Inevitablemente, y del mismo modo en que Holmes conocía la identidad de «Irene Adler», la identidad de su denunciante, la persona a la que yo intenté disfrazar algo jocosamente como «Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel Felstein, y rey hereditario de Bohemia», fue igual e instantáneamente reconocida como la del todavía muy joven príncipe soberano de Bulgaria, Su Alteza Serenísima el príncipe Alejandro de Battenberg. No es un secreto, y ni por asomo me excuso de ello, el que hice todos los esfuerzos posibles para disfrazar las verdaderas identidades de las personas implicadas, cuando ideé una narración supuestamente ficticia para una popular revista mensual. Mirando atrás, me doy cuenta, con algo de diversión, de las claras influencias que tenía yo a la hora de inventar un nombre imaginario tan absurdamente ridículo como «von Ormstein» y demás, para el real príncipe Alejandro, llamado «Sandro» por nuestra Familia Real, de la que era un gran favorito.
Supongo que, reflexionando sobre el éxito como aventurera de la señora de Edward Langtry, née Emile Charlotte Le Bretón, hija del decano de Jersey, acabé pensando en el aún más deslumbrante éxito de otro miembro de esa Frágil Hermandad que era, al mundo Victoriano, lo que la excesivamente pagada estrella hollywoodense es hoy a la actual generación, no objeto de «un insulto o un silbido» sino más bien blanco de admiración, envidia y, dentro de lo que cabe, emulación. La dama a quien debía tener en mente era hija de un sastre de Cologne y de su esposa francesa. Me refiero a la antigua florista de Burdeos, Hortense Schneider.
Qué bien recuerdo el tiempo en que su retrato se veía por todas partes junto al de las cabezas coronadas de Europa, cuando alcanzó el éxito en todo el continente como Grande Duchesse de Gérolstein, en la obra del mismo nombre. El príncipe de Gales era uno de sus numerosos amantes, y recuerdo muy bien una visita que hizo a Paris, justo antes de la derrota de los franceses por los alemanes, en que esta mujer (según pensaba yo) algo vulgar disfrutó de honores casi reales y, ciertamente, esperaba ser tratada (cosa que normalmente sucedía) con la deferencia debida a alguien «cuya soberanía, a diferencia de otros gobernantes, estaba realmente basada en el amor de su pueblo», según apuntó un historiador inglés.
Sí… ahora que reflexiono, debió ser el tremendo coup de théâtre de madame Hortense Schneider lo que me proporcionó el «eco», por llamarlo así, de «Gerolstein»… «Ormstein», porque recuerdo claramente que fue el año que trabé conocimiento con Sherlock Holmes, 1881, cuando leí en The Times la noticia de la despedida del escenario de madame Hortense Schneider y su inmediato matrimonio con el conde Emile de Bionne. (Y con esto basta en cuanto a la carrera de la hija de un sastre de Burdeos… y en cuanto a la lamentable confusión de los moralistas en lo referente al salario del pecado).
En cuanto a esa referencia a «Bohemia» en mi inventado título para el príncipe «Sandro», el nombre -o más bien el concepto- de «Bohemia», de «Bohème» y de «La vie de Bohème», hace ya mucho que es familiar para la gente culta de nuestra nación gracias a la obra de Henri Murger, Scènes de la vie de Bohème, muy popular en su traducción inglesa, y, más recientemente, gracias a Trilby, la tal vez excesivamente romántica novela de Du Maurier sobre la vida artística parisina. Ahora no puedo recordar sin consultar el disco si Puccini nos había dado ya, o no, su espléndida ópera, cuando preparaba Un Escándalo en Bohemia para su publicación en The Strand Magazine, pero, como ya he dicho, el concepto de «Bohemia», con sus connotaciones do romántica liberación de la disciplina y de una seductora e inocente vida despreocupada, estaba ya muy clara en la mente del ciudadano británico. Así que, no debió parecer irrazonable al joven que entonces era yo -no más de cuarenta años, creo recordar, bautizar a un autoindulgente noble extranjero, que nos visitaba para quejarse de la «deshonesta» conducta de su caprichosa amante, con el imaginario, pero creo que no inadecuado, título de «rey de Bohemia».
Luego explicaré la verdadera naturaleza de su queja…
Debo decir que los periódicos británicos no sólo dedicaron un gran espacio a la difunta lady de Bathe en sus columnas necrológicas, sino que, como es tradicional en la mejor clase de periodismo, se abstuvieron discretamente de explicar el origen de su riqueza, conformándose con decir que, en sus años jóvenes, ella y su marido, el señor Edward Langtry, disfrutaron de la amistad de Sus Altezas Reales el príncipe y la princesa de Gales y de otras personas de menor importancia, pero no por ello de escasa eminencia. Todos citaron un comentario de la septuagenaria dama, hecho a un periodista en una entrevista reciente, sobre que le habría gustado volver al escenario, «aunque sólo fuese como figurante en Bulldog Drummond». Las necrológicas no mencionaron a la hija -encantadora, y todavía entre nosotros [1] – que, de ser cierto lo que dicen, tuvo de un miembro de una noble familia alemana, á la main gauche [2], pero sí mencionaron que su viudo, el baronet sir Hugo de Bathe, encargó a un eminente escultor la realización de un busto de «el más puro mármol blanco de Carrara» para su tumba en St. Saviour, Jersey. Se necesita ser periodista para saber lo importantes, o poco importantes, que son los hechos, y cuáles pueden mencionarse sin problemas. De modo que todos los periódicos comentaron que «tan sólo una o dos semanas atrás, lady de Bathe, al parecer en perfecto estado de salud, jugó varios hoyos de golf con su amiga lady Dudley en las canchas de Hythe». Lady Dudley, una cantante de comedias musicales, se ganó al principio de su carrera la amistad del duque más acaudalado de Inglaterra y, por tanto, y a diferencia de lady de Bathe cuando era la señora de Edward Langtry, nunca necesitó echar sus redes de forma tan amplia.
En la muy modificada versión de nuestro encuentro con el príncipe «Sandro» de Battenberg que preparé para The Strand Magazine con el título de Un Escándalo en Bohemia, hice ver que mi amigo, el señor Holmes, poseía considerables conocimientos sobre la dama a quien yo bauticé como «Irene Adler», aunque conocimientos almacenados en sus archivos y no obtenidos personalmente.
La verdad es que el señor Holmes ya conocía a la dama. Y será mejor que a partir de este momento la llame por su verdadero nombre y no vuelva a referirme a ella de otro modo que como la señora de Edward -«Lillie»- Langtry.
No solo la conocía, sino que tuvo tratos profesionales con ella, habiendo «actuado» (como dicen los procuradores) en su beneficio.
Y creo que ahora es el momento de dejar claro qué fue exactamente lo que el príncipe «Sandro», recomendado a Holmes por Su Alteza Real el príncipe de Gales (y que llegó a Baker Street absurdamente «disfrazado», en una de las berlinas de Marlborough House), quería que mi amigo hiciera por él. En el relato ficticio que escribí para The Strand, dije que el príncipe deseaba casarse, y eso era cierto. Pero la dama en cuestión no era la imaginaria «princesa Clotilde Lothman von Saxe-Meningen» (un nombre de mi propia invención), sino la muy real princesa Victoria, hija de Sus Altezas Imperiales el Príncipe Coronado y la Princesa de Alemania, siendo ésta hija de nuestra propia Reina. La propuesta unión matrimonial había sido vehementemente promovida por toda nuestra Familia Real, con la amarga oposición del heredero de Guillermo, heredero del Príncipe Coronado (luego emperador Guillermo II, y en la actualidad, si puede creerse a la prensa, aliviando el tedio de su exilio talando árboles en Doorn, Holanda). Yo escribí que ese «conde von Kramm… etc.» deseaba recuperar la posesión de una foto comprometedora antes de que fuera, o pudiera ser, enviada a la mojigata «princesa Clotilde». En realidad, era algo mucho menos intrínsecamente peligroso y mucho más intrínsecamente valioso, que una fotografía comprometedora. Era una colección muy valiosa de joyas, y no era cicatería por parte del príncipe lo que le hacía estar tan desesperado por recobrar las gemas, sino el muy embarazoso hecho de que las joyas, que incluían un magnífico parure de diamantes de la mejor agua, nunca fueron propiedad del príncipe para poder regalarlas, ya que estaban vinculadas a la Familia y no podían, legalmente hablando, salir de ella, ya fuese mediante venta o regalo.