Por lo cual, el lugar del problema resuelto fue ocupado, por lo menos, por dos sin resolver. Primero: ¿por qué el agua precisamente tenía la propiedad de que aún sólo vestigios suyos pudieran ejercer tan enorme influencia sobre las propiedades de otras substancias? Y segundo: ¿qué era io que imponía la asociación, en pugna con todas las leyes físicas y químicas conocidas, a las moléculas que carecían de momento dipolar?
Tal es el sino de los científicos. Jamás verán llegado el momento en que puedan decir: “Eso es todo; en este campo no hay nada ya que estudiar”. Un problema resuelto reporta decenas de otros que exigen solución.
¿Por qué el agua?
Esta pregunta, en los tiempos en que se llevaban a cabo las primeras investigaciones de las propiedades de los líquidos extrapuros, abrumaba a los científicos. Intimidaba el desconocimiento absoluto: de qué lado “abordar” al agua para sondar la clave.
Era evidente que el agua se diferenciaba mucho de los demás líquidos en algo, en alguna propiedad determinada. ¿Pero, qué propiedad sería esa? Había que adivinarlo. En determinadas circunstancias, a falta de otro método para la solución de un problema científico, las conjeturas pueden ser también un modo de investigación.
Pues bien, ¿cuál sería esa propiedad? ¿La viscosidad, tal vez? ¿O la densidad? No, cientos de substancias son de viscosidad y densidad iguales, o casi iguales, que el agua. ¿La tensión superficial? ¿El índice de refracción? ¿El punto de ebullición? ¿El punto de fusión? Tampoco estas propiedades del agua tienen nada de particular, si se comparan con las de otros líquidos. ¿Acaso la conductividad eléctrica? No. ¿El momento dipolar eléctrico? No. ¿El calor de fusión? ¡Tampoco! ¿La constante dieléctrica? ¡Alto ahí! ¡Parece que hemos dado con ello!
Efectivamente, la constante dieléctrica[8] del agua se diferencia mucho de la de los demás líquidos. La constante dieléctrica del benceno, por ejemplo, es 2,3; la del hexano, 1,9; la del éter, 4,4; etc. La del agua, en cambio, es 79. Son muy pocas las substancias que pueden compararse con el agua en este aspecto. La substancia de constante dieléctrica más alta es el ácido fórmico, y con todo, su magnitud es un tercio menor que la del agua, que a este respecto es el “campeón”.
Pero la indicación de la constante dieléctrica no significaba aún la explicación de los fenómenos observados. Y esa explicación llegó sin tardar.
“Supongamos —razonaban los investigadores —que las moléculas de todas las substancias, incluso las de momento dipolar igual a cero, son atraídas entre sí por unas fuerzas cuya naturaleza desconocemos todavía. Pero esas fuerzas serán sin falta electrostáticas, y por ello han de estar sometidas a las leyes de la atracción electrostática.
Sí una substancia es pura, ¿qué puede haber entre dos moléculas cualesquiera de la misma? Nada, el vacío. Por consiguiente, las fuerzas electrostáticas de atracción alcanzarán en este caso, es decir, en el vacío, su valor máximo. ¿Y qué pasará cuando entre dichas moléculas se interponga otra molécula de una substancia extraña cualquiera? Naturalmente, la interacción de las dos moléculas de la substancia básica se debilitará bastante. Y si la molécula extraña es, además, de una substancia que, como el agua, tiene una constante dieléctrica muy grande —es decir, de una substancia en cuyo medio se debilitan al máximo las fuerzas de la interacción electrostática—, es fácil de comprender que entre las moléculas de la substancia básica no habrá ya ninguna atracción.
Pero hasta los razonamientos más enjundiosos no dejarán de ser meros razonamientos si no son refrendados por la experimentación. Y de nuevo, por enésima vez, las tesis teóricas empezaron a tomar cuerpo en las instalaciones de los laboratorios.
Tomaron benceno puro, desecado por el procedimiento habitual, y lo pusieron en un recipiente especial, donde quedaba entre dos electrodos de platino. Luego calentaron el recipiente poco a poco, hasta que empezó la ebullición del benceno. El termómetro marcaba 80°C. En una palabra, el benceno se comportaba tal y como debía comportarse un benceno “normal”. Entonces se mandó a los electrodos una corriente de tensión muy alta. A primera vista aquello parecía disparatado, pues el benceno no conduce la electricidad. Pero en cuanto conectaron la corriente, el benceno dejó de hervir. Para que la ebullición prosiguiera hubo que elevar la temperatura del benceno en 8°. ¡El benceno situado entre los electrodos se comportaba exactamente igual que el extrapuro, que el sometido a larguísima desecación! En cuanto quitaron la corriente, el punto de ebullición disminuyó de nuevo hasta su valor normal. Volvieron a conectarla, y subió de nuevo a 88°C.
¿Por qué confirma este experimento la influencia del agua sobre la asociación de las moléculas de] benceno? El benceno “normal” contiene relativamente mucha agua: una de cada 50 ó 60 moléculas de benceno puede considerarse rodeada de una capa finísima —del espesor de una molécula— de agua. Esas moléculas de agua son muy semejantes a pequeños imanes.
Veamos la ilustración: los átomos de hidrógeno, muy pequeños y poseedores por ello de un fuerte campo eléctrico positivo, se hallan concentrados en un extremo de la molécula, y el átomo de oxígeno, poseedor de dos cargas negativas, se encuentra en el otro extremo. En la parte derecha vemos la representación de una molécula de benceno. Basta mirarla, para comprender la causa de que el benceno no tenga momento dipolar: los seis átomos de carbono y los seis de hidrógeno están distribuidos simétricamente en la molécula, y las cargas de los unos compensan las de los otros.
Pues bien, cuando se aplica una corriente de tensión elevada, los pequeños “imanes” de agua se separan de las moléculas de benceno, la envoltura de agua es destruida por completo, y las moléculas de benceno adquieren la capacidad de asociarse. Tal es la causa del salto del punto de ebullición del líquido.
Así, pues, ya hemos contestado a la pregunta: “¿Por qué el agua?”. Pero debemos consignar, con harto sentimiento, que, en rigor, esta pregunta era la más fácil.
Contestar a ella, como suele decirse, no costaba nada. Lo peor es que origina de golpe otras cuantas preguntas.
Y estas preguntas son las siguientes (de seguro que el lector atento las tendrá ya en la punta de la lengua). Primera: ¿cómo se puede hablar de una envoltura de agua, si incluso en el benceno simplemente puro hay, por cada molécula de agua, de 100 a 200 moléculas de la substancia básica? Y cuando el benceno es sometido a una desecación especial, y más aún, por varios años, dicha relación se altera muchísimo, y no a favor del agua. Entonces, por cada molécula de agua habrá un millón de moléculas de benceno.
Y por lo que respecta a la segunda pregunta, se ha quedado sin aclarar: ¿qué es lo que impele a las moléculas de una substancia extrapura, sin momento dipolar, a asociarse formando agregados?
¿Ofrecen interés las preguntas? Sin duda alguna. Sobre todo, porque no se sabe qué contestar. Actualmente, la Física y la Química no saben todavía qué responder a ellas. Ahí tienes, escolar de hoy, un buen campo de acción. Resulta que hasta en la Química se pueden hallar bastantes parajes cuya exploración no es menos interesante, difícil e importante que la conquista del polo de la inaccesibilidad o el descubrimiento de un nuevo archipiélago.
Pero todavía no hemos agotado, ni mucho menos, la serie de preguntas que teníamos en cuenta al empezar a tratar de las propiedades más notables de las substancias extrapuras. De los sucesos que, en rigor, hicieron al mundo científico recordar el caso que acabamos de referir, trataremos más adelante. Así, pues…
Una aguja en un almiar
¿Quién envidiaría al hombre que en una oscura noche de novilunio tuviera que encontrar una aguja perdida en un almiar? ¿Cree usted que cualquiera se quedaría mirándole con compasión? ¡Se equivoca! Nosotros conocemos a muchos químicos que dirían de tan extravagante individuo —producto, desde luego, de nuestra imaginación—, que se dedicaba a un juego de chiquillos. Y al ver el gesto de perplejidad de uno, se pondría inmediatamente a demostrarle su afirmación mediante la aritmética.
8
Se denomina