera

ePub r1.0

Titivillus 13.03.2018

Título originaclass="underline" Inostranka

Serguéi Dovlátov, 1986

Traducción: Ricardo San Vicente

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digitaclass="underline" Titivillus

ePub base r1.2

PRÓLOGO

SERGUEY DOVLÁTOV O LO FORMAL COMO TEJIDO NARRATIVO

RICARDO SAN VICENTE

Puede uno postrarse ante la inteligencia de Tolstói. Sentirse admirado por la elegancia de Pushkin. Valorar las búsquedas morales de Dostoyevski. El humor de Gógol. Y así sucesivamente. Y no obstante, al único a quien quisiera parecerme es a Chéjov.

Serguéi Dovlátov, de sus Cuadernos de notas

—¿Qué puede usted decir de sí mismo como escritor?

—No crea que es coquetería, pero no estoy seguro de sentirme un escritor. Me gustaría considerarme un narrador. No es lo mismo. El escritor se ocupa de cosas importantes: escribe sobre cómo han de vivir los hombres, en nombre de qué viven. En cambio el narrador escribe CÓMO viven los hombres. Creo que Chéjov tuvo toda su vida este problema: quién era: ¿un escritor o un narrador? En tiempos de Chéjov aún existía este matiz.

De una entrevista

Entre las maneras de trazar el perfil de un escritor una de las posibles es la de descubrir la amalgama que en su obra se da entre lo formal y lo moral, entre el tamiz estético y el grano ético y que, matizada por la pluma del autor, cae en la conciencia —¿ética, estética?— del lector, es decir, acercarnos al modo en que se funden el "cómo" y el "qué". Es algo que hace el hombre ante una tortilla o un martini seco (además de comérselo o bebérselo, o no), frente una pantalla o un escenario, o asediado por veinte exprimidores de naranjas… Pero dejemos a un lado las tentaciones de la vida y detengámonos, de momento, en el arte narrativo de Serguéi Dovlátov (1941-1990) y en La extranjera, una de las muestras en que el escritor funde sus ingredientes literarios. Aunque tal vez convenga antes acotar al escritor en su época y en la madeja cultural de su tiempo.

La pugna entre lo formal y moral por abrirse espacio en libros y manuscritos se remonta a los albores de la literatura, pero si nos referimos a la literatura rusa moderna, este combate, en forma de genial y fértil desconcierto, arranca de Gógol, del autor de El capote, y es también por esta época cuando la mirada de los críticos y estudiosos se desdobló de manera explícita en estos dos enfoques: unos se preguntaban "cómo estaba hecho El capote" y otros, qué mensaje moral dirigían al lector las Almas muertas. Actitud o enfoque a los que, a su vez, daban pie los propios creadores: unos se planteaban cómo escribir, como narrar, por ejemplo, el enfrentamiento entre el individuo y el poder, y otros se proponían, incluso abiertamente, escribir un "panfleto" sobre la maldad intrínseca del crimen. Y el fragor de la batalla entre quienes hacían prevalecer los procedimientos formales y los que anteponían el mensaje moral en una obra resuena hasta hoy en la literatura rusa.

Entre los escritores del XIX, tal vez sean su iniciador y quien cierra el siglo —Pushkin y Chéjov— quienes consiguen fundir en su intención y en su propia obra la preocupación moral —social, histórica, política incluso— con la voluntad estética y en definitiva formal. No es extraño, por tanto, que a finales del siglo XX los dos autores rusos sobre los que fija su mirada Serguéy Dovlátov sean sobre todo Pushkin y Chéjov.

Sobrevolando la búsquedas formales que han desplegado con más o menos fortuna los escritores rusos de su tiempo —desde Bítov a Sokolov—, ajeno a la tradición ética que se perpetúa en los escritores de los sesenta —desde Trífonov hasta Pristavkin—, y al margen de todo compromiso que no sea consigo mismo, en Leningrado, en el fértil y encrespado ambiente de los jóvenes herederos del "Siglo de Plata", a finales de los años cincuenta, en la época del "deshielo", surge un escritor que tiene algo que decir y sabe cómo hacerlo, un continuador de esta corriente sutil que logra fundir el artificio con el interrogante.

Durante los ensayos teatrales, Stanislavski, ante una escena que no le parecía convincente, clamaba "¡No me lo creo!". A un arte así, "creíble" de este modo, cuando ficción se funde con realidad y lo veraz con lo verosímil, nos referimos al citar a Pushkin y a Chéjov, y también a Dovlátov. Este escritor, nacido Ufá (en los Urales) en 1941 y muerto en Nueva York en 1990, ha logrado escribir una obra tan breve e intensa como su propia vida.

Dovlátov es un escritor ruso, por ser la de Pushkin la lengua que le permite escribir, pero por sus venas corre también sangre judía y armenia. Entre sus ascendientes se cuentan desde emigrados y fusilados, hasta figuras de la cultura soviética. Sus descendientes ya son norteamericanos. A finales de los setenta se vio obligado a emigrar. Y ya que hablamos de raíces, añadamos que además de los autores rusos citados, toda aquella generación —Brodsky, Bítov, Aksiónov, Dovlátov— se alimentó del repentino flujo de literatura rusa hasta entonces prohibida y de la extranjera traducida al ruso por aquellos años. En el caso de Dovlátov es la literatura y sobre todo la narrativa norteamericana la que desempeñó un papel decisivo.

De su agitada vida en la URSS conviene señalar su paso meteórico por la facultad de filología de la universidad de Leningrado, de la que fue expulsado, anotar que hizo su obligado servicio militar en las tropas de escolta de los campos de trabajos forzados —experiencia de la barbarie humana que alimentará sus primeros pasos literarios—, recordar sus años de trabajo como periodista en Leningrado y Tallin, y subrayar su impenitente actividad de narrador, plasmada en un sinnúmero de relatos que lentamente se irían inscribiendo en diversos ciclos; una actividad que, tampoco hay que olvidarlo, mientras vivió en la URSS se vio enmudecida por completo en lo que a publicaciones soviéticas se refiere.

Su "mili" en los campos —desde el otro lado de la barrera, es cierto, aunque para él el hecho no tendría gran importancia— constituyó el gran impulso para escribir, o, dicho de otro modo, se convirtió en un material que necesitaba de un autor. De la experiencia saldría Zona. Apuntes de un guardián. Este primer ciclo de relatos no aparecería hasta 1982, en Estados Unidos. Antes, en 1977, en Ardis, una pequeña editorial de Ann Arbor (Michigan), se publicaría su primera obra, que lleva el simbólico título de El libro invisible, como lo serían hasta 1989, recordémoslo una vez más, todos los suyos en la URSS, donde se vería publicado empezando por la última de su creaciones.