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– ¿Cómo se infectó?

– Toni me contagió, pero no tardará en desarrollar el mal. Pronto me seguirá a la tumba. Ahora, ya lo sabe. ¡Lástima que no vaya a poder revelar mi pequeño secreto, salvo al demonio que la reciba en el infierno!

Martina miró hacia atrás. La habitación estaba desierta, y la puerta del cuarto de baño seguía cerrada. La subinspectora preguntó, con voz de humo:

– ¿Hay alguien más con usted, dentro de usted?

Antígona le clavó sus ojos muertos y recitó:

– No te angusties por mí, cuida de enderezar tu suerte.

En ese instante, se oyó el rugido de un loco. La puerta del cuarto de baño se abrió y la blanca sombra de otra mujer que aferraba un cuchillo se abalanzó contra la subinspectora.

Martina agarró la pistola, giró sobre sí misma y cayó a la moqueta. La visión que tenía delante la paralizó. Con el cabello enmarañado y las manos sin vida oscilándole a los costados, Sonia Barca la miró desde el otro lado de la muerte. Alzó los brazos y volvió a lanzarse contra Martina esgrimiendo un negro cuchillo.

La subinspectora abrió fuego, y siguió disparando hasta que el rostro de Sonia la salpicó de sangre. Martina empujó el cuerpo, que resbaló a su lado, se puso en pie y dejó la pistola sobre la cama. Temblaba.

– ¡Subinspectora! -gritó una voz.

Horacio Muñoz acababa de aparecer en la suite. Había visto a un hombre herido en el office, y enseguida descubrió al segundo cuerpo, caído en el dormitorio.

Con el corazón galopándole, el archivero se detuvo en el centro de la habitación. Desde el lecho, una anciana espectral, infectada de una lepra que la cubría por entero, sostenía en las manos lo que parecía una piel humana. La cabellera de la mujer desollada se desparramaba sobre sus muslos, como un despeinado postizo.

Horacio apenas pudo reconocer a Gloria Lamasón. La actriz contemplaba la escena con una mirada moribunda, pero diabólicamente feliz. Y también sonó dichosa su voz cuando la actriz, encarnándose por última vez en Antígona, declamó para un público imaginario, o para los gusanos que pronto criaría:

– ¡Tumba, a ti voy ya en busca de los míos, que son incontables!

Gloria Lamasón reptó sobre la cama, cogió la pistola de la subinspectora y se introdujo el cañón en la boca. Martina se precipitó hacia los almohadones, pero no pudo evitar su acción. El disparo hizo estallar el cráneo de Antígona. Esquirlas de hueso saltaron contra el cabezal, y por la fractura del occipital escapó una materia viva. La luz de los ojos de Gloria Lamasón se extinguió como una vacilante llama.

– ¿Está usted herida, Martina? -exclamó el archivero.

Detrás de Horacio, la subinspectora entrevió al portero de la recepción y a una camarera de habitaciones con la cara dilatada por un miedo inhumano.

– La sangre no es mía. Diga a esa gente que se retire de aquí. Vaya a la habitación de María Bacamorta, la 107, y proceda a su detención.

– ¿De qué la acuso?

– Del asesinato de su hermana gemela, y de complicidad en los crímenes de las mujeres desolladas.

Horacio desapareció. La subinspectora limpió la Star, la enfundó y se arrodilló junto al cuerpo del hombre caído junto a la cama. Le retiró la melena rubia, espesa y lisa, que había enmarcado en vida el hermoso rostro de Sonia Barca, y fue despegando la epidermis adherida a la suya. La piel se desprendió a jirones, como un húmedo pergamino.

Su segunda bala del nueve corto había perforado el corazón de Alfredo Flin. La diestra del profesor de teatro empuñaba todavía el cuchillo azteca.

Y aún, en un espasmo póstumo, como si la mariposa de obsidiana aletease ante sus ojos sin vida, la mano de Flin se agitó y se movió unos centímetros cuando la sub inspectora separó el cuchillo sacrificial de sus dedos; pudo sentir, al contacto con el filo, su fría y peligrosa seducción.

EPÍLOGO

Era 20 de enero, y el tiempo no podía ser bueno, pero durante toda esa semana el frío no había hecho acto de presencia.

Llovía a menudo, casi todas las tardes. A la subinspectora no sólo no le molestaba, sino que, en cuanto caían las primeras gotas, cogía la gabardina, salía de la posada en la que se hospedaba y caminaba por la orilla del mar, disfrutando de las puestas de sol.

Un poco antes del anochecer, el Volkswagen de Horacio Muñoz se confundió con las dunas, desapareció y volvió a ronronear cerca ya de Playa Quemada, la reserva natural situada a cincuenta kilómetros de la capital, en la costa occidental.

Horacio bajó del coche y subió a las dunas. El sol poniente le dio en la cara, pero no le deslumbró. Desde las rocas, junto a las rompientes, Martina le hizo una seña.

Horacio descendió con dificultad por las dunas. Casi se alegró al pisar la franja de arena húmeda donde su zapato ortopédico, al menos, no se enterraba. Atravesó el arenal y se encaramó a la roca plana donde la subinspectora permanecía sentada, la melena flotando al impulso de la brisa. Desde ese observatorio sólo se veía la inmensidad del mar. Una bandada de patos marinos cruzaba el cielo en formación de flecha.

– Me alegro de verla, subinspectora.

Martina iba descalza. Llevaba una sudadera y un pantalón de lino recogido hasta las rodillas.

– Y yo de que haya venido.

Alrededor de las rocas, olas de color magenta estallaban en rodillos de espuma. Cubierto de nubes, el sol se hundía en el mar.

El archivero le notificó:

– En todos estos días, la prensa no ha parado de llamar. Se está convirtiendo usted en una celebridad.

– Ignoro por qué. Supongo que andarán escasos de noticias.

– Eso será. ¿Sabe? He comenzado a tomar notas en unos cuadernos y quería…

– ¿Apuntes sobre qué, Horacio?

– Sobre sus casos, subinspectora. Alguien tiene que registrarlos, guardarlos para la posteridad.

Martina le amonestó:

– Usted es un agente, Horacio, no un escritor. En cuanto a la posteridad, todavía no conozco a nadie que haya regresado de ese pretencioso retiro.

Horacio añadió, con sinceridad:

– Quería decirle otra cosa: gracias a su apoyo, he vuelto a sentirme un policía.

– Eso ya me halaga más. ¿Le apetece dar un paseo?

Bajaron del promontorio rocoso y comenzaron a caminar por la playa. Martina sacó un cigarrillo y lo encendió protegiéndolo del viento.

– ¿Qué novedades me trae de Bolscan?

– Buenas noticias, subinspectora. Desde que regresó a su puesto, el comisario Satrústegui se ha concentrado en cerrar los flecos del caso. Ha resuelto el motivo de la falsa coartada de Néstor Raisiac y de su ayudante, la arqueóloga Cristina Insausti. Frente a la certeza de que el cuchillo azteca con el que se había cometido el crimen revelaría sus huellas, se dejaron llevar por el temor de ser imputados en un asesinato y urdieron la amañada versión de la que usted ya desconfió… Le comenté al comisario que venía a verla, y me dio recuerdos para usted. Realmente, le ha salvado el pellejo. Por un momento, se lo confieso, pensé que Satrústegui era el criminal. ¿También usted lo llegó a temer?

Martina se agachó para recoger una concha. Era blanca, con un delicado corazón de nácar. La guardó.

– La investigación de un sospechoso debe basarse en las pruebas, Horacio, no en el grado de sospecha. Pero debo reconocer que, ciertamente, concurrían contra Satrústegui serios indicios de culpabilidad. Tenía, para cometer el primer crimen, el de Sonia Barca, un móviclass="underline" el despecho, los celos. Y tuvo, asimismo, la oportunidad de llevarlo a cabo. Pero su perfil no se ajustaba al del asesino, a menos que el comisario hubiese estudiado Medicina, sin hacerlo constar en su curriculum, y que, además de ser un notable escalador, calzara, en lugar de un cuarenta y cuatro, tres números menos.