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– No tengo coche.

– Pero sí carnet de conducir.

– Lo saqué hace tiempo, pero nunca he podido permitirme comprar un automóvil.

– Yo tengo un Dauphine de hace una década -comentó el inspector, como si estuviera charlando con un viejo conocido-. Tampoco el sueldo de un policía da para ir comprándole trapos a la parienta. Se lo digo porque en su segunda vivienda, la de la calle Galeones, había ropas de dos mujeres, todo un muestrario, como en una boutique. Algunas de esas prendas pertenecieron en vida a Camila Ruiz. Una de las animadoras del cabaret, una tal Flora, ha identificado la blusa y esas braguitas rojas, de encaje, que tan cachondo debían de ponerle a usted. ¿A qué otra mujer pertenecían las restantes prendas encontradas en su habitación?

– A una chica, una secretaria que convivió conmigo hace algún tiempo.

– ¿Qué fue de ella, también la liquidó?

Monzón le miró, escandalizado.

– Se casó, pero dejó parte de sus cosas.

Buj asintió con la cabeza, como haciéndose cargo.

– ¿Con cuántas mujeres, exactamente, ha estado usted relacionado en los últimos meses, amigo Monzón?

– Con varias, ya le digo.

– ¿Tres, cuatro? -calculó el inspector.

– Quizá con alguna más.

Buj soltó un silbido de admiración.

– Así que está hecho usted todo un Casanova.

– Me gustan las mujeres, ya le digo.

– Me lo ha dicho, sí. ¿Qué es lo que más le atrae de ellas, su piel?

El vigilante hizo un gesto de rabia.

– Ya veo que van a por mí. ¡Ahora sí llamaré a un abogado!

El Hipopótamo le mostró las palmas de las manos.

– Está en su derecho, somos respetuosos con la ley. Salga al pasillo, diríjase al agente de guardia y pídale por favor las páginas amarillas.

Juan Monzón se levantó de la silla y se dio la vuelta, pero no pudo llegar a la puerta. El bate le golpeó en los riñones, derribándole al suelo. El detenido gateó e intentó levantarse. Buj le sacudió con el dorso de la mano, lo agarró del cuello y lo estampó contra el tabique.

– ¿Qué está haciendo? ¡Usted no puede…!

El palo volvió a golpearle, esta vez en los muslos. Las piernas del sospechoso se doblaron como si fueran de algodón. Buj le agarró la cabeza entre las manos y le dio un testarazo. Una maceta al romperse no habría sonado peor. A punto de desvanecerse, Monzón gritó:

– ¡Soy inocente!

Buj acercó sus calientes labios a su oído y le susurró:

– Claro, hijo. Y yo soy Sherlock Holmes.

Bate en mano, el Hipopótamo salió de la sala, guardó el palo en la armería, recorrió el pasillo, subió a la primera planta, sacó un café de la máquina, se sentó en el banco de espera de la ventanilla de Pasaportes y se tomó la infusión con calma.

Martina de Santo le vio al entrar en Jefatura, cuando ella regresaba de entrevistarse con David Raisiac. Buj la puso en antecedentes acerca de Monzón y le dijo que le aguardase arriba, en el Grupo. El inspector terminó su café, rebañando el azúcar con la cucharilla de plástico, y volvió a bajar a interrogatorios. Antes de entrar a la sala, recogió el bate del cuarto de armamento.

Haciendo un esfuerzo por conservar la dignidad, Monzón se había sentado en la silla y miraba al frente, como aprestándose a desafiar a un pelotón de fusilamiento.

– Ya lo dice la canción -recomenzó Buj, sentándose a su lado, tan cerca de él que su aliento a café y coñac le llegó al sospechoso en una vaharada-: volvamos a empezar. ¿Todavía quiere llamar a ese abogado?

– He cambiado de opinión.

– Eso está fenómeno. Y con respecto a su inocencia, ¿también ha cambiado de opinión?

– No.

– ¿No las mató usted?

– No.

– ¿No las apuñaló a machetazos, no les cortó las cabelleras y las despojó de su piel?

– ¡No!

Buj suspiró. Se bajó los tirantes, que siempre le molestaban cuando tenía que emplearse a fondo y, antes de que el sospechoso pudiera protegerse, le disparó el mango del bate contra la nuez. Monzón soltó un alarido y se llevó las manos a la garganta. El inspector lo abofeteó, derribándole de la silla, y empezó a patearlo en el suelo. Levantó el bate y lo dejó caer contra sus intestinos con tal fuerza que los ojos de Monzón se desorbitaron, y de su boca brotó una papilla verdosa.

Durante diez minutos, con breves descansos para recobrar el aliento, Buj lo castigó sin piedad. Cuando estimó que lo había trabajado a conciencia lo agarró del pelo y le obligó a sentarse junto a él. La altanería de Monzón se había transformado en terror.

– Voy a darle una oportunidad, la última -resopló el Hipopótamo-. Si persiste en mentirme, llamaré a mi mujer para que no me espere a cenar, y usted y yo disfrutaremos juntos de una íntima, intensa e inolvidable velada.

Buj alargó la manaza sobre la mesa y conectó el magnetofón.

– ¿Mató usted a Sonia Barca y a Camila Ruiz?

Juan Monzón comenzó a confesar.

Capítulo 60

A las ocho y media de la tarde, Buj subió a Homicidios. Limpió el bate, lo dejó donde solía, atravesado en la falleba de la ventana de su despacho, se puso la chaqueta, reunió a sus hombres y les comunicó:

– Ese mamón de guarda jurado ha cantado la Travista. Juan Monzón se cargó a las dos fulanas, con las que había mantenido relaciones, y a las que explotaba en el terreno sexual.

Buj miró a los agentes, uno por uno. Ni siquiera se les oía respirar.

– A la primera, Sonia Barca, la asesinó después de follársela en el Palacio Cavallería, entre los artefactos de tortura. Se la cepilló a gusto, como correspondía a la última vez que iba a hacerlo, y la apuñaló y desolló con el cuchillo ritual, para hacernos creer que se trataba de un crimen satánico. Su novia le había abierto las puertas para que él entrase al recinto, pero Monzón, a fin de confundirnos, dejó las llaves en su uniforme y salió por la puerta del chaflán, cuya cerradura forzó con una palanqueta, cerrándola con el mismo sistema al huir. Durante dos días, Monzón conservó la piel de Sonia en el armario de su habitación, colgada de una percha junto a los vestidos de la chica muerta, hasta que el cuero empezó a oler y lo arrojó a un contenedor, envolviéndolo en una manta.

El Hipopótamo hizo una pausa. Sus agentes le escuchaban casi con fascinación. Salvo Martina de Santo, que parecía muy entretenida jugando con la cadena de la que le colgaba la placa.

Buj tomó aire y remató:

– A su segunda víctima, Camila Ruiz, la mató de la misma manera. Se la ligó en el Stork Club, y se la estuvo tirando desde el pasado martes. Ayer noche, a la salida del cabaret, con la excusa de dar un paseo romántico, Monzón llevó a Camila al puerto y la atacó por sorpresa. La apuñaló varias veces, le arrancó la cabellera y la piel, las metió en una bolsa y huyó de allí. Regresó a Entremos, a las naves en las que ficha como vigilante nocturno, y guardó la bolsa, con los restos humanos y el cuchillo azteca, en su taquilla. A las ocho de la mañana, como todos los días, salió de trabajar, caminó hasta el puerto petrolero, subió a los acantilados del Monte Orgaz, llenó la bolsa de piedras y la arrojó al mar. Quizá podamos encontrarla, si pedimos colaboración a los buzos de la Guardia Civil. ¿Alguna pregunta?

– ¿Por qué lo hizo? -cuestionó Martina.

– Se trata de un enfermo. Casanova en versión psicópata.

– ¿Qué hay de su cómplice?

El tono de Buj fue de censura.

– No los hubo. Actuó solo.

– ¿Y el testigo del puerto? ¿Y el coche que fue visto en los escenarios de los crímenes?

– Tampoco hubo coche, De Santo, y en cuanto a ese testimonio… Todos sabemos que el garrafón provoca delirium tremens.

Los investigadores intercambiaron un coro de moderadas risas. La resolución del caso era una grata noticia. Esa noche podrían descansar, en vez de seguir buscando por toda la ciudad pieles humanas, pentáculos y siervos de Satán. El agente Carrasco se expresó en nombre de todos: