«Durante mucho tiempo he considerado mi infancia y mi adolescencia en Longbourn como los años más felices de mi vida; estábamos tan unidos, tan alegres, tan seguros… Porque respecto a lo último, a la seguridad, perdonamos a mamá sus tonterías y a papá su sarcástica actitud. Pero Jane y yo brillamos más que todas, Y éramos bien conscientes de ello. Las hermanas Bennet formaban como capas: a Jane y a mí se nos consideraba las más bonitas y las que probablemente tendríamos un futuro más prometedor; Kitty y Lydia eran unas cabezas de chorlito y unas payasas; y Mary, la chica del medio, ni una cosa ni otra. Apenas puedo vislumbrar sombras de aquella Mary en la mujer que tengo enfrente; todavía es capaz de criticar sin piedad las debilidades de una persona, y todavía se muestra despreciativa con las cosas materiales. Pero… ¡oh, cómo ha cambiado!».
– ¿Qué recuerdas de nuestros años en Longbourn? -preguntó Elizabeth, buscando respuestas.
– Un sentimiento de inadaptación, principalmente -dijo Mary.
– Oh, inadaptación… ¡Qué horrible! ¿No fuiste feliz en absoluto?
– Supongo que sí. De todos modos, no me quejaba. Yo creo que estaba absorta en una bondad que no podía ver ni en ti ni en Jane, ni en Kitty ni en Lydia. ¡No, no me mires así! No os estoy juzgando, sólo me estoy juzgando a mí misma. Yo pensaba que tú y Jane estabais obsesionadas por casaros con alguien rico, mientras que Kitty y Lydia eran completamente indisciplinadas, demasiado silvestres. Modelé mi propia conducta con los libros que leía… ¡qué pedante he debido de ser…! Por no mencionar el aburrimiento, porque los libros que leía eran muy aburridos.
– Sí, eras prosaica y aburrida, aunque sólo ahora comprendo por qué. No te dejamos otra opción: las cuatro.
– Bueno, las pústulas y los dientes no me ayudaban mucho, lo confieso. Consideraba esos defectos como un castigo, aunque no tenía ni idea de cuál podría haber sido mi crimen.
– No hubo ningún crimen, Mary. Simplemente dolencias desafortunadas.
– A ti te tengo que agradecer haberme librado de ellas. ¿Quién iba a imaginar que algo tan banal como una pequeña cucharadita de sulfuro cada dos días podría curar los granos y la extracción de un diente permitiría que los otros crecieran en su lugar perfectamente? -Se levantó de la mesa del desayuno con una sonrisa-. ¿Dónde estarán los caballeros? Creía que Fitz quería irse temprano.
– Es culpa de Charlie. Salió a cazar ratas con Jem Jenkins, y Fitz ha ido a buscarlo.
Las preguntas zumbaban en el interior de la cabeza de Mary, todas ellas exigiendo a gritos una respuesta: «Pregunta, y sabrás», pensó.
– ¿Qué clase de hombre es Fitz?
Elizabeth pestañeó ante la brusquedad de aquella pregunta.
– Después de diecinueve años de matrimonio, hermana, confieso que no lo sé. Tiene unas… unas ideas tan elevadas de quiénes son y qué representan los Darcy… Tal vez eso sea inevitable en una familia que puede rastrear sus antepasados hasta los tiempos de la Conquista [4], y aun antes. Aunque a veces me he preguntado por qué, teniendo todos esos siglos de rancio abolengo, nunca han obtenido un título.
– Orgullo, supongo -dijo Mary-. Tú no eres feliz.
– Había pensado que lo sería, pero adentrarse en el estado conyugal es comenzar un viaje hacia lo desconocido. Supongo que yo pensaba que, puesto que Fitz me amaba, disfrutaríamos de una vida idílica en Pemberley, con nuestros hijos correteando alrededor. Pero no fui consciente de las obsesiones de Fitz, de sus inquietudes, de sus ambiciones… de sus secretos. Hay partes de su mente que nunca me muestra. -Se estremeció con un escalofrío-. Y no estoy segura de querer saber qué es lo que me oculta.
– Me apena verte tan abatida, Lizzie, pero me alegro de haber tenido esta oportunidad de hablar. ¿Hay algo concreto de Fitz que te preocupe…?
– Ned Skinner, tendría que responder. Es una amistad muy extraña…
Mary frunció el ceño.
– ¿Quién es Ned Skinner?
Si hubieras venido alguna vez a Pemberley, lo conocerías. Es el secretario de Fitz, el supervisor, su hombre de confianza. No es el administrador, porque el administrador es Matthew Spottiswoode. Ned viaja mucho por orden de Fitz, pero no sé exactamente qué hace. Vive en uncottage precioso de nuestra propiedad y tiene criados propios, y también establos propios.
– Dijiste que eran amigos…
– Y así es, y muy buenos amigos. Ése es el misterio. Porque Ned no es de la misma clase social que Fitz y en condiciones normales Darcy repudiaría una amistad semejante. Sin embargo, son muy amigos.
– ¿Es un caballero?
– Habla como un caballero, pero no lo es.
– ¿Por qué nunca lo habías mencionado?
– Supongo que no surgió hablar del tema… Nunca había tenido oportunidad de hablar contigo tan abiertamente.
– Sí, ya lo sé. Mamá siempre andaba por ahí, o Charlie. ¿Desde cuándo Fitz es tan amigo de ese Ned Skinner?
– Oh, desde antes de casarnos. Lo recuerdo como un joven raro, siempre en la sombra, siempre por detrás, observando a Fitz con adoración. Es un poco más joven que yo…
Elizabeth se interrumpió y no continuó con lo que iba a decir porque Fitz entró en la estancia, arrastrando una ráfaga de aire frío tras él. Aún era un hombre apuesto, pensó Mary, aunque ya estaba en la cincuentena. Todo lo que una mujer joven e inexperta podría haber deseado en un marido, considerando tanto su situación económica como su aspecto físico. Sin embargo, Mary recordaba haber oído decir a Jane en cierta ocasión, con un suspiro, que Lizzie no amaba a Darcy como ella, Jane, amaba a su querido señor Bingley. Una verdadera declaración de Jane, que no traslucía ni condena ni desaprobación: era sólo algo que se refería a cómo Lizzie miraba los lujos de Pemberley y cómo, después de contemplar aquellos esplendores, comenzó a pensar, mucho mejor del señor Darcy. Cuando renovó sus peticiones de matrimonio tras la escandalosa fuga de Lydia, Lizzie lo aceptó como marido.
– Mary, tengo que decirte una cosa antes de irme… -dijo Darcy, y luego se volvió hacia su esposa-. ¿Ya estás preparada, querida?
– Sí. ¿Encontraste a Charlie?
– Claro. Cargado con una docena de ratas.
Elizabeth se echó a reír.
– Espero que se lave las manos. No quiero moscas en el coche.
– Sí, a eso ha ido. Después de ti, mi querida Mary -dijo, y se apartó con su habitual y encantadora cortesía para dejar pasar a la hermana mediana, y luego la siguió hasta la biblioteca, una verdadera biblioteca atestada con miles de libros.
– Siéntate -dijo, pasando a la parte principal de la mesa del escritorio con la pausada autoridad de quien sabe que es la persona que ha pagado aquello y todo lo demás que había en Shelby Manor. Con las rodillas flojeándole de repente, Mary se hundió en la silla del invitado, delante de la mesa, y se enfrentó a él con la barbilla alta. ¡Que sus rodillas flaquearan no significaba que su espalda no pudiera sostenerla!
Durante unos instantes, Fitz no dijo nada, simplemente la miró con un gesto de cierta confusión.
– Te pareces cada día más a Elizabeth… -dijo luego-. Eran las pústulas, claro. Afortunadamente, no te dejaron marcas en la piel. -Una vez que concluyó sus halagos médicos, se adentró en otro tipo de defectos-. La verdad es que no he oído una voz peor que la tuya, ni he visto jamás a una joven más propensa a lanzarla al viento en forma de canciones. Todavía se me ponen los pelos de punta cuando lo recuerdo.