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La comparación con Roentgen lisonjeó tanto al profesor, que éste decidió firmar un contrato con la casa, sin haber contado bien los ceros que tenía la cifra de lo asignado por ella para los trabajos científicos. La suma, en efecto, era colosal. ¡Qué importancia podía tener en comparación con dicha cifra, la insignificante cláusula según la cual todos los inventos del profesor pasarían a ser propiedad de la casa Siemens!

Dos semanas después el profesor Litte ocupaba un gabinete muy bien instalado y apenas le bastaba el tiempo para escuchar y sopesar los datos que le comunicaban sus numerosos colaboradores. En cosa de un mes se desarrolló un método de extraordinaria sensibilidad para determinar el contenido de oro en el mercurio, incluso cuando la proporción del metal noble no excedía de una cienmilésima de porciento.

El día en que se hizo el balance de los resultados de los distintos experimentos, el profesor Litte salió del laboratorio muy tarde. Y a la mañana siguiente, prosiguió la revisión del cuadro de resultados, dando muestras de profunda consternación. En efecto, había de qué asombrarse. Los resultados de los experimentos no presentaban ninguna, absolutamente ninguna regularidad. Se daba el caso de que el mercurio que había “trabajado” en la lámpara sólo unas cuantas horas fuese mucho más rico en oro que el tomado de lámparas ya “veteranas”, cansadas de lucir. A veces bastaba con hacer pasar la corriente por la lámpara durante tres minutos, para que el porcentaje de oro en el mercurio se quintuplicara; otras veces, ni haciendo pasar la corriente durante dos semanas se conseguía modificar en lo más mínimo la proporción del noble metal.

Sin embargo, también había éxitos. La suerte favorecía especialmente a uno de los asistentes del profesor, al alto y desgarbado Rudolf Kranz. Las muestras que éste analizaba contenían siempre de cuatro a cinco veces más oro que las registradas por los demás experimentadores. Esto se repetía con tanta constancia, que el profesor llegó a sospechar cierto falseamiento de los (resultados por el asistente. Por esta razón, llegó a pasar todo un día al lado de su mesa de trabajo, observándole con la mayor atención y ayudándole incluso en las operaciones más simples.

¡Sí, señores, el profesor no perdió el tiempo en vano! La muestra analizada por Kranz aquel día, ofreció un porcentaje de oro once veces mayor que el de la muestra de control, obtenida durante los primeros experimentos del profesor.

Posteriormente el profesor Litte trataría de recordar, una y otra vez, cuál de sus asistentes le había sugerido la idea de comprobar si el mercurio inicial, es decir, el que 'todavía no había sido empleado en la lámpara, contenía indicios de oro. No podía recordarlo de ningún modo. En cambio, le quedó indeleble que en respuesta a dicha proposición había exclamado, irritado, que él, el profesor Litte, no adquiría el mercurio en una tienda de embutidos, sino que lo recibía de la firma “Kallbaum” ¿Se podía acaso decir algo del preparado de una casa que gozaba de una reputación intachable?

El profesor recordaría después aquel arrebato suyo con profunda vergüenza, pues al cabo de un par de horas se había descubierto que el mercurio de la casa “Kallbaum” (“¡Los mejores preparados del mundo!”, “¡Pureza 100%!”, “¡Garantía absoluta!”) contenía, por lo menos, el promedio de oro registrado en los experimentos. Claro que la “Kallbaum” no tenía la culpa. Sencillamente, sus químicos no disponían de métodos tan supersensibles para el reconocimiento del oro como los que empleaban en el laboratorio de Litte. Y aunque dispusieran de ellos, de poco les hubiera servido, puesto que, según se demostró más adelante, la separación de los exiguos indicios de oro contenidos en el mercurio, y que lo acompañan siempre, es una tarea casi imposible.

No estaba descartado que el profesor acudiese inmediatamente al señor Schkrubber y le manifestase que todas sus premisas científicas eran falsas, que le había inducido a error el oro contenido en el mercurio inicial. El profesor hubiera procedido de tal modo si en aquel inolvidable y desdichado día, no se le hubiera presentado Kranz y, mirándole por encima de los lentes con sus grandes ojos azules, no le hubiese mostrado los resultados del análisis, recién terminado, del contenido de la lámpara de cuarzo. El mercurio de ésta contenía 25 (¡veinticinco!) veces más oro que el inicial.

Litte dio un beso al asombrado Rudolf, y con voz enérgica ordenó que se prosiguiera la experimentación.

No se sabe cuánto hubiera durado aquel embarazoso asunto. Pero tres días después se le presentó nuevamente Kranz, y con señales de turbación le dijo, por primera vez durante todo aquel tiempo, que no encontraba nada de oro. Las últimas muestras examinadas no contenían ni un ápice más de oro que el mercurio inicial. Mientras oía sus explicaciones, Litte se fijó en que Kranz, al leer el diario en que se registraban los experimentos, se acercaba mucho a los ojos los apuntes.

—Se va haciendo usted demasiado distraído, Kranz —le observó con irritación—; hoy se ha olvidado las gafas. ¿Tanto le absorbe la Ciencia?

—N-n-no es eso —contestó honradamente Rudolf—. Es que ayer asistí a cierta velada y… y volví a casa sin los lentes.

—Sin los lentes… sin los lentes… —repetía maquinalmente Litte escrutando el diario de trabajo, —sin lentes… sin lentes… ¡¡¡Sin lentes!!! —bramó de improviso—. ¿Eran de oro, Kranz? ¡¡¿Eran de oro?!!

— No, mi Jefe, —respondió como un soldado el asistente, estupefacto—, sólo era de oro la montura.

—Mein Gott, mein lieber Gott[1], —gimió el profesor—. Usted y yo somos unos idiotas, mejor dicho, yo no soy un simple idiota, soy un gran idiota; eso es lo que soy yo, Kranz. De su montura, provenía el oro que Ud. hallaba en el mercurio. Este disuelve el oro con más facilidad que el agua el azúcar. ¡Oh, mein Gott! ¿¡Qué decir a Herr Schkrubber!?

¿Habrá que proseguir nuestra narración? Habrá que describir, acaso, la acalorada reunión del Consejo de administración de “Siemens”, a la que fueron convocados como peritos los más insignes químicos de Alemania? Y, desde luego, sería totalmente inútil aducir las argucias de que se valió el Presidente del Consejo, Schkrubber, para persuadir a los miembros del mismo de que dieran por buenas las pérdidas, que desgraciadamente eran muchas, ¡muchísimas!.

Para nosotros, el aspecto interesante en esta historia es otro: los métodos analíticos que permitieron establecer que cualquier muestra de mercurio, independientemente de su procedencia, contenía ciertas cantidades de oro, susceptibles de determinación.

Verdaderamente, hay que tener en cuenta que las cantidades eran pequeñísimas. En efecto, ¿cuánto oro podía contener el mercurio, si incluso las ínfimas cantidades del mismo, que de la montura de los lentes o de los gemelos de oro pasaban al mercurio que se analizaba, elevaban su proporción en diez o más veces?

En electo, el contenido de oro en el mercurio no pasa de un gramo por 100 kilogramos del segundo metal. Y, sin embargo, los químicos supieron descubrir estas despreciables huellas de oro en un “océano” de mercurio. Sin duda alguna, si Litte no hubiera dominado un método tan perfecto de reconocimiento del oro, habría habido una noticia sensacional de memos y una reputación salvada de más.

¿Se infiere de ello que a los químicos les perjudique la precisión excesiva en el análisis? No, ni mucho menos. De ¡habérsele ocurrido al profesor Litte comprobar la presencia de oro en el mercurio inicial, todo hubiera ido a pedir de boca. Pero en aquellos tiempos con eso no se podía ni siquiera soñar.

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¡Dios mío, oh, Dios mío! (N. de la Edit.)