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[3] Desmesurado, siempre desmesurado. Me acuso de haberlo sido, me acuso de no importarme volver a serlo. Tuvieron que venir los franceses para poner las cosas en orden, y, sobre todo, a limitarlas. Los franceses, amigo mío, le cortaron las alas a ese amor vocado al vuelo demasiado alto, y lo redujeron a una cuestión de alcoba, cuyos muros no traspasa jamás. El cuerpo es una cosa que goza, que se ensucia y que se hastía. ¡No hay estrellas, ni siquiera guitarras!: cama, y fatiga al final. ¿No le desilusiona lo que piensan los franceses?» Se quedó un poco pensativo, acaso un poco triste, como si algunos recuerdos se hubieran embarullado en la meditación. Entonces aproveché su silencio para pedirle que, como prueba final, leyera el poema XXVII, aquel que empieza: «¡Imbéciles!», increpando no se sabe a quién (la crítica no ha logrado aclararlo). Y después dice más o menos, esto que resumo aquí: «He gozado el más bello orgasmo de mi vida, y mi niña lo gozaba también. ¿Quién dice que cada cuerpo es la muralla del otro? Porque yo sentí lo que sentía ella, ella lo mío, y ambos el mundo entero palpitar, goce que circuló por los cuerpos y por los astros como sangre universal y compartida. Ahora lo cuento con los versos más bellos de mi lengua: necesitaría vivir otra vida encima de la mía para que este placer fuera suficientemente recordado, para que estos versos fueran suficientemente dichos. ¿Tendrá memoria la muerte?, ¿tendrá labios?». Quedó callado, y luego dijo en francés: «Que c'est beau, le poéme!», pero se echó a reír. «Insensata utopía, vanidad, ganas que tiene este poeta admirable de que le crean un corredor olímpico. Y pase el deseo de que los versos se sigan recitando, porque son estupendos; pero ¿de veras un orgasmo puede ser tan glorioso que merezca el recuerdo perdurable del que lo ha experimentado? ¡Si todos son iguales! Los hombres padecemos la insufrible repetición de ese placer que nos gobierna y que nos decepciona. ¡Si acaso, las mujeres…!» Releyó, sin embargo, el poema, y se detuvo en los versos finales: los repitió, no una vez, sino cinco, diez, y no con entusiasmo o desdén, sino maquinalmente, al tiempo que empezó a llenarse la taberna de seres incongruentes, de objetos locos: en la carreta de la guillotina, cuarenta maniquíes de ambos sexos se mostraban maniatados, bien visibles las señales que la cuchilla había dejado en sus gargantas, recompuestas después inútilmente. Un ángel vestido de clown y su equiponcio con manto y corona reales, el cuerpo de pipas pegoteadas de melón, tomaban unos vasos de cerveza como grandes amigos en una esquina, mientras en la calle el cortejo esperaba al rey y la farándula al clown. Había guerreros de especies raras que traían en sus lanzas, ensartados, a guerreros de especies usuales; un niño perdido en el bosque pregunta por la puerta que lleva al Jardín de las Manzanas Mortales y también por los grandes pasadizos, que poco a poco suplantan las paredes de la taberna, como si éstas hubieran caído y dejasen al descubierto las entrañas de todos los misterios: del cielo, del infierno y del palacio de los sultanes turcos: si bien resulta que odaliscas a millares sustituyen a los genízaros, armadas de sus armas, y viven en perpetua conspiración de serrallo para poner cada una en el trono a su propio hijo antes de que vengan a cegarlo, de modo que no acaban nunca de degollar sultanitos. De animales no había tantos, y los que había, de los inexistentes, aunque garantizados por la tradición oral y la iconografía, como el unicornio, y de los especialmente descubiertos por sir Ronald en sus safaris por su propia cabeza, como el famoso tentempié, un elefante sin patas ni trompa, con cabeza de chorlito, que siempre anda rodando por imposibilidad de mantenerse erguido, y de ahí su nombre. La espada parlante daba un mitin, no logré averiguar si político o profético, subida al primer rellano de la escalera, y la flauta voladora se tocaba a sí misma deambulando por rincones aéreos. Había muchísimas cosas más: heterogéneas, brillantes y, algunas, terribles, como una boca dentada que lo engullía todo, fuese o no comestible, después de devorarlo; pero no las recuerdo bien, mira tú, con lo bonito que hubiera estado redactar un catálogo de todas ellas y proponerlo a la gente para que se enterase de lo que el mundo necesita, y no esas bobadas inútiles que nos ofrecen los escaparates. En medio de esa baraúnda, sir Ronald permanece tranquilo, repitiendo los versos, pero con aire cogitativo. «Me pregunto -dijo por fin- por qué apareció usted en mi sueño, por qué me trajo esos versos que no recuerdo ya. ¿Será que algo en mi interior no se siente satisfecho de que ahora invente monstruos y misterios? No puedo responderme, no lo sé… En todo caso, yo no soy un imbécil.» El cuerpo de sir Ronald dio una vuelta en la cama, y yo salí de su sueño, desierto de repente como si un viento fuerte hubiese barrido sus figuras: el mismo viento, seguramente, que sacudía las ventanas de la cabaña y batía contra los vidrios montones de hojas secas.

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[3] Sir Ronald Sidney, que era muy fino, no profirió, naturalmente, semejante grosería. Lo que él dijo, en inglés, fue textualmente esto: «… spend one's life conducting a monotonous concert for puddendum and orchestra». ¿Se puede decir en español «para partes pudendas y orquesta»? No, ¿verdad? A resignarse, pues, con la dicha grosería. Los que la encuentren intolerable pueden sustituirla, v. gr. por Chumeque.