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Y aún seguía durmiendo. El miembro viril apenas manifestaba una protuberancia oscura. Un hongo añil entre los muslos. Ella le había extraído hasta la última gota de savia.

Lo mismo hacía Sonia con todos los hombres con los que mantenía relaciones íntimas. En aquellos últimos tres años, habían sido incontables.

Esa gélida tarde de invierno, mientras la nieve caía sobre los tejados de Bolscan, ella y Juan, en su cárcel carnal, en su mísero nido de amor, habían estado follando sin concederse respiro. A la tercera acometida, Juan, aferrado a sus nalgas, dio síntomas de debilidad. Se había sostenido en pie a duras penas, pero empujó con ímpetu, hasta que una acrobacia los volteó a las heladas baldosas. Por el suelo, sin parar de reír, fueron rodando hasta el fondo del armario donde Juan guardaba sus escasas pertenencias y el machete que se llevaba a su puesto de vigilante nocturno. Y todavía lo habían hecho otra vez, en el pasillo, aprovechando que los restantes huéspedes del piso, a los que aborrecían, estaban fuera. Para rematar la sesión, Sonia le había obsequiado con el número del pañuelo, que no le fallaba nunca.

Así que el cansancio de su pareja, del que Sonia se sentía orgullosa, estaba justificado. El guarda jurado Monzón, su último y más rocoso amante, no iba a ser una excepción. También a él le había aplicado su norma de exprimir al macho hasta arrebatarle el mínimo átomo de energía vital, para verle desvanecerse luego en un sueño torpe y ruidoso, como si estuviera muriendo poco a poco.

De hecho, en ese momento Juan Monzón podría estar muerto.

Capítulo 3

No había oxígeno en el despacho del Perro. En las fosas nasales de Belman se desplegó el prurito. El polvo en suspensión flotaba a la luz de una tulipa que había iluminado el ambigú del Teatro Fénix antes de su restauración.

Nadie sabía de qué manera esa lámpara, con un pie de bronce que representaba a un sátiro, había llegado al Diario. Cacharro, desde su república de información local, ventiló el rumor de que había sido una gratificación a Madurga, el crítico teatral, como premio a sus entusiastas comentarios escénicos; pero Madurga, que acuñaba una espuria fama de incorruptible, jamás había confirmado esa donación y, además (cáncer hepático, en la pura tradición del oficio) estaba muerto. Cuando aún vivía, el crítico de escenarios había instalado en su mesa la lámpara del Teatro Fénix, junto a una fotografía dedicada por María Callas. Después del entierro de Madurga, y de que nadie reclamase en herencia la artística lámpara, Cacharro se la había agenciado, pero finalmente Gabarre Duval, quien también le había echado el ojo, ordenó que la instalaran en su oficina. En verano, la tulipa se moteaba con alas de invertebrados y mosquitos a la brasa. Belman sospechaba que el Perro experimentaba una siniestra alegría cuando las frágiles membranas de uno de esos insectos se derretían contra la incandescente bombilla. Un placer similar al que el redactor jefe debía de sentir cuando cortaba las alas a cualquiera de sus reporteros.

La chaqueta de mezclilla de Gabarre Duval pendía de un desportillado perchero. El redactor jefe la había colgado al revés, y podía leerse la etiqueta del traje, de marca desconocida. Un saldo, pensó Belman, con un desprecio que nunca, dado el temor reverencial que le inspiraba el Perro, se habría atrevido a manifestar en público.

– El plasta de Superratón -dijo Gabarre Duval, al colgar el teléfono; era su manera de ridiculizar a Miguel Mau, alcalde de Bolscan; Miki, para los amigos-. Ese fantasmón debe de creer que trabajamos para él, y todo porque de Pascuas a Ramos nos limosnea un anuncio. ¡Políticos! Un día me comen en la mano, al siguiente no se me ponen al teléfono. Tal como me ha hecho estos días ese altivo y vanidoso comisario, Conrado Satrústegui, a quien, si puedo, empapelaré. ¡No ha nacido el madero que me toque la moral!

Con lastimado orgullo, el Perro elevó la canina cabeza e irguió el torso tras el escritorio. Su camisa flotaba sobre un pecho hundido. Cercos de sudor le imprimían los sobacos. Belman solía preguntarse por qué un hombre tan flaco sudaba tanto. No se le ocurría otra explicación que atribuirlo a su exceso de bilis. La mala inquina del redactor jefe debía de licuarse en ese sudor espeso que supuraba brillos en su cara de palo.

– Hablemos de lo nuestro, Mocos -dijo Gabarre Duval, como masticando las sílabas-. ¿Qué noticias tienes para hoy?

– Poca cosa -se apresuró a responder Belman, erróneamente. La resaca y el aire viciado de aquella oprobiosa oficina estaban provocándole sonrojo, inseguridad; le ardía la pituitaria y la boca se le había secado, pero no otras eran sus reacciones bajo el dominio de su redactor jefe, a solas frente a su despótica autoridad.

– ¿Algún crimen?

– No.

– ¿Violaciones?

– Tampoco.

– ¿Estafas, robos?

– Un tirón a una vieja, cerca de la estación.

– Dos páginas en blanco y una hora para el cierre -resumió Gabarre Duval, decepcionado, mirando el planillo como un general antes de la batalla-. ¿Cómo piensas llenarlas? ¿Sorprenderás a tus lectores con una amena redacción sobre tus hábitos nocturnos? Lo digo porque te han visto en el Stork, Mocos, hasta arriba de ron y subiendo las escaleras a cuatro patas.

Belman se atenazó. El Perro lo taladraba con una mirada metálica surcada de microscópicas venillas. El redactor jefe aguantaba tanto alcohol como un estibador del muelle, pero, antes o después, según suspiraban, esperanzados, Belman y otros colegas de la redacción, el dique habría de desbordarse. Tal como le había sucedido al crítico Madurga, ese hígado colmado de materia biliar tendría que sufrir un estallido. Que llegase el día grande de su funeral no era sino una cuestión de paciencia. La redacción en pleno asistiría al último adiós al Perro, y él, Jesús Belman, leería un responso en nombre de sus galeotes del Diario de Bolscan. «José Gabarre Duval fue un jefe nato, un periodista íntegro, un leal compañero…»

– En serio, Mocos -dijo el Perro, con aparente paciencia-. ¿Qué tienes?

– Una interviú de lujo -murmuró Belman, intentando improvisar una salida brillante, mientras luchaba contra un sentimiento de culpabilidad-. Algo muy especial.

– ¿Una entrevista a quién?

– A la subinspectora Martina de Santo.

– ¿La detective que ha resuelto los crímenes de Portocristo?

– La misma.

– No pretendas venderme dos veces la misma burrra, Mocos. Ya le diste cancha. Diciembre, veintiocho.

A veces, el Perro hablaba así, taquigráfico, para ahorrar saliva o para que los reporteros no le apearan el respeto.

– Día de los Santos Inocentes -añadió-. Más de un lector, ya que inocentes no son, aunque santos tal vez, por soportar plumas como la tuya, pensará que le tomas por lelo. ¿Dos veces, la misma interviú?

Herido, Belman se irguió en toda su estatura. Le sacaba treinta centímetros al redactor jefe, pero eso no le aportaba ventaja alguna sobre él.

– No la entrevisté, si recuerda. Me limité a recogerle unas breves declaraciones oficiales.

Gabarre Duval sonrió. Su sonrisa no era célebre por su caridad.

– ¿Crees que no sé lo que publico? ¿Opinas que chocheo?

– Yo no…

– ¿Tú, qué? ¡Mi mente sigue siendo una caja registradora! Podría recitarte cada palabra de esa información, pero se ha hecho antigua. ¡Hay que arrojar leña a la hoguera! Y ésta es la gran pregunta, Mocos: ¿qué les doy a los lectores? ¿Sangre? ¿Horchata?

– ¿Carnaza? -apuntó el reportero.

– ¿Tú qué crees? ¿O aspiras a dirigir el suplemento de religión?

Belman estornudó. Buscó un pañuelo, pero en sus bolsillos sólo encontró un pedazo de papel de váter. Se sonó la nariz, estrepitosamente.