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Manumatoma le corrigió con suavidad, como si no lo estuviera haciendo.

– Los petroglifos cincelados en la nuca y región dorsal de «La rompedora de olas» responden al canon gráfico del hombre pájaro: cabeza y cuerpo de ave, expresión y extremidades seudohumanas. Hoa Haka Nana la fue tallada en la cantera de Rano Raraku. Suponemos que la depositaron exactamente ahí. -El arqueólogo señaló un montículo cubierto de rala hierba, entre las casas barco.

– ¿Cuál era su función?

Manumatoma admitió:

– No lo sabemos con certeza, pues carecemos de fuentes directas. Suponemos que, bajo la benévola mirada del dios Make Make, «La rompedora de olas» asistiría a los participantes en el ritual del hombre pájaro. Tal vez encarnase a una deidad materna, relacionada con la fertilidad, a una hija de la diosa tierra o a la propia diosa; tal vez, a alguna princesa del linaje de Hotu Matua, descubridor y primer rey de la isla… Los ingleses se la llevaron, en fin, del mismo modo que, para decirlo de una manera eufemística, tomaron prestados, indefinidamente, otros tesoros de Polinesia. En 1868, empleando poleas y palancas, más los brazos de trescientos hombres, embarcaron a «La rompedora de olas» en el Topaze, rumbo a Londres, y en la capital británica sigue desde entonces. El Gobierno chileno ha emprendido gestiones para recuperar esa maravillosa escultura, pero ya sabe usted lo que suele ocurrir con tal tipo de reclamaciones.

– Supongo que hay que ser constante.

– Las autoridades chilenas han insistido, en vano.

– Los ingleses tampoco nos han devuelto Gibraltar -ironizó Camargo.

Manumatoma no ocultó cierta animadversión.

– Son obstinados, muy cierto.

– También nosotros -sostuvo el empresario, sin evidenciar en qué sentido.

– «Obstinado» no sería el término para definirle a usted, don Francisco. Mejor…

– Suéltelo, estoy acostumbrado a oír de todo sobre mí.

– ¿Persuasivo?

– ¡Nunca! Esa es una virtud más bien… femenina. Déjelo, amigo Manumatoma, usted apenas me conoce.

– Tiene razón -admitió el arqueólogo, no sin pensar, y no sin ironía, que, en esa aplicación específica, la ignorancia podía ser redentora.

El financiero torció su recia cabeza, como si algo le hubiese disgustado, pero lo que anunció no sonó negativo.

– Llegará a conocerme, se lo aseguro. Tengo grandes planes para esta isla. Y para usted.

– ¿Para mí? -se asombró el profesor.

– Así es -reiteró Camargo, sonriendo astutamente-. Para usted.

El arqueólogo hizo gesto de sentirse abrumado.

– ¿En qué más podría beneficiarme, señor Camargo? Bastante generoso ha sido conmigo.

– Esto es solo el principio. Usted déjeme hacer.

Manumatoma tenía otra pregunta en la punta de la lengua, pero su interlocutor acababa de darle la espalda para continuar ascendiendo hacia las peñas más altas. En cualquier caso, pensó el arqueólogo, el propio Camargo le trasladaría la respuesta antes o después.

«¿Llegaré a ser víctima de la generosidad de este hombre?», se preguntó el profesor, sin tenerlas todas consigo respecto a las pretensiones de su patrocinador. El carácter del banquero le intimidaba, pero Manumatoma sabía mejor que nadie que era demasiado tarde para prescindir de su dispendioso bolsillo.

Bajando la vista y teniendo cuidado para no tropezar con las puntiagudas piedras del camino, el arqueólogo desterró sus dudas éticas al fondo de su conciencia y, en medio del diluvio universal que caía sobre la isla, prosiguió trepando tras la voluminosa espalda del millonario español.

Capítulo 3

A diecisiete mil kilómetros de los olvidados pájaros fragata y hombres pájaro de la isla de Pascua, pero a solo una hora en coche desde Santander o a veinte minutos, caminando, desde Comillas, aquella rapaz había aprendido a no posarse en los colgantes cables de la luz. Lo hacía en la torre de acero, en sus metálicos brazos, o en equilibrio sobre las campanas de vidrio industrial que protegían las bobinas.

Era un ejemplar corpulento. Al enfocarlo con sus prismáticos, Ceferino, el panadero de El Tejo, que vivía sobre la ría, en la lomada alta del pueblo, tenía la impresión de que se le posaba en el puente de la nariz.

Ceferino Martín sabía de estrellas, porque en su juventud había sido marino, y de mujeres, no en vano había enviudado de dos, pero apenas entendía de aves. En su profana opinión, la rapaz que elegía la torre de acero para desparasitarse las plumas y otear el horizonte en busca de carne fresca, o no tan fresca, que llevarse al pico era un águila pescadora.

Su vecino, Jesús Labot, el abogado, había enmendado su error.

– Es un halcón peregrino -había dictaminado Labot, en una de las ocasiones en las que ambos habían coincidido en el camino de carros que comunicaba sus casas, las más alejadas del pueblo.

– ¿Y cómo lo sabe usted?

– Porque ese alado señor va siendo conocido mío -se había adornado el letrado, con florida oratoria.

– ¿Anida cerca?

– Un forestal me indicó que en Punta del Águila, a la umbría del cabo de Oyambre.

– ¿Y qué caza, palomas?

– Y ratones y tórtolas. Es una máquina de matar, infalible cuando sale de cacería. No hace mucho, en el bosque de Los Trastolillos, le vi atacar a una torcaz. Dibujó círculos concéntricos en el cielo y se dejó caer sobre su presa como una piedra.

Tal que si le hubiese golpeado también a él, la dinámica metáfora del abogado Labot pareció aplastar al panadero. Bastante más que de mujeres y astros, Ceferino entendía de crucigramas. Por extensión, de sinónimos. Quizá por eso, había apuntado:

– En lugar de como una piedra, ¿no sería más exacto decir como una flecha?

Una burlona sonrisa había estirado los finos labios de Labot. Al panadero no le resultaban simpáticos los abogados, pero aquel no le caía del todo mal. Jesús Labot tenía buena presencia, era agradable y se comportaba pacíficamente. En su condición de vecino, nunca le había causado problemas. Con los tiempos que corrían, tampoco había que esperar mucho más de un semejante.

– Como una flecha -había repetido Labot, divertido. Atribuía a su pintoresco amigo el panadero un doctorado en sabiduría popular y le entretenía charlar con él-. Tiene razón, suena mejor. Incluso bastante mejor.

– Uno habla como Dios le da a entender -se había justificado Ceferino.

– ¡No se haga de menos, hombre!

– Los que somos iletrados…

– Yo le tengo por un hombre inteligente.

El artesano aceptó el elogio con la misma espontaneidad con que cobraba el pan y apuntaba los pedidos.

– Nunca fui a la escuela, pero le oía decir a mi tío, maestro en Valladolid, que la precisión es al lenguaje como el pentagrama a la música o las caricias a una mujer. -Ceferino se había quedado mirando un tanto ladinamente a Labot. Tenía un ojo achinado, de un golpe recibido de chico-. Usted lo sabrá por experiencia -había añadido el panadero.

Labot había roto a reír.

– ¿El qué? ¿Hablar con propiedad o acariciar apropiadamente a una señora?

A su vecino se le había desatado una cavernosa carcajada. El viento había hecho volar un torbellino de hojas y el lanoso cabello del abogado. Aunque solo tenía cuarenta y cuatro años, una orla de canas le clareaba la sien. Jesús Labot parecía bastante mayor de lo que realmente era.

– A veces -había comentado acto seguido el abogado, como si de repente le hubiese asaltado un turbión de malos recuerdos-, la suerte de mis clientes depende de un testimonio. Exagerando, de una circunstancia. Y, exagerando todavía más, de una sola palabra.

– Eso no parece justo -había objetado Ceferino.

– No siempre la justicia lo es -fue la sentencia de Labot, dictada con ese tono desencantado y grave con que los hombres de leyes dudan a veces de la eficacia de las normas jurídicas.