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– Se casaron con hombres muy ricos -dijo Mary.

– ¡Y muy bien hecho! ¡Eran hijas de un duque! -protestó Kitty-. Su padre se daba un tono nobiliario imposible: el menor tufillo a comercio hubiera sido suficiente para matar al anciano caballero. Ése era el padre del generaclass="underline" resultó que había hecho su fortuna con el algodón y los esclavos.

– ¡Qué tonta eres, Kitty! ¿Es que tu vida no es nada sin cotilleos y murmuraciones?

– Probablemente. -El fuego estaba languideciendo; Kitty tiró del cordel de la campanilla para llamar á Jenkins-. ¿Y realmente esperas que los Collins viajen doce millas para darte el pésame?

– Es inevitable. El señor Collins puede oler una tragedia o un escándalo a cientos de millas de distancia, así que ¿cómo no va a olerlo a doce millas? Lady Lucas vendrá con ellos y es muy probable que tengamos aquí a la tía Phillips día y noche. Sólo un ataque de lumbago le impediría venir hoy mismo, pero una buena llorera le sentará estupendamente.

– A propósito, Mary, ¿Almería tiene que dormir en mi habitación? Tiene tendencia a roncar, y sé que hay una bonita alcoba en el ático, en un extremo. Es una dama, no una criada.

– Estoy reservando ese cuarto del ático para Charlie.

– ¡Ah!, ¿va a venir?

– Por supuesto -dijo Mary.

No era costumbre que las mujeres asistieran a los funerales, ni en la iglesia ni en el cementerio, pero Fitzwilliam Darcy había decretado que esa norma social podría ignorarse en el caso de las exequias de la señora Bennet. Sin hijos varones entre los vástagos de la finada y con cinco hijas, la asistencia podría ser quizá demasiado escasa, a menos que se relajaran dichas costumbres. Así que la nota de aviso que se había enviado a toda la familia comunicaba también que las damas podrían estar en la iglesia y en el cementerio, a pesar de las objeciones de personas como el reverendo Collins, a quien se le habían bajado bastante los humos cuando le dijeron que él no oficiaría el funeral. Así que las cuñadas de Jane, la señora Louisa Hurst y la señorita Caroline Bingley, vinieron desde Londres para estar presentes, mientras que las amigas de la señora Bennet, su hermana, la señora Phillips, y sus amigas, lady Lucas y la señora Long, hicieron el viaje, más corto, desde Meryton, para asistir también a las exequias.

Y allí estaban de nuevo todas juntas, mira por dónde, las cinco hermanas Bennet, pensó Caroline Bingley cuando concluyó el funeral en la iglesia y antes de que comenzara el cortejo fúnebre hasta el cementerio.

Jane, Elizabeth, Mary, Kitty y Lydia… Para Caroline también habían transcurrido veinte años: veinte años en el limbo, gracias a ellas y a su tan cacareada belleza. Por supuesto, se habían marchitado un poco, se habían apagado un poco… pero todavía conservaban buen aspecto. Jane y Elizabeth habían comenzado a navegar por las procelosas aguas de los cuarenta; pero ella, Caroline, ya había sobrevivido a esas tempestades y ahora encaraba los temibles cincuenta. Como Fitz; eran casi de la misma edad.

Respecto a Jane, parecía como si Dios hubiera colocado una cabeza de veintitrés años en un cuerpo de cuarenta y tres. Su rostro, con su sosegada mirada de color miel, con su tersa piel sin arrugas, con sus exquisitamente delicadas líneas, quedaba enmarcado con una melena de pelo dorado como la miel. Vaya, doce embarazos le habían pasado factura y ya no tenía aquella figura de sílfide, pero no había engordado en exceso; simplemente había ensanchado de caderas y se le había caído un poco el pecho. En ella, el «tipo Bennet» era indiscutible; las cinco tenían algún rasgo hermoso, cosa poco sorprendente teniendo en cuenta que sus padres también habían sido muy agraciados.

Elizabeth y Mary tenían el mejor pelo Bennet, fuerte, ondulado, y más pelirrojo que rubio, aunque no se podía certificar que fuera exactamente una cosa u otra; para Caroline, era sin duda pelirrojo. La piel de ambas hermanas parecía marfil y sus grandes ojos entrecerrados eran de un gris que podía tornarse violeta. Por supuesto, los rasgos de Elizabeth no eran tan perfectos como los de Jane -tenía la boca más grande y los labios demasiado gordezuelos-, pero por alguna razón que aún se le escapaba a la señorita Bingley, los hombres la encontraban más llamativa. Su excelente figura iba envuelta en zorro negro, mientras que Mary llevaba un lúgubre vestido de sarga negra, un lamentable sombrero y una capelina aún peor. Caroline estaba fascinada con ella, porque no había visto a Mary desde hacía diecisiete años, un período de tiempo que había transformado a Mary en una mujer… ¡idéntica a Elizabeth! O al menos muy parecida, si su boca naturalmente generosa no hubiera mantenido su antigua severidad: aquello sólo proclamaba su soltería. ¿Conservaría aún aquellos espantosos dientes tan mal puestos?

Caroline, la señorita Bingley, conocía muy bien a Kitty. Era lady Menadew, la de pelo trigueño y ojos azules como la flor llamada espuela de caballero, y tan elegante y tan a la moda que evidentemente disfrutaba de una sublime viudedad. Era tan amable como frívola, y parecía que tenía veintiséis años, y no treinta y seis. ¡Ah, cómo los había engañado a todos su hermano Charles! ¡Y el idiota de Desmond Hurst! Cuando ya no pudo pagar sus deudas, solicitó ayuda a Charles. Charles había accedido a pagarlas, con una condición: que Louisa presentara a Kitty Bennet en Londres. Después de todo, había dicho Charles muy razonablemente, Louisa iba a sacar al mercado a su propia hija… ¿qué más daba hacerlo con dos chicas? Atrapado, Desmond Hurst había cambiado sus facturas impagadas (y muchas otras deudas) a cambio de presentar a Kitty en Londres. ¿Pero quién iba a pensar que aquella lagarta iba a quedarse con lord Menadew? Desde luego, aquel anciano no era uno de los mejores premios del negocio matrimonial de Londres, pero resultaba una pieza muy deseable, a pesar de sus muchos años. Mientras, la pobrecita Posy (así llamaban a Letitia) no conseguía un marido por nada del mundo y se encaminaba directamente a una larga decadencia… ataques de debilidad, depresión, inanición.

Lydia era otro asunto bien distinto. Ella sí que parecía una verdadera cuarentona, y no Jane. ¿Qué edad tenía? Treinta y cuatro. Caroline podía imaginarse perfectamente los esfuerzos a los que debía de haber recurrido su familia para impedir que la señora Wickham se ahogara en una botella. ¿No habían hecho ellos lo mismo con el señor Hurst? Éste había sucumbido tras una apoplejía ocho años atrás, permitiendo que Carolina abandonara las casas de Charles para trasladarse a la residencia de los Hurst en Brook Street, y vivir allí con Louisa y Posy, y entregarse de este modo más libremente a su pasatiempo favorito: despedazar a Elizabeth Darcy y a su hijo.

Tragó el nudo que tenía en la garganta cuando Fitz y Charles salieron de la iglesia; el pequeño ataúd de la suegra iba haciendo equilibrios sobre sus hombros, porque el diminuto señor Collins y Henry Lucas iban en la parte de atrás; aquella organización confería a la caja de madera pulida de palisandro una inclinación precaria, pero no excesivamente peligrosa. «¡Oh, Fitz, Fitz…! ¿Por qué te enamoraste de ella? ¿Por qué te casaste con ella? Yo te habría dado verdaderos hijos varones, y no un único espécimen tan aburrido como Charlie. Undevoté del amor socrático [3], todo el mundo está convencido de ello. ¿Por qué? Porque el asombroso grado de su belleza lo hace parecer de ese tipo de personas, y yo difundo esa calumnia como si fuera una verdad, porque mi relación íntima con la familia la convierte en una insidia perfectamente creíble. Tildar a su hijo con un estigma semejante, tan repugnante al corazón de su padre, es un modo de castigar a Fitz por no haberse casado conmigo. Cualquiera pensaría que Fitz descubriría sin mucho esfuerzo semejante estratagema, porque los rumores siempre comienzan con algo que yo he dicho. Pero no. Fitz me cree a mí, no a Charlie».

Torció su larga nariz, porque había adivinado indicios de ciertas complicaciones en aquel inoportuno viaje para enterrar a aquella vieja bruja con cabeza de chorlito. No todo había ido bien en elménage de los Darcy durante algún tiempo, pero las formas se habían mantenido… al menos aparentemente. El aire de distante soberbia de Fitz había disminuido un tanto; durante los primeros años de su matrimonio casi había desaparecido, aunque ahora el instinto le decía a Caroline que Darcy no era el hombre feliz que había subido al altar. ¿Tenía aún ilusión por algo? Quizá. Aún aspiraba a conquistar… ¿qué? Caroline Bingley no lo sabía, pero estaba absolutamente convencida de que la pasión de Fitz por Elizabeth no se había resuelto en una verdadera felicidad.

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[3] Se trata de un malicioso eufemismo para designar la homosexualidad, pues así se habían entendido las prácticas eróticas del filósofo a partir de los textos platónicos.