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Justo Abarloa, jefe del Servicio de Conservación Patrimonial del Ayuntamiento de Bolscan, solía reiterar a los comisarios de las exposiciones y a los correos de obras artísticas que, una vez cerrados los portones del palacio, allí no podría entrar ni una mosca. «Cavalleria es una auténtica fortaleza», concluía Abarloa, remedando al alcaide de una prisión.

En parecidos términos se había expresado Juan Monzón. «No debes tener miedo -le había dicho a Sonia-. No hay forma humana de asaltar este edificio. Es como una caja fuerte. No se me ocurre ningún otro lugar donde pudieras estar más segura.»

Una sola vez, en el invierno de 1980, hacía cuatro años, se había producido una curiosa anomalía. Una buena mañana, un vagabundo apareció en el interior del museo, dormido junto a una columna sobre un fardo de periódicos viejos. Ni los conserjes ni el guarda acertaron a explicarse de qué manera había burlado la vigilancia. El vagabundo, un alcohólico que pasaba épocas en El Amparo para transeúntes, sostuvo, con toda naturalidad, haber entrado volando. Nadie le hizo el menor caso, salvo, en parte, una joven agente llamada Martina de Santo, adscrita por entonces a la Brigada de Seguridad Ciudadana, que fue quien le tomó declaración.

Por si acaso, se limpiaron las fachadas exteriores, se repararon las tejas, se instaló la alarma, y una segunda puerta, la de cristal blindado, fue añadida a la entrada principal. Con posterioridad, no se habían registrado incidentes.

Capítulo 11

A esa hora de la noche, únicamente quedaban en el aparcamiento dos o tres automóviles. Martina distinguió el Dauphine del inspector Buj. La subinspectora cerró de un golpe la portezuela de su Saab y se lanzó escaleras arriba.

– Estaré abajo, en el archivo, por si me necesita -le comunicó Horacio Muñoz, con el aliento cortado por la suicida conducción a que le había forzado la subinspectora.

Martina atravesó a la carrera el pasillo de la segunda planta y desembocó como un ciclón en la sección de Homicidios. En la sala de la brigada no había nadie. La subinspectora se quitó la gabardina y la arrojó sobre su mesa.

El inspector Ernesto Buj, más popular en Jefatura como el Hipopótamo, estaba en su despacho. Martina distinguió la oronda silueta de su superior a través del vidrio esmerilado de su oficina. Su relación con Buj era cada vez más tensa. Lo único que había conseguido de él era que dejase de tutearla, y para eso tuvo que presentar una queja.

Entró sin llamar. El Hipopótamo la escrutó con sus paquidérmicos ojillos.

– ¿No le enseñaron las monjas a pedir permiso?

– ¿Me va a impartir un curso de protocolo?

– ¿Qué ha sucedido con sus diplomáticos modales, De Santo? ¿No ve que estoy ocupado?

– ¿Tenemos una emergencia o no?

Buj esbozó una mueca sardónica.

– ¿Al fin se ha caído del guindo? Llevo dos horas llamándola. ¿Dónde se había metido?

– Estaba ocupada.

– ¿Trabajo o placer?

– ¿A usted qué le parece?

– Viene tan arrebolada, tan mojada, que no sé…

Los chistes verdes y las alusiones sexuales eran típicas de Buj. Sus groseros dardos se clavaban a menudo en Martina de Santo, una de sus dianas predilectas.

La subinspectora intentó justificarse:

– Estaba dando una vuelta por el monte. Horacio Muñoz vino a avisarme.

– ¿Partiendo las peras en compañía del rengo? -Buj rió su propio chiste, convulsivamente-. ¡Hacen una pareja cojonuda, y nunca mejor dicho!

Martina se vio en la penosa obligación de reivindicar el nombre de Horacio. Porque el suyo, frente a Buj, carecía de defensa alguna.

– Muñoz es un buen policía. Un hombre leal, capaz.

– Hasta de arrastrarla a usted por el barro, a juzgar por sus botas y la pinta que trae -siguió mofándose el inspector-. Así que nuestro cojitranco archivero fue a buscar a la desaparecida subinspectora, la encontró Dios sabe dónde y le comunicó que teníamos una emergencia. Y por eso ha irrumpido usted, para colgarse otra medalla. Pero, ¿sabe por qué estoy yo aquí? Porque a las nueve de la noche nadie sabía dónde localizar a la famosa subinspectora De Santo.

Martina decidió tragarse el orgullo. No era el momento más oportuno para mantener un nuevo enfrentamiento con el inspector.

– ¿Qué hay de la mujer desaparecida?

Buj aparentaba leer un expediente. La sombra oblonga de su cara oscurecía la página. Repuso, sin mirarla:

– ¿A quién se refiere?

– A Berta Betancourt.

– ¿De qué me suena ese nombre? ¿No es el de su amiguita?

Martina sintió que una oleada de sangre le afluía a la cara. Su mirada se desvió hacia el bate de béisbol que atrancaba la ventana. Ese palo era un recuerdo de los tiempos de patrullero de Ernesto Buj. Todavía podían apreciarse cercos de sangre seca, mudos testigos de sus palizas a pandilleros y camellos de poca monta. Unas salpicaduras más recientes daban fe del escarmiento que el inspector había propinado a uno de sus propios hijos, detenido en el curso de una pelea en una discoteca. Agentes de Seguridad Ciudadana habían trasladado al joven Buj a los calabozos, donde compartió encierro con algún maleante. Por la mañana, al fichar en Jefatura, su padre se enteró de que habían enchironado a su primogénito. Cogió su bate, bajó a la celda y allí mismo, delante de los agentes de guardia, dobló a su chico a golpes. No le preguntó, no habló con él. Se limitó a actuar, como había hecho siempre.

– Le agradecería, inspector, que en adelante reprima cualquier comentario sobre mi vida privada.

Como si no la hubiese oído, el inspector se levantó y, aireando un olor a sudor, a fritos y a coñac, apoyó la manaza en un punto del mapa metropolitano colgado en la pared, a su espalda. La boca de Buj, gruesa y floja, se frunció en un repulsivo mohín.

– Para su conocimiento le diré, De Santo, que la señorita Betancourt ha debido de fugarse. La última vez fue vista a caballo, por las riberas del río Madre. Desde la tarde de ayer, nadie ha vuelto a saber de ella. ¿Tampoco usted?

– Me he tomado el día libre.

– Por eso se lo preguntaba, precisamente -dijo el inspector, con doble intención, volviendo a sentarse.

– No estaba de servicio. Lo que haga en mi tiempo de descanso es cosa mía.

Buj se arrellanó en la butaca e intentó sonreír, pero no pasó de mostrar dos filas de dientes cariados.

– ¿Conoce el chiste del pelo y la lana?

Martina dijo que no con la cabeza.

– ¿Y el del vapor y la vela?

– Tampoco.

– Se los contaré cuando tengamos ocasión de relajarnos. Porque algún día tendrá que tomar una copa conmigo.

– Tendría que estar muy desesperada.

Buj se echó a reír.

– ¡Ya debe de estarlo, si la consuela el cojo!

La dionisíaca risa del inspector no duró menos de un minuto. Finalmente, consiguió dominarse.

– Por mí, De Santo, puede hacer en su ocio lo que le venga en gana. Me da lo mismo que alterne con caballeros, con señoras, o que decida probar con un gorila del zoo. Pero debe asumir que me competan aquellos aspectos de sus relaciones personales, o de su intimidad, susceptibles de hallarse vinculados con un expediente criminal. Espero que me traigan a esa mujer de inmediato. Quiero volver a interrogarla, personalmente.

– ¿Lo ha autorizado el juez?

El Hipopótamo no iba a contestar a esa pregunta. O sí, pero a su manera.

– A los jueces no les gusta que les molesten fuera de horario. Me temo que, mientras usted se dedicaba a pasear bucólicamente con el cojo del archivo, esa pájara haya volado del nido.