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Pero no era esa la única peculiaridad del yacimiento de La Pérouse.

En el curso de sus inmersiones, los buzos habían detectado en el entorno del ahu submarino una serie de piedras redondas, varias de las cuales, trabajadas con los mismos instrumentos líticos, raseras y cuchillos de obsidiana, con que se tallaban los moais, mostraban petroglifos de hombre pájaro. Esos bajorrelieves sugerían un progresivo movimiento, como si aquel ser imaginario, mitad hombre, mitad ave, estuviese a punto de levantar el vuelo, abriendo, agitando sus alas para iniciar una carrera que le permitiese despegar del suelo y ascender al firmamento de su misteriosa leyenda.

Pero lo realmente extraordinario del yacimiento marino de La Pérouse descansaba en una esfera lítica a la que las mareas habían arrastrado más lejos que las otras.

Se trataba de una enorme y redondeada piedra de vulcanita y feldespato sumergida a diez metros de profundidad, con un peso estimado de una tonelada. Su bajorrelieve, más que a un hombre pájaro, parecía representar a un astronauta. Una escafandra le cubría la cabeza y lo que, con un poco de imaginación, podría parecer un traje espacial, el resto de la figura. Sus extremidades inferiores no se habían reflejado mediante muñones, según sucedía con la mayoría de los moais, ni con las patas terminadas en uñas o garras, como correspondería a las estandarizadas imágenes del hombre pájaro, sino con unas botas de suela neumática.

Para no alimentar especulaciones de índole espuria e inspiración esotérica, Manumatoma había ordenado a sus colaboradores silenciar el descubrimiento de La Pérouse, al menos hasta que extrajesen del fondo del mar el conjunto de esas esferas líticas, a fin de poder estudiarlas a fondo.

Al margen de los arqueólogos auxiliares y de los buzos que habían descubierto las piezas, nadie en la isla conocía la existencia de tales esferas.

Sin embargo, y de un modo privilegiado, Camargo sí tenía noticia del descubrimiento. La cátedra de Historia Antigua había ingresado los prometidos doscientos mil dólares en concepto de ayuda a la investigación y a Manumatoma le había parecido obligado, siquiera por deferencia, informar del hallazgo a su benefactor. Lo había hecho con lujo de detalles, poniéndole en antecedentes y mostrándole las primeras fotografías subacuáticas, aun a sabiendas de que su convenio con el Grupo Camargo incluía un apartado de cesión de imagen para futuras promociones del Banco Pacífico del Sur. A la hora de firmar el acuerdo de patrocinio, Manumatoma no le había concedido mayor importancia a esa cláusula, redactada de manera un tanto confusa. Había precedentes en ese tipo de convenios, por lo que a nadie en la universidad se le pasó por la imaginación que Camargo se propusiera exprimir las posibilidades publicitarias de una operación en principio «altruista».

Manumatoma tampoco podía imaginar que al banquero le había resultado particularmente sugestiva su imagen personal.

La de Manu Manu, según, cómicamente, apodaban al ilustre profesor rapa nui los miembros del equipo de márquetin del Grupo Camargo, cuyos especialistas se habían literalmente embelesado con la imagen del sabio catedrático. No era de extrañar. Nativo de la isla de Pascua, Manuel Manumatoma poseía la digna estampa de un varón polinesio en su edad madura. Erguido como un moai, con hombros anchos y rectos, una atractiva serenidad emanaba de su piel tostada, color café, y de su rostro de sonrisa franca.

«Respeto», le había atribuido uno de los publicistas.

«Autoridad», había añadido otro.

«Sabiduría», le había investido un tercero.

«¡Hemos descubierto al nuevo padre de Indiana Jones!», había parodiado un cuarto, haciendo reír a todos.

Los técnicos en imagen del Grupo Camargo habían averiguado muchas cosas acerca del profesor. Como especialista en civilizaciones antiguas, Manu Manu poseía un sólido prestigio. Sus trabajos de consolidación de las casas barco de Orongo y sus intervenciones en diversos ahus de la isla habían cimentado su fama como arqueólogo. En su currículo figuraban numerosas misiones arqueológicas diseminadas por las restantes islas de Polinesia, Ecuador, Perú y otros países del área andina. Los expertos del Grupo Camargo habían decidido que cualquier operación publicitaria basada en su figura, aportaciones y descubrimientos combinaría credibilidad e impacto. Funcionaría, en una palabra, contribuyendo a difundir la oferta de servicios del Grupo en la isla de Pascua, Santiago de Chile y otros lugares emblemáticos del Cono Sur americano.

Una última circunstancia, en absoluto menor, había pesado en la secreta «elección» de Manumatoma. El arqueólogo estaba casado con una hermana de Elías Christensen, el gobernador de la isla. A través de ese vínculo, Francisco Camargo confiaba en apuntalar sus proyectos urbanísticos con las autoridades isleñas, a fin de que su tramitación tropezase con el menor número de obstáculos.

Por completo ajeno a esas maniobras, a Manumatoma el modo de ser de su patrocinador, práctico y filantrópico a la vez, le recordaba a otros adinerados personajes. Millonarios norteamericanos, por ejemplo, a los que había conocido y que, al igual de lo que parecía haberle sucedido a Camargo, se habían enamorado de la isla de Pascua, creyendo descubrir entre sus misterios alguna clave personal en relación con su propio destino.

Del banquero español, Manumatoma no sabía gran cosa. Sí, por supuesto, como casi todo el mundo en Pascua, que era dueño de un trust de empresas y del fastuoso hotel, el Easter Island, que iba a ser inaugurado muy pronto, el 31 de diciembre, coincidiendo con el eclipse de sol.

Curiosamente, aunque el Easter Island se estaba levantando a marchas forzadas en las afueras de Hanga Roa, la capital isleña, el banquero había preferido alojarse en una apartada cabaña de la playa de Anakena, al norte de la isla, no lejos de la bahía de La Pérouse.

Manumatoma había preguntado por el motivo de tal decisión a Aurelio Mejía, director del Easter y hombre de confianza de Camargo. Mejía le había respondido que ni él ni nadie podía comprender la actitud del patrón, pues las principales suites del hotel que le pertenecía desde el rótulo de neón de la fachada hasta el último grifo de plata sobredorada estaban habilitadas y perfectamente podía haber ocupado una.

¿Por qué motivo, entonces, el millonario se había alojado, ocultado casi, en un humilde y apartado bungaló?

Capítulo 5

Entre aquellos dos vecinos tan distintos de El Tejo, el abogado Jesús Labot y Ceferino Martín, el panadero jubilado, nunca llegaría a establecerse una auténtica amistad, pero su trato era frecuente y cordial.

Hacía cinco años que los Labot vivían en la pedanía de El Tejo, situada frente al Cantábrico, sesenta kilómetros al oeste de Santander.

Originarios de la capital cántabra, Jesús y su mujer, Sara de Cos, habían descubierto en la costa una saludable alternativa a la vida urbana.

El único inconveniente era la distancia. Desde Comillas no existía enlace ferroviario a Santander y el servicio comarcal de autobuses, con una parada por núcleo urbano, era demasiado lento. Por esa razón, Sara y Jesús se veían obligados a desplazarse en coche hasta la capital tantas veces como sus ocupaciones lo requerían.

Por su parte, los Martín, la familia del panadero, pertenecían a El Tejo desde hacía varias generaciones. Ceferino había vivido allí durante los sesenta años de su existencia.