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Desde que perdió a su segunda esposa, lo hacía en completa soledad.

A causa de las humedades y vientos, la casona de los Martín ofrecía un descuidado aspecto, pero los sillares de piedra arenisca, las balconadas y el tejado orlado de musgo le aportaban el encanto de una morada centenaria, más una pátina de antigüedad, incluso de misterio.

En contraste, la contigua residencia de los Labot, cuyo seto lindaba con el huerto de Ceferino, respondía al diseño y a la amplitud de una moderna construcción.

La del abogado era una casa grande, bastante más que la de los Martín. Disponía de dos plantas y torre ballenera, pabellón de servicio, garaje, pista de tenis, invernadero, piscina y, rodeando todas esas instalaciones, un mullido jardín, con la hierba siempre un poco demasiado alta, creciendo con ondulada suavidad a ambas laderas de la colina.

La relación entre el panadero y la familia Labot había comenzado con el reparto del pan. Mientras estuvo en activo, Ceferino había recorrido las poblaciones cercanas con su precaria y ruidosa furgoneta, cargada hasta los topes con canastos de barras recién horneadas. Diariamente emprendía la ruta antes del amanecer, para finalizarla, precisamente, en casa de los Labot, en cuyo portón, en una bolsa colgada del pomo, depositaba una baguette de pan blanco, una hogaza de pan moreno y, si había tenido tiempo para hornearlos, media docena de cruasanes.

El panadero nunca había franqueado la puerta de los Labot. Tampoco ellos habían visitado su casona, aunque una de las hijas del abogado, la pequeña, Gloria, jugando con sus amigas, o para recuperar alguna pelota de tenis, había saltado en varias ocasiones la cerca de piedra que rodeaba su huerto y entrado al corral trasero, en el que, en tiempos, hubo vacas de leche, hallándose en la actualidad reducido a un almacén.

Aquella soleada mañana de mediados de noviembre, Ceferino se hallaba trabajando en su huerto cuando volvió a divisar al halcón peregrino. Pensando que habría salido de caza y que, con suerte, podría verle desnucar una tórtola, se apresuró a subir a su alcoba para extraer los prismáticos de su funda. Sus dedos padecían artritis y le costó enfocar con corrección.

Cuando la óptica se ajustó, dio un respingo. El efecto de los cristales de aumento creaba la ilusión de que el halcón, posado en lo más alto de la torre eléctrica, acababa de aterrizar en la punta de su bulbosa nariz. Visto así, tan de cerca, el halcón daba miedo. Metálicos brillos acorazaban su plumaje y tenía el pico abierto en curva oquedad. A Ceferino le impresionaron los ojos, fríos y crueles como bolas de plomo fundidas en un estanque de odio. Esa mirada no miraba; indagaba. No dudaba; afirmaba que una amenaza con aladas garras podía precipitarse del cielo.

Sintiendo un escalofrío, el panadero se preguntó si la faz de la muerte, cuyos pasos había creído oír rondar por El Tejo, en pos de los suyos, tendría esa misma y desalmada expresión.

– Guárdate de traernos desgracias, pajarraco del demonio -masculló Ceferino, con una intensa sensación de mal fario.

El panadero enfundó los prismáticos, se templó con un chaparrazo de orujo y se animó a dar un paseo por el camino de carros, hasta el puente de la ría de La Rabia.

No le dolía nada, pero se sentía débil. El cerebro se le había enturbiado con oscuros pensamientos, como si una desgracia estuviera a punto de abatirse sobre aquel pequeño y tranquilo pueblo del norte de España, donde nunca o casi nunca pasaba nada relevante.

Al menos, nada parecido a lo que estaba a punto de suceder.

Capítulo 6

En Orongo no había dejado de llover, aunque lo hacía con menos intensidad.

El terreno se había ensanchado y encontraron una pared de rocas tras la que resguardarse del viento.

Camargo señaló los tres islotes frente a la costa.

– Me decía, profesor, que el primero se llama Motu Kao Kao. ¿Y los otros dos?

– Motu Iti y Motu Nui. Asómese entre las rocas para verlos mejor, pero hágalo con cuidado. La fuerza del viento podría jugarle una mala pasada.

El banquero trepó cautelosamente por la rocosa y dentada pared. Un profundo vacío se abrió bajo sus pies. Para evitar el vértigo, mantuvo la mirada en el horizonte.

Una considerable distancia marina, difícil de calcular desde tan lejos, pero que podría establecerse, aproximadamente, en torno a una milla y media, separaba el primer islote de los acantilados de Orongo.

La idea de que alguien fuese capaz de alcanzarlo a nado, aunque fuese sobre una delgada estera de totora, asombró al financiero. Para llevar a cabo semejante hazaña había que poseer un valor y una fuerza física fuera de lo común.

Camargo trató de imaginarse a sí mismo descolgándose por el precipicio, sumergiéndose en el mar, luchando contra las mareas y vislumbrando al nadar, debajo de él, las sombras de grandes peces. Como si fuese un guerrero rapa nui, un matatoa, se proyectó cubriendo las últimas brazadas hasta tocar tierra en Motu Kao Kao, para regresar a nado portando el huevo mágico, con el que treparía de vuelta aquel farallón de roca basáltica. ¿Tendría redaños para hacerlo? «Ni por todo el oro del mundo», admitió.

– ¿En qué está pensando, don Francisco? -preguntó a espaldas suyas el arqueólogo.

– En que esos hombres pájaro eran unos condenados héroes -repuso el financiero, dándose cuenta de que las puntas de sus dedos, apoyadas en la roca, estaban rozando un petroglifo de redonda y beatífica efigie-. ¿Quién es este caballero? -quiso saber, señalando los trazos en la roca.

– ¿No le ha reconocido? El dios Make Make.

– Ah, claro. ¡Y aquel debe de ser un hombre pájaro!

Otro cercano bajorrelieve contorneaba a un fantástico y alado bípedo con un único ojo desproporcionado y saltón. Fijándose con más detenimiento, Camargo cayó en la cuenta de que en esas rocas abundaban los relieves de hombres pájaro. Demostrando que las erosionadas pizarras de Orongo habían servido como lienzos naturales a aquel arte primitivo, con un poco de paciencia podían descubrirse, entre otros motivos de inspiración artística, dibujos de vulvas, remos ceremoniales, delfines y atunes.

– Los hombres pájaro -murmuró el arqueólogo-, los elegidos… Solo ellos superaban la prueba. Hacía falta mucha energía y fe, amén de buena suerte. Los pascuenses habían sido, desde siempre, expertos nadadores, pero, para ganar el concurso, se requería temeridad. Estas aguas…

– ¿Hay tiburones?

– Están infestadas.

– Alguno de los participantes perdería la vida.

– El galardón les compensaba. Era una manera segura de alcanzar la gloria.

– ¿El triunfo los convertía en dioses?

– Podría decirse así -convino Manumatoma-. Al vencedor se le dispensaban honores divinos. El ariki, el rey, le concedía su protección, su mana, y él mismo, el aclamado guerrero convertido en hombre pájaro, era declarado tabú.

– ¿Es verdad que le encerraban en una cueva con mujeres vírgenes?

– Está demostrado.

– No me parece mal plan.

– No debía de serlo en absoluto -sonrió mundanamente el intelectual.

Camargo tenía otra duda.

– ¿Make Make era el único dios de la isla de Pascua?

– Con antelación al desembarco de los misioneros franceses, en el panteón isleño había una sola divinidad: el viejo y bonachón Make Make, creador de todas las cosas visibles e invisibles, del mar y de la tierra, de los leones marinos y de las gallinas de corral. Pero, a aquellas alturas del siglo XIX, tras las guerras entre los «orejas grandes» y los «orejas pequeñas», tras el derribo de los moais, y el declive ritual del hombre pájaro, el veterano y fatigado Make Make se encontraba al borde de la jubilación. A los padres misioneros les resultó muy sencillo sustituir su débil monoteísmo por la nueva fe en el Dios de los cristianos.