Bueno, como ya sabemos, el banco no pagó más que la cuarta parte, lo cual, después de todo, equivale a toda la pérdida de la señora Langtry. Y mi amigo, habiendo localizado al ladrón, sirviéndose de sus métodos, entre aquellos con un conocimiento experto en gemas, y, lo que es más importante aún para un ladrón, de los medios para deshacerse de ellas, volvió al banco e intentó identificar a su ladrón de joyas por lo poco, que no era mucho, que el empleado de banco recordaba del hombre.
Bueno Holmes remarcó a su vuelta de lo que, a simple vista, parecía una visita fútil…
Una y otra vez nos encontramos con la frustrante experiencia de interrogar a testigos que ven, pero no observan. No obstante, creo que el empleado del banco, aunque poco observador, puede habernos proporcionado algún dato valioso. Me dijo que el visitante parecía tener un acento extranjero, ligero, pero desde luego apreciable; y se le ocurrió pensar que el hombre podía ser un americano. De ser así, eso reduce considerablemente el campo de búsqueda. La encuesta no se limitaría sólo al muy reducido campo de profesionales en el robo de joyas.
»Pero hay otro detalle valioso, o al menos a mí me lo parece. Presioné al empleado para que intentase recordar cualquier uso de palabras o sintaxis que le dieran la impresión de que el hombre era extranjero, aparte de su ligero acento. El empleado, rebuscando en la memoria, sólo recordó una expresión inusual. Cuando llevó al hombre la caja con las gemas de la señora Langtry, éste comentó: «¿Cuánto diría usted que cuesta esto?» Esta abrupta forma de expresarse sorprendió al empleado. Me dijo que habría esperado alguna pregunta del tipo «¿Han sido tasadas o valoradas, por un experto?» o algo así. Pero que ese abrupto «¿Cuánto diría usted que cuesta esto?» le chocó por lo raro, y por lo vulgar, ya que desentonaba con la respetable apariencia del hombre.
– ¿Y no tuvo sospechas? ¿Y le entregó las gemas? ¡Es una pena que su extraña forma de expresarse no despertara sus sospechas!
– Bueno, el hecho es que no lo hizo. Pero creo que aquí tenemos una valiosa pista. Dije que el ladrón era un hombre de la mayor sangre fría. Creo que, y dado que a la sangre fría, y según el refrán, hay que añadirle una absoluta desfachatez, el caballero dejó, no su tarjeta de visita, sino… su nombre.
– ¡Su nombre!
– ¿Recuerda el robo del retrato de la duquesa de Devonshire, obra de Gainsborough, en la galería que los señores Agnew’s tienen en Bond Street, acaecida hace doce años (todo esto tenía lugar a primeros de 1888) y, lo que viene más al caso, la osada sencillez con que se llevó a cabo el robo? Agnew’s pagó por ese retrato diez mil guineas en Christie’s, y al descubrir el robo, ofreció mil guineas por su devolución. Nunca fue devuelto.
– ¿Destruido, por ser demasiado peligroso conservarlo?
– No. El peligro sobrevendría cuando el ladrón intentara venderlo. No, doctor, este es un ladrón suficientemente paciente, y suficientemente rico, para conservarlo de cara a un rescate. Estoy casi convencido de que su golpe, debería decir el golpe, en el Union Bank es obra suya; desde luego tiene todas las trazas de su peculiar habilidad. Se especializa en el robo de joyas; nada podría haber superado, tanto en cuidadosa planificación como en temeridad, el robo del «correo del diamante» de la oficina postal de Hatton-Garden una nublada noche de noviembre del año en que nos conocimos, 1881. ¿Recuerda los detalles? Ah, bueno… pues, tras haber estudiado la oficina postal, el ladrón entró en ella a las cinco de la tarde, cuando había dos bolsas de correo certificadas detrás del mostrador, dirigidas a varios comerciantes en diamantes del continente, colgando, ya selladas, de ganchos de hierro. Un hombre bien vestido, seguido por un mensajero del servicio de telégrafos con, creo recordar, rizos rubios asomando bajo la gorra del uniforme, pidió sellos por valor de un shilling. Mientras el ladrón esperaba sus sellos ante el mostrador, el supuesto mensajero, en realidad una joven cómplice, pasó junto a él, bajó las escaleras que conducían al sótano y apagó el gas de la planta principal. Cuando las luces se apagaron, el ladrón rodeó el mostrador, cogió las dos sacas de diamantes y corrió hasta St. Martin’s-le-Grand acompañado por su cómplice, donde les esperaba un coche alquilado. Nunca les cogieron.
»Más atrevido y provechoso aún, ya que obtuvo entre setenta y ochenta mil libras en ese delito, fue su robo del «correo del diamante» de Kimberley, cuando las sacas iban camino de Cape Town: no se descubrió el robo hasta que no abrieron las sacas al final del viaje.
– ¿Le han cogido alguna vez…?
– No. Nunca le han arrestado.
– Pero se sabe que todos esos delitos fueron cometidos por el mismo hombre.
– Porque todos esos delitos estaban «firmados» por él, como lo estaría un libro por su escritor o una pintura por un artista, y desde luego es un artista.
– ¿Se conoce su identidad?
– No. Sólo el nombre por el que es conocido en el mundo del crimen. Quizá sea su verdadero nombre, pero probablemente no sea así. Algunos dicen que es un judío australiano afincado en New York, pero sólo él podría decirnos quién es realmente.
– ¿Y el nombre por el que los criminales… y la policía… le conocen?
Holmes sonrió, me pareció que con algo de tristeza.
– Es el nombre que le dio al empleado del banco.
– ¿Le dio su nombre? No me parece recordarlo…
– Cuando dejó intrigado al empleado utilizando la frase, la palabra «costar», en vez, de «valer» o un término mucho más normal. Sí, doctor, el nombre por el que es conocido en círculos policiales y criminales es el de… Adam Worth [4]. Si algún hombre se mereció alguna vez el apodo de «Napoleón del mundo del crimen» ése es él. Sí… debió pensar que era posible que me llamaran para el asunto del Union Bank, y fue para mí para quien debió «firmar», por así decirlo, su última hazaña. Bueno, ya lo veremos.
»Pero, qué difícil resulta, doctor, no admirar a un hombre que, para devolver al mercado los diamantes de Kimberley, hizo que uno de sus hombres se hiciera pasar por tratante en diamantes de Hatton-Garden y le vendiera los diamantes a algunas de las personas a las que había robado. [5]
Como ya he dicho, el encargo que nos hizo el príncipe Alejandro de Battenberg, a quien yo había presentado algo jocosamente al lector como el absurdo «conde von Kramm, gran duque de Cassel-Felstein… etc.», no era, en ningún modo, la primera vez que la señora «Lillie» Langtry, alias «Irene Adler» en mi relato manipulado, se mezcló en los asuntos de Holmes, y éste, creo, es el sitio adecuado para este informe, que no se publicará hasta la muerte del señor Holmes y la mía (el príncipe Alejandro murió hace muchos años; la señora Langtry -lady de Bathe-, este año que termina), y para maravillarme, como sigo maravillándome, ante la todopoderosa atracción que inspiraba en mi amigo esta mujer en particular, de entre tantas liaisons basadas en relaciones comerciales.
Austero, reservado, incluso casi físicamente introvertido, aunque siempre, naturalmente, con esa cortesía deferente que está muy por encima de las convenciones de la educación formal, la «reacción» de mi amigo (por llamarla de algún modo) ante el forzoso encuentro con una dama de muy fácil virtud, normalmente se habría basado en esa austeridad, esa reserva, ese -sí, debo decirlo- casi puritanismo, de una forma tan obvia que habría resultado imposible que cualquiera lo pasase por alto.
Naturalmente, ni siquiera yo, teniendo la imagen de mi perdida Mary tan presente en mi memoria que todas las mujeres, comparadas con ella, me parecen carentes de importancia (hablo de su belleza), podría atreverme a negar a la señora Langtry mi tributo a su encanto. Vi, mientras estaba sentada en esa chirriante silla de paja junto al brillante fuego (creo recordar que hacía frío aquel marzo de 1888) el modo en que podía dominar, atraer de forma sutil y, debo decir que seducir inevitablemente, no tanto por su encanto físico como por su presencia mental y física. Me resultó curioso que, aunque mi mente me dijese que era una meretriz y una desvergonzada, aunque mi mente jugase con la posibilidad de describirla mediante una palabra mucho más corta, pero todavía bíblica, mi corazón no pudiese aceptar esa evaluación cruel aunque sincera.
[4] Worth en inglés es «el valor», «el coste de algo». (N. del T.)
[5] Esto es cierto. Worth estableció a Wynert, su socio en el crimen, en un negocio «legítimo» como traíanle de diamantes de Hatton-Garden, centro del comercio de diamantes de Inglaterra, tanto entonces como ahora. Wynert se deshizo de lodo el bolín de Kimberley en el plazo de dieciocho meses, la mayoría vendiéndoselo a su legítimo propietario, también tratante en diamantes de Hatton-Garden. (N. del E.)