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– Una situación muy delicada -comentó Holmes una vez nos dejó el príncipe, tras describimos su preocupación-, y un bonito, muy bonito, problema, ni más ni menos.

– ¿Está usted seguro de poder persuadir a la señora Langtry de que los devuelva? -pregunté-. Después de todo, como nos dijo el príncipe, el dinero no es problema…

Holmes unió las yemas de los dedos, y sonrió de esa forma enigmática que me decía que me había ocultado algún hecho importante, y que estaba dispuesto a revelarlo.

Y así fue.

– Sin duda, la señora Langtry aceptaría dinero en metálico a cambio de devolver las joyas… -observó- de estar todavía en su poder… Pero, ¡ay! Ya no están en su poder para devolverlas…

– ¡Por los cielos, Holmes! -grité-. ¿Las ha vendido…?

– Peor… mucho peor. Si las hubiese vendido, podría negociar con el comprador… o compradores. No, no las ha vendido. Han sido robadas… y -lanzó una carcajada- de una forma tan simple y hermosa como pocas veces se ha visto en los anales del robo de mayor cuantía.

– ¿Cómo…? -empecé, pero Holmes continuó hablando.

– Todo esto, doctor, se reduce a un asunto de simple, pero casi siempre invariablemente peligrosa, indulgencia. Hasta el más complicado de los casos, por muy complicado que pueda parecer, o llegue a serlo, siempre tendrá su origen en la más sencilla de las causas. Esa es una de las normas invariables de la vida. Esta vez, el origen de lo que seguramente se convertirá en un caso importante, si no complicado, estriba en la muy humana, y perfectamente comprensible, vanidad de la dama. El caso tiene una explicación muy sencilla que…

– Estaré muy interesado en oírla.

– Pues la oirá. Bueno, en primer lugar, los fabricantes del jabón Pear’s preguntaron a la dama (como suele hacerse con otras muchas damas de la clase conocida como «bellezas profesionales», y cuyos retratos fotográficos se ven a centenares en los escaparates de las tiendas) si consentiría en testimoniar las excelencias de su jabón. Por un precio, claro está; la dama rara vez ofrece algún servicio como no sea con la tarifa adecuada. Vea, déjeme mostrarle…

Se levantó del sillón y cruzó la habitación hasta su escritorio de cortina, de cuyos casilleros sobresalían y colgaban papeles de todas clases y tamaños. Pero sólo necesitó un momento de rebuscar en el aparente caos para encontrar lo que buscaba. Luego volvió a su sillón y me entregó algo que, obviamente, era un recorte de periódico. Era el anuncio de jabón Pear’s que había mencionado como origen de todo aquel fastidioso asunto.

– Adelante; léalo -me invitó Holmes cargando su nueva pipa bulldog de brezo blanco comprada esa misma tarde en Fribourg & Treyer, en el Haymarket.

Eso hice. Había mucho de eso que los periodistas llaman «copy» en el relativamente pequeño espacio: referencias a la opinión del profesor sir Erasmus Wilson, «la mayor autoridad inglesa en la piel»; a sus «quince premios internacionales»; que estaba «especialmente preparado para la piel delicada de niños y mujeres»; y mucho, mucho más por el estilo. Y, en la parte inferior del anuncio, en gruesa y florida escritura: «Para las manos y el cutis, lo prefiero a cualquier otro». Había una foto de la dama (me pareció que una no muy atractiva) y en la esquina derecha su afectada firma «personal»: «Lillie Langtry».

Holmes me observaba atentamente mientras leía la propaganda y, cuando vio que terminaba, alargó la mano y me arrebató suavemente el recorte de los dedos.

– ¿Se ha fijado en que está firmado…? Sí, también lo hizo el ladrón -añadió secamente, riéndose a continuación-. No es un problema de tres pipas, doctor. La señorita Langtry depositó lo que calculaba eran unas cuarenta mil libras enjoyas en el Union Bank, en la sucursal de la esquina de Pont Street y Sloane Street. ¿La conoce…? Sí, la que está junto al Cadogan Hotel. [3]

»Bueno, pues «una persona de apariencia respetable» y, entre nosotros, de considerable descaro, se presentó en el banco casi inmediatamente después de la primera aparición de este anuncio en la prensa y presentó una orden, aparentemente firmada por la señora Langtry, solicitando al banco que entregase las joyas al portador de la nota. Desgraciadamente, lo hicieron.

– ¡Sin haber comprobado la validez de la nota con la señora Langtry! ¡Holmes, semejante descuido no es permisible!

– Eso sostiene indignada la señora Langtry. Pero, doctor, yo no estoy tan seguro. En toda falsificación con éxito, la falsificación en sí está cuidadosamente concebida para que, por decirlo así, proporcione su propia e incuestionable autoridad. Añada a eso el aspecto obviamente persuasivo del hombre que presentó la nota, fuese o no el falsificador, y ¿qué tenemos? Naturalmente, los empleados del banco aceptaron la nota como válida. Pero la señora Langtry está decidida a iniciar una demanda, y eso provoca una situación de carácter extremadamente delicado.

– ¿Ha sido requerido por la señora Langtry…?

– He aceptado prestarle toda la ayuda que esté en mi mano. Fui recomendado a la dama por dos personas familiarizadas con mis métodos, siendo la más importante de ellas, un ilustre cliente, con quien la señora Langtry tiene, o tuvo recientemente, una relación íntima más allá de los límites de una amistad convencional, y la otra George Lewis, el llamado abogado de la sociedad, a quien acude la señora Langtry siempre que tiene problemas. Debo decir que el hombre tiene un notable talento para lavar la ropa sucia en privado -concluyó Holmes, con algo de desdén-. Pero, volviendo al asunto de las joyas robadas…

– ¿Cree que el señor Lewis obligará al banco a pagar el valor de las gemas?

– Me temo que sólo la cuarta parte de su valor…

– ¡La cuarta parte! Pero, ¿por qué, Holmes?

– Porque, cuando el banco aceptó guardarlas pidió a un tasador que calculara su valor-respondió secamente-. Y el tasador, que evidentemente sabía mucho de joyas famosas, reconoció las tres cuartas partes de las joyas como alhajas que sólo podían haberse prestado a la señora Langtry, dado que estaban vinculadas. El banco se niega a asumir responsabilidad por joyas que, según sostiene, nunca fueron propiedad legal de la señora Langtry. Acepta asumir una responsabilidad por la cuarta parte del total, o sea, unas diez mil libras, y me temo que Lewis debió conformarse con eso. Así que la señora Langtry recurrió a mí. Las gemas deben ser recuperadas, aunque más por el bien del príncipe que por el de ella. Bueno, usted mismo vio que está desesperado; cómo podría explicar que no están en su poder, si llegan a pedirle que aclare su pérdida.

– ¿Tiene alguna idea de quién puede ser el ladrón?

– Se me ocurren varios delincuentes probables que podrían haber hecho esto. Los medios no dicen nada. Una simple falsificación que podría haber efectuado cualquier escribano de dedos hábiles. El papel donde se escribió la nota no me dice nada, salvo que era papel de escribir con el nombre y la dirección del Hotel Savoy, papel que podría haber cogido cualquier visitante casual. No obstante, hay dos posibles formas de identificarlo: el que supiera que las joyas estaban depositadas en el Union Bank y, por supuesto, la admirable sang-froid del hombre que presentó la nota. Su descripción no sirve para nada: «vestido de forma respetable» sólo significa una camisa almidonada, un abrigo de mañana o una levita y una chistera bien cepillada. Cabello gris, bigote gris… no sacaremos nada por ahí. La esperanza que tengo de recuperar las joyas radica en que, si el ladrón sabía demasiado, debe saber mucho más, ya que puede obtener una cantidad considerablemente mayor pidiendo rescate por las piedras que cortándolas.

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[3] En un salón privado del mismo fue arrestado Oscar Wilde en 1985.