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– Déjese de tonterías -le cortó ella-. Tenemos trabajo.

Capítulo 62

El archivero puso cara de no comprender nada, pero siguió a la subinspectora a través del dédalo de camerinos, hasta regresar al vestíbulo del teatro. Fuera, en la calle, hacía frío. Martina consultó su reloj. Faltaban unos minutos para la medianoche.

– ¿Le apetece tomar una copa?

– ¿Por qué no? -aceptó el archivero; sin embargo, la tensa expresión de la subinspectora, que él tan bien conocía, le advirtió de que algo imprevisto iba a suceder-. ¡Esto hay que celebrarlo!

– Puede que sí -dijo Martina, parando un taxi. Ambos se acomodaron en el interior-. Al Hotel Palma del Mar.

– ¿No es el de los actores? -preguntó Horacio-. ¿Vamos a celebrarlo con ellos?

– Puede que sí -repitió la subinspectora.

El taxi los dejó en la puerta del hotel. Martina pagó la carrera y ambos entraron en el área de recepción. La subinspectora se acercó al mostrador y preguntó por la señorita María Bacamorta, de la Compañía Nacional de Teatro. El conserje le contestó que se encontraba en su habitación (la 107, observó la subinspectora), pero que había rogado que no la importunasen. Martina asintió, comprensivamente, y precedió a Horacio hasta la cafetería de la planta baja. El mármol blanco del suelo rechinó bajo las botas de la mujer policía. Un barman con pajarita les preguntó qué deseaban.

– Malta escocés. Que sea doble, y con mucho hielo.

– Lo mismo para mí -pidió Horacio.

El camarero colocó los posavasos y les sirvió los licores. Martina probó un sorbo y anunció:

– Voy a subir.

– ¿Adónde?

– A la habitación 305. Usted espéreme aquí. Si no he regresado en un cuarto de hora, eche esa puerta abajo.

Horacio iba a preguntarle varias cosas a la vez, pero Martina se dirigía ya hacia un ascensor.

Confuso, el archivero la vio desaparecer entre las hojas de acero. Horacio se quitó el abrigo, lo dobló sobre el respaldo de un taburete y bebió un trago de su copa. Por si acaso, y aunque no podía entender qué diablos se proponía hacer la subinspectora, empezó a contar los minutos.

Capítulo 63

Martina había tardado cuarenta segundos en subir a la habitación 305. Era una de las suites principales, con dos puertas. Para llamar, la subinspectora eligió la de servicio. La voz de Toni Lagreca se escuchó al otro lado.

– ¿Quién?

– María -susurró Martina, pegándose al quicio.

– Un momento, cariño.

Lagreca abrió la puerta y se retiró para dejarla pasar. La luz del pasillo iluminó la mitad de su cuerpo. Encima de su piel desnuda, el actor sólo llevaba un albornoz blanco, con el anagrama del hotel, una hoja de palmera bordada en hilo esmeralda. Al darse cuenta de la suplantación, Lagreca empujó a Martina, intentando expulsarla de la suite. La subinspectora sacó la pistola y le golpeó con la culata. El actor contuvo un grito y retrocedió hacia el interior de la habitación. La puerta de servicio quedó entornada.

– No te muevas, Toni -ordenó Martina, en voz baja.

Las luces de la suite estaban apagadas. Alguien había corrido las cortinas del gran ventanal que daba al mar. La débil claridad de la noche apenas permitía distinguir los contornos de los muebles. Cuando los ojos de Martina se acostumbraron a la penumbra, la subinspectora creyó ver una silueta sobre la cama del dormitorio.

– La función ha terminado, Toni. Ahora muévete muy despacio y enciende una luz. Estoy apuntándote, y no dudaré en disparar.

Lagreca tropezó con algo, trastabilló y prendió una lámpara de pie.

Martina miró hacia la cama, e inmediatamente retrocedió. La pistola temblaba en su mano.

El haz de la lámpara llegaba atenuado al fondo del dormitorio, pero fue suficiente para revelarle el móvil de los crímenes.

Capítulo 64

Desde la eternidad, Camila Ruiz agitó su melena rubia y se desperezó sobre el edredón. Los brazos muertos le quedaron colgando como zarpas de una estola.

El rostro de la mujer desollada buscó a Martina de Santo. Extendió una mano hacia la subinspectora, como convocándola al lugar sin tiempo desde el que la llamaba, y recitó, con la clara y solemne voz de Antígona:

– ¿Deseas algo más grave que darme muerte?

– ¿Quién está dentro de usted? -preguntó la subinspectora, luchando contra un supersticioso terror.

– Mi alma tiempo ha que está muerta, para poder ayudar a los muertos.

– No siga hablando -se estremeció Martina-. Voy a sacarla de aquí.

– ¿De mi cárcel perpetua, de mi mansión subterránea?

En ese instante, se oyó la explosión de un plomo, y la luz se apagó. Antes de que se desvaneciese, Martina había visto cómo Lagreca arrancaba la lámpara y la enarbolaba delante de ella. En la oscuridad, la tulipa le golpeó en la cabeza. La subinspectora perdió el equilibrio. Al ir a incorporarse, su Star se disparó accidentalmente. El actor cayó un segundo después. Gimiendo, comenzó a arrastrarse hacia el office.

– ¿Toni? -gritó la mujer.

Nadie contestó. El disparo debía de haberse escuchado en otras habitaciones. Desde el pasillo, a través de la entornada puerta de servicio, se oyeron voces, pasos que corrían.

Martina avanzó hacia la cama. La silueta de Camila Ruiz, difuminada en la penumbra, protegía su desnudez oprimiendo un almohadón contra su pecho. La voz de Antígona preguntó:

– ¿Toni ha muerto?

– ¿Le importaría?

– En realidad, es como si ya lo estuviera. Tampoco él iba a tardar en morir.

Sin el menor ruido, Martina comenzó a rodear el lecho.

– Y a usted, ¿cuánto le queda de vida?

– Dependerá de ellas, de mis vírgenes.

La subinspectora notó el calor de la culata, sudor en las manos.

– ¿Qué plazo le dieron los médicos?

– Menos de tres meses. Pero se equivocan. Hay vida dentro de la vida.

– ¿Tiene miedo?

El espectro se agitó.

– ¿Usted no lo tendría, si el mal que la devora y embrutece le roba la belleza y el alma?

Martina le apoyó con suavidad el cañón en la frente. A la grisácea luz que ascendía del muelle, el rostro del cadáver pareció sonreír. Con la misma suavidad, la subinspectora preguntó:

– ¿Planeó usted los crímenes?

– Hágame un favor: dispare. ¡Hágalo, se lo suplico!

– ¿Fue él?

– No. ¿Toni?

Desde el office se escuchó un quejido. La mujer encañonada se lamentó:

– Sólo está herido. Debería haberlo matado.

– ¿Tanto le odia? -preguntó Martina.

– Mi odio y mi vergüenza no se pueden medir.

– ¿Qué es lo que tanto la humilla?

– ¿Quiere saberlo? ¿Desea verme, tal como soy?

Martina retrocedió hasta dar con un interruptor. Lo accionó. Una hilera de bombillas irradió del techo.

– ¡Acérquese más!

La subinspectora vaciló. La sensación de irrealidad era tan intensa que la dejó sin fuerzas. Se sentó en el filo de la cama y apoyó la pistola en el edredón.

En los ojos de la mujer desollada brillaba el resplandor de las lágrimas. Camila Ruiz se despojó de su piel, y Gloria Lamasón mostró a Martina la suya. El ralo cabello le caía a la actriz en sucios mechones. Su cuero cabelludo se transparentaba, y todo su cuerpo era una llaga. Bulbos y pústulas le cubrían los fláccidos pechos, las cadavéricas extremidades, y comenzaban a extenderse por el cuello, amenazando corromper también su divino rostro. Martina se encogió hacia los pies del lecho.