– Buen trabajo, señor. Me ofrezco para transcribir la confesión de Monzón y ultimar el informe pericial.
– Pensaba encargarle esa tarea a De Santo -repuso Buj, mirando a la subinspectora con una expresión entre vengativa y triunfal.
– Lo haría muy a gusto, inspector, pero tengo entradas para el teatro y no me gustaría llegar tarde. Si me disculpan.
En medio del estupor de sus colegas, Martina cogió su gabardina, se enfundó la pistola y abandonó la brigada.
Al doblar el corredor, se tropezó con el inspector Lomas, de Asuntos Internos, que se dirigía hacia el Grupo. La suya, pensó la subinspectora, sería la primera felicitación oficial para Ernesto Buj. Si el gabinete de prensa recibía autorización para ello, los periódicos reflejarían al día siguiente la rápida y brillante solución del caso de las mujeres desolladas. El palmarés del inspector iba a orlarse de gloria. A Martina no le importó.
Capítulo 61
Horacio Muñoz estaba en el archivo, esperándola. Se había recortado la barba y el pelo. Sin llegar a resultar un árbitro de la elegancia, lucía con galanura un traje negro y una corbata gris perla.
– ¿Vamos?
– Listo -dijo Horacio, descolgando del perchero un abrigo un tanto raído-. ¿Qué tal?
– Bastante presentable -aprobó Martina-. Ese traje le sienta muy bien. Debería ponérselo más a menudo.
– Lo guardo para los entierros -comentó el archivero-. Mi mujer dice que huele a mortaja.
Martina sonrió. Horacio apagó las luces del archivo y la siguió hasta las escaleras de Jefatura. En la avenida encontraron un taxi. La subinspectora proporcionó al conductor la dirección del Teatro Fénix.
– Monzón ha confesado -le reveló Martina, arrellanándose en el asiento.
Horacio no se asombró.
– Lo imaginaba. Me asomé a la sala de interrogatorios y vi al Hipopótamo esgrimiendo su bate de béisbol. El sospechoso estaba a cuatro patas, recibiendo de lo lindo. Cualquier día, los de Amnistía Internacional nos van a meter un paquete.
– Los tiempos no están cambiando -se resignó Martina.
– Tampoco usted, subinspectora. Ya que me había invitado al teatro, me hice la ilusión de que se presentaría con ese vestido de piel que lucía la otra noche.
– No tuve tiempo para cambiarme. Hice una visita a la doctora Insausti, en su apartamento de la plaza del Carmen. David Raisiac estaba con ella. Pasaron juntos la noche de ayer. No es una coartada firme, pero los sacará del apuro.
– El caso está resuelto, Martina -epilogó Horacio-. No le dé más vueltas. Relájese.
La platea del Teatro Fénix se hallaba prácticamente llena. Martina había conseguido dos entradas en primera fila, justo enfrente del proscenio. Horacio y ella ocuparon sus butacas. Minutos después, se alzó el telón de boca y comenzó la representación.
Las puertas que simbolizaban el palacio de Tebas y el gineceo fueron dando paso a los actores. La luz del escenario bañaba las primeras filas con un celeste resplandor. Los focos arrancaban púrpuras destellos al paralelepípedo que hacía las veces de trono. Creonte presidía el juicio de Antígona. Martina reconoció la voz de Alfredo Flin:
Ahora que ellos, con dos muertes en un solo día, han perecido, hiriendo y herido cada uno, y manchados los dos con su propia sangre, queda ya en mi mano el poder todo y el trono de Tebas, por mi estrecho parentesco con los muertos.
– Qué belleza -murmuró Horacio-. Esto es mucho mejor que un funeral, con la ventaja de que puedes ir vestido de la misma forma.
Sin apartar los ojos de la escena, la subinspectora hizo un gesto receptivo, pero, realmente, estaba sólo atenta a la figura de Antígona. En el primer cuadro, sin apenas moverse de la trampilla del apuntador, Gloria Lamasón, tal como ya había acreditado en el día del debut, firmó una interpretación casi sobrenatural. Poco a poco, sin embargo, la diva se había ido retirando del proscenio, hasta declamar desde el telón de fondo, por lo que su tono se perdía un tanto.
La función duraba dos horas, pero a Horacio Muñoz se le pasaron en un suspiro. Cuando cayó el telón, el archivero se levantó de su asiento y rompió a aplaudir con entusiasmo.
– ¡Ha sido maravilloso, subinspectora! -exclamaba Horacio, con los ojos brillantes de emoción-. ¡Y ella, Antígona, qué sublime papel!
– ¿Le gustaría saludar a la actriz? -propuso Martina, mientras aplaudía con cortesía.
– ¿Lo dice en serio?
– Conozco a uno de los actores, el que encarna al adivino Tiresias. Puedo pedirle que Gloria Lamasón nos reciba en su camerino.
Desbordado ante esa perspectiva, el archivero se rompió las manos aplaudiendo, e incluso articuló algún que otro «¡bravo!» cada vez que todos los miembros de la compañía, cogidos de las manos, se acercaban a saludar a los espectadores. En una muestra de modestia, Gloria Lamasón se limitó a asomarse entre bambalinas. Dedicó una reverencia al público, aceptó un ramo de flores y, con un majestuoso gesto, propio de una heroína de la Antigüedad clásica, delegó el éxito en el resto del elenco. Electrizado, el Teatro Fénix se vino abajo.
– Todavía estoy flotando -dijo Horacio, cuando salieron al vestíbulo.
La subinspectora había encendido un cigarrillo, para aguardar a que saliera la gente. Cuando calculó que la diva habría tenido tiempo de cambiarse, indicó al archivero que la siguiera.
Accedieron al espacio de actores y preguntaron a los figurantes del coro por el camerino de Gloria Lamasón. Martina tocó discretamente a la puerta. «Un momento», repuso una voz masculina. Al cabo del rato salió María Bacamorta, todavía caracterizada de Eurídice. Miró a la subinspectora, con aprensión, y la rehuyó, alejándose hacia su propio camerino. Pasado otro minuto, Toni Lagreca abrió la puerta del camerino principal. Iba de calle, con una cazadora negra y vaqueros del mismo color.
– ¡Martina, eres tú! No sabía que ibas a venir esta noche.
– Disfruté tanto con vuestro debut que he decidido repetir. Me acompaña un amigo, el agente Muñoz.
– Tanto gusto -dijo el actor, tendiéndole la mano.
– Un placer, señor Lagreca -dijo el archivero, tan corrido que tartamudeaba un poco-. Ha estado portentoso. ¿Querrá firmarme un autógrafo, o dedicarme el programa?
– Desde luego -sonrió Lagreca-. Por un amigo de Martina puedo hacer ambas cosas.
Mientras Lagreca firmaba sus dedicatorias, la puerta del camerino se abrió con brusquedad y Gloria Lamasón, con un abrigo de visón y la cabeza cubierta por un gorro de astracán, salió precipitadamente, mirando al suelo. Martina fue hacia ella, y ambas tropezaron. A la diva se le cayó el bolso. Un monedero, unas gafas negras y la llave de la habitación 305 del Hotel Palma del Mar rodaron por el suelo.
– Disculpe -dijo Martina-. Ha sido culpa mía. Quería pedirle un autógrafo y…
La subinspectora la ayudó a recoger sus cosas. Horacio se le acercó, con el programa en la mano.
– ¿Podría firmarme aquí? -le rogó.
La diva lo hizo con dificultad, debido a que llevaba guantes.
– También han debido de caérsele estas pastillas -dijo Martina, sosteniendo en su palma las dos cápsulas rosadas.
Gloria Lamasón cogió las píldoras, sin apenas mirarlas, y se puso las gafas oscuras.
– Gracias. ¿Vienes, Toni?
Lagreca se despidió de ellos y salió con la estrella por la puerta de actores, situada en la fachada posterior del teatro. En un puro éxtasis, Horacio apoyó las manos sobre los hombros de Martina.
– Nunca olvidaré, subinspectora…