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El otro lo tradujo a su idioma.

– ¿Qué quiere decir, abogado? ¿Que pagan justos por pecadores?

– O no paga nadie. Hay infinidad de grietas en las puertas de la ley. Antes o después, esas puertas se cierran. Voy a darle un buen consejo, Ceferino, y espero de corazón que no se vea obligado a ponerlo en práctica. No las atraviese. No pretenda ir más allá de su umbral. Absténgase de meterse en juicios. Recuerde la regla de oro escrita en el frontispicio del sentido común de nuestro oficio: más vale un mal acuerdo que un buen pleito.

– Aplíquese el cuento.

– ¿Por qué lo dice?

– Porque en pleitos no sé, pero en líos sí se mete usted.

– ¿En qué líos?

– ¿Cree que no leo los periódicos? Siempre sale rodeado de malas compañías.

Labot había enarcado las cejas.

– ¿Se está refiriendo a mis clientes? Son personas como nosotros.

– ¡Alto ahí! Yo no he desplumado a nadie ni voy esgrimiendo una pistola.

Labot se había puesto serio.

– Le insisto: por muy condenables que mis defendidos aparezcan a los ojos de la sociedad, son seres humanos y merecen el amparo de nuestro sistema legal.

– Sincérese conmigo, abogado. ¿No le gustaría dedicarse a otra cosa?

– Es tarde para cambiar de oficio.

– Tenga cuidado o acabará pareciéndose a sus clientes.

Como reproche, si lo era, resultaba desmesurado, pero Labot, atribuyendo el exabrupto al modo de ser montañés y a la edad de Ceferino, no llegó a considerarlo tal y encajó el comentario con humildad. Cuando estaba en El Tejo, en pleno campo, rodeado de naturaleza y en contacto con gente sencilla, el abogado procuraba adoptar una personalidad más campechana, raseándose con lugareños y vaqueros.

– Puede que no le falte razón. Mi mujer cree que asumo demasiados riesgos, pero me limito a ser consecuente. En el ejercicio de la abogacía he aplicado siempre, desde mi primer caso, un principio básico.

Como para compensar su anterior grosería, el panadero se había mostrado más cortés.

– ¿Me consideraría un atrevido si le pregunto cuál?

– Claro que no, Ceferino. Le responderé con mucho gusto. Un hombre cualquiera lo sigue siendo por encima de la imputación de un delito. Por encima, incluso, de su culpabilidad. Esa es la clave.

– Pero un asesino…

– No, Ceferino, no siga por esa vía. Si de algo estoy orgulloso es de no haber rechazado jamás una defensa. Asumo mi responsabilidad, el deber de proporcionar a todo ciudadano, haya hecho lo que haya hecho, una cobertura legal.

– ¿Aunque le haya arrebatado la vida a un semejante?

Labot se había girado para contemplar la playa. El Cantábrico nunca estaba por completo en calma, pero ese día parecía una lámina. Inesperadamente, el abogado sintió ganas de ponerse a pintar. Lo había intentado de joven y algunos cuadros de estudio habían sobrevivido a sus mudanzas. ¿Se animaría a dibujar de nuevo? La cuestión era: ¿de dónde sacar el tiempo?

Aparcando sus ensoñaciones, Labot había contestado al panadero:

– Entre mis clientes hay criminales. No uno ni dos ni uno de cada dos, pero los hubo, los hay y los habrá. Algunos de ellos, extremadamente perversos. Sin lamentarlo, como si no tuvieran alma, como si carecieran de la más elemental conciencia, incluso de la condición de seres humanos, asesinaron a sus esposas, a sus padres e hijos, a sus socios, a sus vecinos, a ciudadanos anónimos a quienes ni siquiera conocían. Antes de sacrificarlas a una muerte atroz, torturaron o violaron a sus víctimas. A algunas las destrozaron con armas blancas, a hachazos, a tiros, las arrojaron de un balcón, las despeñaron, las ahogaron en el mar, en un pantano, en un pozo, en cualquiera de los ríos que atraviesan nuestras ciudades…

Labot se había interrumpido, abrumado por tan siniestra relación. Algunas de sus confesiones con criminales habían quedado grabadas para siempre en su memoria. A menudo se despertaba por la noche, empapado en sudor frío, con las grotescas caras de aquellos monstruos flotando ante él.

– ¿Le compensa? -había preguntado el panadero.

Frente a esa cuestión, que hacía tiempo no le formulaban, el abogado no había conseguido evitar cierta duda.

– En el fondo, por supuesto. Aunque el día a día sea duro y el precio, demasiado alto.

– Haga como ese halcón -había sido el consejo de Ceferino-: sobrevuele el terreno.

– ¿Volar? -había repetido Labot, elevando los ojos al cielo-. ¡Quién pudiera!

Capítulo 4

Uno tras otro, Francisco Camargo y Manuel Manumatoma continuaron ascendiendo por la resbaladiza senda del poblado de Orongo.

En jornadas anteriores, Manumatoma había mostrado a su excéntrico mecenas los moais diseminados por la costa y la cantera de Rano Raraku, dejando para el final la visita a Orongo. De las reflexiones de Camargo, el arqueólogo había deducido que los hombres pájaro le inspiraban una exótica morbosidad. Al mostrarle Orongo, el profesor deseaba agradarle por varias razones: porque Camargo le resultaba un hombre enérgico, de cuya capacidad de liderazgo -lindante, eso sí, con el despotismo- cabían esperar planes de futuro y porque los doscientos mil dólares que acababa de donarle bastarían para financiar a su equipo durante los dos próximos años.

– ¿Se cansa? -le preguntó.

– ¡Nada de eso! -replicó el financiero, ascendiendo con ímpetu una rampa de piedras.

A un lado quedaba el acantilado, trescientos metros cortados a pico sobre el mar. Al otro, la suave falda del volcán Rano Kau.

A Camargo le pareció que de aquel paisaje sobrenatural, saturado de un primitivo misticismo, brotaba un aura telúrica, y así se lo comentó al arqueólogo. Este, acostumbrado a trabajar entre aquellas ruinas, a hurgar y reflexionar sobre sus secretos, se limitó a asentir comprensivamente. Todo el que visitaba Orongo experimentaba intensas sensaciones.

El magnate prosiguió con paso vigoroso la ascensión. Parecía tener prisa por llegar a la cima. Esa actitud podía ser representativa de la relación entre ambos. Hasta el momento, el banquero había llevado siempre la iniciativa.

Camargo había ido a buscar al profesor a la Universidad Católica de Santiago de Chile, donde Manumatoma ocupaba la cátedra de Historia Antigua. Con una generosidad que, a primera vista, no aparentaba ocultar segundas intenciones, Camargo le había ofrecido un mecenazgo que ningún científico en su sano juicio (no todos lo estaban, según el banquero) y mínimamente necesitado de patrocinio (aquí sí existía unanimidad) habría podido rechazar. A través de una de las entidades de las que era accionista mayoritario, el Banco Pacífico del Sur, Camargo había puesto sobre la mesa doscientos mil dólares como sufragio para la misión arqueológica de Manumatoma en la bahía de La Pérouse.

En aquella ventosa y salvaje franja costera, situada al noreste de la isla de Pascua, el equipo dirigido por el catedrático acababa de descubrir un ahu, o altar, con varios moais hundidos bajo el agua, cuyo rescate y restauración podría arrojar nuevas luces sobre la industria megalítica de la isla.

Plagada, aún, de interrogantes. Porque, si el transporte a varios kilómetros de distancia de muchos de los más de seiscientos moais tallados en las canteras de Rano Raraku suponía un enigma nunca resuelto de forma plenamente satisfactoria, desentrañar de qué forma aquellas estatuas sumergidas en la bahía de La Pérouse habían llegado hasta uno de los lugares más escarpados de la costa pascuense resultaba harto complejo.

Como tantos otros misterios de la isla de Pascua, aquel parecía cosa de brujería.

Una primera teoría de Manumatoma apuntaba a que los moais sumergidos en La Pérouse habían sido trasladados por vía marítima a bordo de las grandes canoas utilizadas por los nativos en la época de esplendor de Rapa Nui, en torno a mediados del siglo XVII. Por la posición en que las estatuas habían quedado sepultadas bajo las aguas, el arqueólogo sospechaba que los moais de La Pérouse, a diferencia de los restantes, orientados, en su mayoría, con el rostro hacia tierra, a fin de proteger a sus habitantes, habían sido enclavados mirando en dirección al mar.