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Eran las nueve de la noche. Tenía que dirigirse a su nuevo trabajo, pero se quedó contemplando, embobada, el cuerpo de Juan. La flor de loto de su nalga izquierda se abría a narcóticas promesas, al opio de los placeres prohibidos, y los tatuajes de sus bíceps parecían grabados con el hierro de la pasión. Su pene se había hinchado, como si Juan estuviera soñando con sensuales imágenes. Un chispazo eléctrico recorrió la espina dorsal de Sonia. Habría querido sentir ese cerrojo entre sus piernas y exprimir a su semental. En lugar de eso, le programó el despertador, se despidió de él con un beso secreto, se puso un anorak sobre su chaquetilla de guarda de seguridad, bajó las escaleras y salió a la calle.

No volvió la vista atrás en todo el trayecto, y por eso, ni a lo largo de la calle Cuchilleros ni en la encrucijada con la calle de las Vírgenes, en la que se radicaban la sala porno y unos cuantos y sórdidos burdeles, pudo ver al desconocido que la seguía por el dédalo del barrio gótico, a prudente distancia. Si la chica acortaba el paso, su perseguidor hacía lo propio. Si Sonia se detenía ante un semáforo, el extraño miraba un escaparate.

Mientras se encaminaba al Palacio Cavallería, Sonia no sospechó que nunca más volvería a ver a Juan Monzón ni a ninguno de los hombres que habían inspirado su teoría sobre la piel femenina como una tierra fértil para la amapola del placer.

Capítulo 9

– ¡Soy yo, Martina! -exclamó una voz en la oscuridad-. ¡No dispare!

La subinspectora bajó el arma. A la luz de la linterna, no tardó en reconocer al ex agente Horacio Muñoz, responsable del archivo de la Jefatura Superior de Policía de Bolscan.

Tranquilizada, enfundó la Star. Debido a su bota ortopédica, Horacio avanzó a trompicones por las resbaladizas piedras. El viento agitaba su cabello entrecano, demasiado crecido. Su barba de apóstol se esponjaba con la humedad, confiriéndole el aspecto de un lunático. En su rostro destacaban los ojos, acuosos y tímidos.

La subinspectora tuvo que forzar la voz para hacerse oír a través del vendavaclass="underline"

– ¿Qué está haciendo aquí? ¡He estado a punto de descerrajarle un tiro!

Renqueando, el archivero se situó a un paso de ella. Martina le había apartado el foco de la cara. Horacio anunció:

– Hay novedades, subinspectora. La testigo Betancourt puede hallarse en dificultades. Su familia ha denunciado su desaparición. Pensé que le gustaría saberlo.

Martina se caló el cuello de la gabardina. Un frío que nada tenía que ver con el temporal se le estaba introduciendo bajo la piel.

– Está usted lívida -observó Horacio-. ¿Se encuentra bien?

– ¿Cómo se ha enterado?

– Por el agente de guardia. Le oí hablar con un periodista.

– Vamos a los coches. Venga, le ayudaré.

– No hará falta -protestó el archivero-. Puedo arreglármelas solo. Si mi condenado pie ha sido capaz de subir hasta aquí…

– La bajada es dura. Resbalará en la nieve.

– Vaya usted delante, subinspectora, y déjeme a mí.

No sin dificultad, fueron descendiendo las moles graníticas, hasta divisar las luces del Saab. El coche de Horacio, un Volkswagen escarabajo de color amarillo, estaba aparcado sobre la nieve. No era vehículo apropiado para un policía, pero el archivero lo justificaba arguyendo que él ya no pertenecía al servicio activo, y que el mal fario no podía castigarle más de lo que ya lo había hecho su torcido destino. Las consecuencias del balazo que, años atrás, recibió en un tobillo, mantenían a Horacio Muñoz apartado de las calles, confinado en un archivo en el que transcurría horas muertas a la espera de ser requerido por los investigadores.

Aunque, en realidad, Horacio siempre estaba ocupado con una u otra labor. Le fascinaba revisar los casos pendientes, o los que se habían cerrado en falso (como el suyo propio, pues sus compañeros jamás detuvieron al atracador que le había disparado en el curso del cerco a una sucursal bancaria), dejando en libertad a sus autores.

En la soledad del archivo, releyendo polvorientos expedientes, Muñoz trataba de colegir qué habría sido de los delincuentes y criminales que, en olvidadas circunstancias, habían burlado la acción policial. ¿Serían, en la actualidad, padres de familia, incluso, por qué no, compañeros suyos, agentes de la Policía Nacional? Ese tipo de enigmas le fascinaba. A menudo, sin comentarlo con sus superiores, Horacio investigaba por su cuenta. Al menos en una ocasión -en el reciente caso de los Hermanos de la Costa-, la subinspectora le había ayudado a resucitar misterios del pasado, el débil eco de voces inocentes que clamaban venganza. Sabía que Martina no aprobaba su actitud, pero era aragonés, era terco.

La pendiente nevada del prado se onduló, se embarró. Muñoz estuvo a punto de resbalar. La subinspectora lo sujetó de un codo. La nieve caía a rachas, nublándoles la visión. Avanzaban despacio.

– ¿Cómo me ha encontrado, Horacio? ¿Me ha estado siguiendo?

– Claro que no. ¿Me cree capaz de hacer algo así?

El gesto de la subinspectora apuntó a que, en efecto, lo consideraba proclive.

Horacio hizo ademán de ahuecar los brazos. Era desmañado en sus gestos.

– No se enfade conmigo, Martina. La explicación es elemental. He venido observando que la carrocería de su coche presenta arañazos, y que los neumáticos conservaban restos de barro húmedo con fragmentos de romero. Desprendí que frecuenta usted algún lugar agreste, donde su auto roza con las ramas bajas de los árboles, y me tomé la libertad de analizar una muestra de ese barro que, a diferencia de la composición caliza, prevalente en las estribaciones de las sierras costeras, era arcilloso. Puesto que el lodo de las ruedas no había tenido tiempo para secarse, su origen debía ser cercano. Y, en las inmediaciones de Bolscan, el Monte Orgaz es la única elevación que reúne tales características, incluida la vegetación esteparia.

Martina sonrió.

– Se está convirtiendo en mi ángel guardián, Horacio. Sólo que a veces prefiero estar sola. No me pregunte por qué.

Sin embargo, el archivero se cuestionó qué tipo de mujer podía encontrar amparo en medio de una solitaria montaña y de una galerna capaz de hundir a un atunero.

– Está usted llena de misterios, Martina. Supongo que forma parte de su encanto.

Protegiendo la llama del viento, Martina encendió un cigarrillo sin dejar de caminar.

– Las mujeres creemos en los misterios, Horacio, pero la idea de rasgar sus velos nos produce una cierta desazón. Quizá, porque sabemos que el mal existe, y que su semilla puede crecer en nuestras entrañas. También sabemos que existe el bien, y que su fuerza es inconstante. Algo en nuestro ser nos remite a la magia, como si algunos de los secretos de la naturaleza estuvieran escritos en nuestra piel, con un código indescifrable. Nada de esto guarda relación con la razón. Lo único que puedo decirle es que, para enfrentarnos al mal, debemos suprimir una parte de nuestra conciencia.

– ¿Cuál?

– El evangelio que sostiene la redención universal.

– ¿No hay perdón, entonces?

En el fondo, y aunque se debía al barro de que están hechas las tramas de los crímenes, a Martina le atraían las paradojas. Repuso:

– Sería desolador, ¿no le parece?

Horacio se retiró el mojado flequillo, antes de opinar:

– La auténtica absolución sólo puede concedérsenos a través del arrepentimiento. Pero yo no conozco a nadie, y mucho menos a un malhechor, cuyo acto de contrición sea del todo sincero.

La subinspectora meditó unos segundos, antes de epigramar:

– El hombre aprendió a hablar, a mentir, para disfrazar sus sentimientos. Pero la disquisición ética no forma parte de nuestro trabajo, ni de la lógica. Nuestra herramienta es la ley.