– Interróguelo. ¡Vamos, todos a trabajar! Usted, De Santo, espere aquí. Haré una llamada. En cuanto me vea colgar, pase por mi negociado.
La subinspectora no tenía demasiadas dudas de que el destinatario de la llamada de Buj no podía ser otro que el inspector Lomas, de Asuntos Internos. A través del cristal esmerilado de su oficina no era posible captar la expresión del inspector, pero a Martina le pareció que Buj sonreía como un cazador frente a su indefensa presa. Cuando oyó el chasquido del auricular, entró al despacho. El inspector le dijo, separando los brazos en el aire:
– Amigos, De Santo. No crea que va a costarme admitir que llevaba usted parte de razón. Unamos fuerzas para solucionar este feo asunto.
Antes de estrechar lazos con el inspector, Martina tenía una pregunta para él.
– ¿Quién es el testigo del Puerto Viejo?
– Un… vagabundo, habitual del Amparo para transeúntes. Un tal Anastasio Cifuentes, alias Faroles. Lo tengo abajo, en una de las celdas.
– ¿Qué hacía en el puerto?
– Rebuscaba en el vertedero. Al oír gritos, se escondió entre los contenedores.
– ¿Estaba ebrio?
– Esta gente nunca está serena ni borracha, sino todo lo contrario. Vio el coche, que es lo importante, y a los actores de la tragedia. Llevaba reloj, y se fijó en la hora.
– ¿El testigo reparó en algún detalle más que usted no haya mencionado en la reunión de grupo?
Buj vaciló, pero acabó diciendo:
– Cifuentes ha declarado que, cuando la chica ya había recibido las puñaladas y se desangraba en el suelo, el asesino se arrodilló ante ella y se quitó la capucha. Según el testigo, era una mujer.
Martina se apoyó en la mesa del inspector.
– ¿Rubia?
– Sí. ¿Cómo lo ha sabido?
– Eso no tiene importancia. ¿Da crédito a ese testimonio?
– Francamente, no -negó Buj-. Pienso que Faroles, aterrorizado por la escena, se sugestionó. De hecho, cuando salió de su escondrijo y volvió a mirar, ya en el momento en el que el asesino huía portando el premio de su cacería, sólo pudo ver, de nuevo, a un encapuchado. Un hombre, sin duda.
– ¿Qué más ha recordado el testigo? -preguntó Martina.
– Que el criminal manejaba un arma de hoja negra. Doy por supuesto que se trataba del cuchillo de obsidiana que robaron en la exposición.
– El forense no acaba de descartar un arma convencional, un machete mellado como el que apareció en la habitación de Juan Monzón.
– No perdamos el tiempo con esos detalles, subinspectora, y concentrémonos en el autor. ¿Qué le dice su intuición?
– Que estamos muy cerca, inspector.
– Yo también lo presiento. ¿Sabe por quién me inclino? Creo que fue Satrústegui. Se metió en el mundo de las putas, lo explotaron y perdió el juicio. Estuvo liado con la primera víctima, y le apuesto lo que quiera a que tenía tratos con la segunda. Belman me ha dicho que…
– ¿El reportero del Diario?
Buj se quedó momentáneamente confuso, pero reaccionó con naturalidad:
– Esa escoria, sí. Me llamó para sacarme información, pero fui yo quien lo despelotó. Me cantó que Satrústegui era asiduo del Stork, y que todo el mundo sabía en el club que se beneficiaba a alguna de las strippers. Lo sentiré mucho por él, pero tiene todas las papeletas. Asuntos Internos es de la misma opinión. Lo interrogarán a fondo esta misma tarde. Deberá usted aportar el dato de que el comisario fue visto en el Puerto Viejo. ¿Cómo lo supo?
– Encargué a Horacio Muñoz que vigilase a Satrústegui.
– ¡Bien hecho, Martina!
Era la primera vez que el Hipopótamo la llamaba por su nombre de pila. La subinspectora fingió una satisfacción que estaba muy lejos de albergar.
– Si no me necesita, trataré de comprobar la coartada de David Raisiac.
– Tiene usted carta blanca, De Santo.
– ¿También para llevar a cabo otra trascendente gestión?
– ¿Cuál, si se puede saber?
– Reservar entradas en primera fila para la función de esta noche en el Teatro Fénix.
Ernesto Buj abrió la boca, pero no atinó a responder. La subinspectora había salido de su despacho, y atravesaba a veloces pasos el Grupo en dirección a la salida.
Capítulo 59
Juan Monzón fue detenido a las cinco de la tarde de ese viernes, 6 de enero, en su habitación de alquiler de la calle Galeones, en el barrio portuario, a seiscientos metros del solitario malecón donde había sido desollada Camila Ruiz.
Los detectives Salcedo y Cubillo, más una patrulla, penetraron en el piso, abrieron habitación por habitación, hasta localizarlo, y lo sacaron de la cama.
En el momento de su detención, Juan Monzón, desnudo entre sábanas negras, dormía. Los detectives lo esposaron y lo empujaron contra la pared, donde el vigilante permaneció luciendo impúdicamente la flor tatuada en una de sus musculosas nalgas.
En el registro del cuarto de Monzón aparecieron diversas prendas femeninas. Entre ellas, una blusa y ropa interior que, según los investigadores pudieron averiguar, habían pertenecido a la segunda de las bailarinas asesinadas. Debajo de la cama, guardado en su funda, el sospechoso ocultaba un machete similar al que ya le fue decomisado en el registro anterior. Los agentes obligaron a Monzón a vestirse y lo trasladaron a la Comisaría Central.
Ernesto Buj procedió a interrogarle a las siete de la tarde. Previamente, mientras acolchaba su bate con una toalla, que enrolló y amarró al palo con un juego de gomas de caucho, el inspector atendió el informe oral emitido por Salcedo:
– Monzón mantenía dos habitaciones en otros tantos pisos. Las dos de alquiler, modestas, reducidas, muy parecidas entre sí. Una, en la calle Cuchilleros, donde residía con Sonia Barca. Otra, la que acabamos de reventar, en Galeones, junto al Puerto Viejo. Allí, desde hace unos pocos días, se citaba con su última conquista: Camila Ruiz.
La patrona del piso de Galeones, viuda de un militar, había proporcionado esa información, que a Salcedo apenas le llevó trabajo contrastar. Eladio Morán, gerente del Stork Club, le confirmó haber visto a Juan Monzón en la barra de la sala de fiestas, en compañía de Camila. Juntos y amartelados, dijo Morán, se fueron del cabaret en la noche del martes, y juntos, supo Salcedo, por los restantes huéspedes del piso, continuaron viviendo un ruidoso romance, hasta el asesinato de ella.
Una vez frente a Monzón, el Hipopótamo dejó el bate apoyado en un rincón de la sala de interrogatorios y comenzó a interpelarle con suavidad. Buj se había sentado de manera informal junto al sospechoso, con las manos cruzadas detrás de la nuca, permitiendo que su barriga rozase el filo de la mesa y tirándose de los tirantes a cada nueva pregunta que se le ocurría formular.
Durante el primer cuarto de hora, Buj apenas avanzó. Monzón, que en todo momento había manifestado entereza de ánimo, y una arrogante distancia con los sangrientos sucesos, como si realmente no fuesen con él, insistió en declararse inocente de cualquier cargo.
– Ustedes no me creen, pero yo no las maté -repetía el vigilante-. Las conocí a las dos y me acostaba con ellas, es cierto, como es verdad que he disfrutado de otras muchas mujeres. Me gustan las mujeres, inspector, pero no creo que eso sea ningún pecado.
– Desde luego que no -dijo Buj, sonriendo con toda la cara-. Ahora, dígame qué hizo anoche, entre la una y las dos.
– Estaba trabajando. Puede comprobarlo.
– Lo hemos hecho. En teoría fichó usted a las diez de la noche, y se marchó a las ocho de la mañana. Pero, fíjese qué mala suerte: nadie puede atestiguarlo.
– Estuve en las naves. No me moví de allí.
– ¿Tiene usted un coche grande, negro o azul marino?