El ambiente volvía a ser “artillero”: el polígono era el ciclotrón, aparato que sirve para la aceleración de partículas elementales; de blanco hacía el uranio, y como proyectiles servían las partículas alfa, esto es, núcleos de helio. Las partículas alfa, al hacer impacto en el núcleo de uranio, originaban la formación de un nuevo núcleo, de número atómico 94 (2 + 92; como vemos, este es otro método para la obtención de plutonio). Los núcleos de plutonio, pasado cierto tiempo, emitían una partícula beta, un electrón, y de tal suerte, aparecía el elemento de número atómico 95. Por su lugar de nacimiento, este elemento recibió el nombre de americio.
De forma semejante fue obtenido también el elemento N° 96. Para la obtención artificial de este elemento bombardearon con partículas alfa el plutonio. Como resultado de un cálculo aritmético muy sencillo (94 + 2 = 96) y de un experimento muy complicado, fue aislado el elemento de número atómico 96, al que se dio el nombre de curio en honor de los eminentes investigadores de la radiactividad María Curie-Sklodowska y Pierre Curie.
La comparación de la Ciencia con un edificio grandioso no es nada nuevo. Pero al hablar de cómo fueron obtenidos artificialmente los transuránidos, no es posible prescindir de ella. Como “cimientos” de este edificio sirvió el uranio. Sobre él se erigió la “primera planta”, el elemento plutonio, que a su vez sirvió de base para el “piso” siguiente: el americio.
En una palabra, igual que cada piso terminado de una casa permite empezar la construcción del siguiente, cada transuránido obtenido, permitía emprender la labor para la obtención del elemento subsiguiente.
Así, pues, el americio fue empleado para la obtención del elemento N° 97 por vía artificial, sometiéndolo a bombardeo con partículas alfa en el ciclotrón. El sencillo cálculo (95 + 2) sirvió para la obtención del nuevo elemento, al que se dio el nombre de berkelio, en homenaje a Berkeley, la cuidad en donde fue obtenido por primera vez.
Para la obtención del elemento N° 98 por vía artificial se partió del curio, al que se sometió también a bombardeo con partículas alfa; el resultado fue el elemento californio, puesto que así fue llamado. Este nombre apareció en el Sistema periódico en 1950. En lo sucesivo, el torrente de los descubrimientos atemperó un poco la rapidez de su curso…
Los siguientes “nuevos inquilinos” del Sistema periódico, los elementos N° 99 y N° 100, no nacieron ya en los laboratorios científicos. Su venida al mundo no siguió a los debates o a las torturantes meditaciones que suelen preceder a todos los descubrimientos científicos.
En 1952 los norteamericanos efectuaron una prueba del arma termonuclear. La operación que comprendía los preparativos y la realización de dicha explosión secreta se designó con el inofensivo e incluso familiar nombre de “Mike”. Media hora después de haberse producido la explosión, contra la humareda fungiforme, formada encima del lugar de la prueba, se lanzaron unos cohetes automáticos que recogieron muestras del aire, polvo y demás partículas sólidas. Y en los filtros de papel, donde se habían posado los productos pulverulentos de la explosión, fue precisamente donde se descubrieron los elementos N° N° 99 y 100.
Los resultados de dicho experimento no fueron publicados hasta tres años después. Y entonces se adicionaron al Sistema periódico dos espacios más, en los que se inscribieron los nuevos elementos: einsteinio y fermio. Dichos nombres les fueron impuestos en honor de los eminentes físicos Alberto Einsitein y Enrico Fermi.
En 1955 esos elementos se obtuvieron también en experimentos de laboratorio.
Unos investigadores norteamericanos dirigidos por Seaborg notificaron en mayo de 1954 la obtención del elemento N° 101, al que, según escribían, denominaron mendelevio “como reconocimiento del importantísimo papel desempeñado por el gran químico ruso Dmitri Mendeleiev, que fue el primero en basarse en el Sistema periódico para predecir las propiedades de los elementos sin descubrir aún, lo cual dio la clave para el descubrimiento de los siete últimos elementos transuránidos”.
El mendelevio no cierra la serie de elementos obtenidos por vía artificial. La tabla de Mendeleiev presenta ya llenos algunos espacios subsiguientes. Pero aquí nos vemos obligados a suspender nuestro relato sobre la obtención de «los elementos transuránidos para ocuparnos del estudio de otras cuestiones, por cierto, no menos interesantes.
Los manipuladores de lo invisible
Mientras hemos explicado la historia de la aparición de nuevos espacios en el Sistema periódico, no hemos empleado ni una sola vez, adrede, la palabra “cuánto”. Ha podido parecer, incluso, que las cantidades iniciales de las substancias usadas como materia prima para la separación de elementos transuránidos carecían de importancia. Y sin embargo, dichas cantidades son, probablemente, el más importante de los factores que condicionan la posibilidad y la facilidad (mejor sería decir, la dificultad) de la aislación de un elemento u otro.
Pero vayamos (por orden. Veamos primero la ilustración. En ella se representa la cantidad total de americio disponible en el año 1944. Lo de la derecha no es, ni mucho menos, un poste telegráfico, sino la representación de da punta de una aguja. La empalizada que se ve abajo es una escala milimétrica. Toda la fotografía está tomada al microscopio. ¿Cuánto americio habrá?— se preguntará Usted. Se sabe con toda exactitud: una cienmilésima de gramo.
Sí, las cantidades aquí son mucho más pequeñas que las aducidas en el (relato sobre los experimentos del infortunado profesor Litte. ¡Pero la época también es otra! ¡Treinta años, en el siglo XX, ya son algo para la Química!
Veamos uno de los artículos sobre cualquier transuránido, uno de los que ahora se publican a decenas en las revistas de Química. A primera vista no ofrece nada sorprendente. Frases y expresiones químicas corrientes, tradicionales: “el compuesto se obtuvo mezclando las dos disoluciones”, “su composición se determinó por valoración”, “se disolvió la sal en agua destilada”, etc., etc.; es decir, lo que siempre se encuentra en cualquier artículo, aún cuando no esté sino vagamente relacionado con la Química.
Sin embargo, la lectura atenta de dicho artículo admira de inmediato al lector profano. Resulta que en las buretas no se midieron mililitros, como en las de los laboratorios químicos corrientes, sino cienmilésimas de mililitro. Los mayores vasos de precipitados usados por los autores del artículo tenían un milímetro de diámetro. En las balanzas se pesaron cantidades de substancias iguales a una milésima de gramo y con una exactitud de hasta una cienmilésima de gramo.
Tal vez estos números, con tantos ceros decimales, sean para algunos poco expresivos. Por ello recurriremos a las comparaciones.
Una cienmilésima de mililitro… Si la comparamos con el volumen del líquido contenido en un vaso de agua, será igual que si se compara un metro ¡con la mitad de la línea del ecuador. ¡Y ese volumen es medido con una exactitud de hasta el 1%! En una palabra: se miden incluso volúmenes de ilíquidos cien veces menores, lo cual equivale a medir la línea del ecuador con una precisión de hasta milímetros. Imagínese Usted que alguien declarara, por ejemplo, lo siguiente: “Desde la ciudad de Oboyani[4] hasta San Francisco hay catorce mil ciento sesenta y ocho kilómetros, novecientos cuarenta y cuatro metros, quince centímetros y tres milímetros”. Inmediatamente se la rogaría que se dejara de bromas. Pero cuando un químico escribe cosas hasta cierto punto análogas, aunque nos asombren las aceptamos como algo natural. ¡Esas son las maravillas perceptibles del siglo atómico!
Veamos ahora cómo se desarrolla el trabajo con tales cantidades de substancias. Los vasos de precipitados y las probetas son de un tamaño que, en vez de tomarlos con los dedos, resulta más cómodo recurrir a unas pinzas especiales. Los demás utensilios, tales como embudos para la filtración, barritas para agitar las disoluciones y demás instrumentos químicos, son de dimensiones que, en comparación con ellos, las herraduras fabricadas para 'la pulga por el famoso Zurdo del escritor ruso Leskov nos pasmarían por su colosal tamaño. Los líquidos contenidos en dichos recipientes se trasvasan de uno a otro con gran cuidado, a fin de no verter ni una sola gota. Aunque ¿de qué gotas se puede hablar? ¡Si una gota es mil veces mayor que todo el volumen de disolución disponible!