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Estos métodos, hoy día, se emplean mucho en las investigaciones químicas y prestan servicios inestimables a los científicos.

En primer lugar, debemos citar la espectroscopia. Este es uno de los métodos de investigación más recientes, pero al mismo tiempo, quizás, el más respetado. Cuando hace unos cien años descubrióse que cada elemento coloreaba de diferente modo la llama del mechero bunsen, la noticia no causó de momento gran admiración. A mediados del siglo XIX, cuando apareció la espectroscopia, la Química vivía una agitada época de importantísimos descubrimientos. Eran aquéllos los primeros años de existencia de la hipotésis molecular; casi cada mes aportaba nuevos éxitos, y además, colosales, en el campo de la Química orgánica; se ideaban nuevos y nuevos métodos de análisis.

Los primeros pasos de la espectroscopia reportaron un triunfo científico. El “bautizo de fuego” de este método fue el descubrimiento de dos nuevos elementos: el rubidio y el cesio. El descubrimiento de un nuevo elemento se había considerado siempre un asunto de magna importancia, y constituía un acontecimiento trascendental en las Ciencias Químicas. De aquí que la espectroscopia inmediatamente centrara la atención sobre sí.

El respeto a este método creció más aún cuando, al cabo de un decenio poco más o menos, se descubrieron con su ayuda el talio, indio, germanio, galio y otros elementos. Después este método alcanzó su apoteosis con el descubrimiento del helio.

En el año 1868 se observó en las protuberancias[2] del Sol una brillante línea amarilla, que no correspondía a ninguno de los elementos conocidos en la Tierra. El nuevo elemento fue llamado helio en honor del Sol (en griego, “helios”). Pero hubieron de transcurrir decenios antes de que el helio fuera descubierto en nuestro planeta, al principio en forma de impurezas insignificantes en minerales, y más tarde, en la atmósfera.

Es de notar el hecho de que mediante la espectroscopia se descubrieran precisamente aquellos elementos cuya cantidad en los minerales y rocas es despreciable. De ello ya se infiere que la espectroscopia permite detectar la presencia de cantidades ínfimas de los elementos. Convencerse por sí mismo de eso no es nada difícil. Para ello no hacen falta los complicados aparatos ópticos que se emplean actualmente en los análisis espectroscópicos. Bastará un mechero de alcohol, o mejor todavía, un mechero bunsen. Si se introduce en su llama un alambre de platino o de acero bien templado (por ejemplo, una cuerda de algún instrumento musical), el color de la llama no cambiará. Mas será suficiente haberlo frotado antes en la palma de la mano, para que al ser introducido en la llama imprima a esta un color amarillo muy vivo. Esta coloración corresponde al sodio. “¿De dónde ha salido ese elemento?”, se preguntará el lector. El caso es que los poros de nuestra piel segregan sin cesar gotitas de sudor, que contienen cantidades apreciables de sal común, esto es, de cloruro de sodio. Tal es la causa de que en la llama del mechero se “revele” el color de dicho elemento. Ahora, estimado lector, calcule usted cuánto cloruro de sodio puede haber en la palma de la mano, y la sensibilidad de la espectroscopia le resultará evidente.

En efecto, por medio de dispositivos muy sencillos podemos advertir la presencia de elementos en cantidades equivalentes a cienmillonésimas de gramo. Esto significa que, aunque el elemento que busquemos esté contenido en la materia prima (roca o mineral), en la proporción de un gramo por cien toneladas, lo descubriremos de todos modos si recurrimos a la espectroscopia.

Espectroscopia y reactivos orgánicos: tal era, seguramente, todo el arsenal de que disponían los químicos de los años treinta para la investigación de pequeñísimas cantidades de substancias.

Tanto más sorprendente resulta que, con posibilidades tan limitadas en comparación con las de nuestros tiempos, los químicos de aquella época enriquecieran la Ciencia con realizaciones verdaderamente admirables. Pero antes de hablar al lector de esos adelantos, quisiéramos tratar de un proceso celebrado en 1933 en el Tribunal Imperial de Aduanas de Alemania. La narración de esta historia no se debe, ni mucho menos, al deseo de entretener al lector con un relato detectivesco. Si lo hacemos es porque los acontecimientos que se desarrollaron en los ceremoniosos ámbitos del Tribunal Imperial están íntimamente vinculados a ciertos descubrimientos químicos de los que hablaremos en este libro.

Una historieta detectivesca

En el Tribunal Imperial de Aduanas se vivía una gran jornada. ¡Vaya si lo era! Se veía una causa que no era la de unos contrabandistas cualesquiera que hubiesen escondido entre sus ropas tres pares de medias, ni la de un comerciante moroso que no hubiera pagado a su debido tiempo los derechos de aduanas impuestos a una partida de lencería de Lyon. Esta vez ocupaban el banquillo de los acusados —¡simultáneamente!— ocho joyeros berlineses de gran renombre. Se veía la causa del platino americano.

La Jefatura de Policía siempre se había hecho de la vista gorda ante las operaciones comerciales de los señores joyeros, a pesar de que un buen número de ellas difícilmente se ajustarían a la Ley. Pero cuando las denuncias anónimas empezaron a llover con demasiada frecuencia, tuvo que decidirse a los registros. Y como resultado, en todas las joyerías se descubrieron grandes cantidades de platino. Los señores joyeros, sometidos a interrogatorio por separado, fantasearon de lo lindo con el fin de ocultar, en lo posible, la procedencia del platino. Pero los Registros aduaneros no certificaban la entrada de ese platino por la frontera.

Y por ello se hubo de incoar el proceso, debido al cual, desde hacía ya tres meses, de las puertas de las más importantes joyerías de Berlín pendían, melancólicos, unos candados.

Los que asistían al proceso conocían de sobra los nombres del Juez y del Fiscal; pero eran poquísimos los que podían imaginarse que la influencia decisiva en la vista de la causa la ejercería un perito que pasaba casi desapercibido y cuyo nombre no decía nada a los jueces ni al público atraído a la sala por el sensacional proceso.

Lo que el Tribunal debía poner en claro era. fundamentalmente, la procedencia del platino. Los señores joyeros afirmaban que aquel platino era de procedencia alemana, que lo habían acumulado por fundición de objetos de dicho metal. Tía Jefatura de Policía insistía en que había sido introducido furtivamente de América del Sur. El platino se hallaba en pequeños lingotes de una pureza casi del 100%. La instrucción de la causa cayó en un atolladero que parecía sin salida.

Los interminables debates entre ambas partes consiguieron cansar bastante al público; por ello, cuando el Presidente del Tribunal anunció que se concedía la palabra al perito científico, el monótono runruneo de la sala no se atenuó en Jo más mínimo.

Los (periódicos de la tarde, esforzándose en aventajarse en ingenio, notificaron que la duración del discurso pronunciado por el respetabilísimo Profesor, había corrido parejas con la incomprensibilidad del mismo.

¡Qué podía esperarse! En las sesiones del Tribunal Imperial no era cosa corriente oir términos químicos y físicos. Por ello, al oir al profesor, el Presidente fruncía las cejas, tratando a toda costa de recordar los exiguos conocímientos de Química adquiridos en el Colegio de Derecho.

El perito empezó, por lo visto, de lejos, por cosas que a (primera vista no tenían nada que ver con las sospechosas operaciones de los se ñores joyeros.

—La química analítica moderna, —decía— tiene unas posibilidades inmensas. En un gramo de substancia podemos descubrir, por distintos métodos, impurezas contenidas en cantidades tan despreciables que, podríamos decir, son inasequibles al entendimiento humano. Se ha establecido que la substancia más pura contiena siempre como impurezas, y, en cantidades susceptibles de determinación, casi todos los elementos químicos conocidos.

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2

Nubes de gas incandescente en la superficie del Sol.