Mientras ella hablaba con mi amigo, la estudió, tanto como hombre de medicina como -bueno, déjenme admitirlo en la intimidad de este muy privado informe simple hombre. Le concedí su belleza física: los ojos violetas, el espléndido cabello cobrizo, el intachable cutis (¡que nada debía, según reflexioné luego, al jabón Pear's!) Pero, mientras la miraba disimuladamente, estudiando cada parte de ese cuerpo, esa personalidad que había esclavizado a tantos hombres, me descubrí sorprendiéndome ante la inevitable conclusión de que -sí, en serio-, había algo más masculino que femenino en su complexión, y que, seguramente, tenía un componente en exceso masculino para que ella pudiese afirmar una femineidad completa. Sus hombros eran demasiado anchos para ser femeninos, sus manos eran grandes y (uno diría) fuertes, su mandíbula demasiado firme para la belleza femenina; y, pese a todas esas paradojas físicas, una seguridad que se detenía a muy poca distancia de la arrogancia; una casi arrogancia que se detenía a muy poca distancia de la desfachatez… (No; a diferencia de mi amigo, yo nunca, me alegra decirlo, caí bajo el hechizo de esta muy corrompida paloma, no llegando nunca a ser desleal, no sólo al recuerdo de mi Mary, sino, lo que es más, al maravilloso modelo de femineidad de la que mi amada esposa fue un ejemplo tan resplandeciente). En los cuarenta años posteriores a nuestros primeros tratos con la señora Langtry ha aparecido una nueva palabra, una palabra muy expresiva, que creo que nos ha llegado de América. Esta palabra es «enganchado» [6], y, mirando atrás, no puedo encontrar una mejor forma de expresar la subyugación de mi amigo que diciendo que estaba «enganchado», en todos los aspectos. No puedo explicar por qué esto era así. Los franceses también tienen una palabra que describe la entrega de mi amigo mucho mejor aún que nuestra expresión «completamente atontado» [7]. Los franceses llaman a esta condición de abyecta rendición a una abrumadora impresión emocional, bouleversement, pero mientras le doy la palma a la mot juste de los franceses, acude a mi mente una frase aún mejor, una frase que he oído utilizar a los sirvientes cuando creen estar hablando en privado: «como si se hubiera caído de un pino». ¡Ay! Sólo puedo limitarme a constatar, aunque con el más profundo pesar, que mi pobre amigo estaba como si se hubiera caído de un pino…
Escribiendo esto para mi muy personal constancia, a diez años de «La guerra para acabar con todas las guerras» (¡nunca hemos podido estar más ciegos!), me siento como sir Bedivere, al menos en el sentido de estar «revolviendo muchos recuerdos», y los recuerdos se amontonan en mí, como si se empujasen unos a otros para conseguir prioridad, así que me veo abrumado por una docena de conflictivas y confusas evocaciones.
Frases olvidadas o semirecordadas se amontonan en mi consciencia… son tantas y tan diferentes, originadas todas en las distintas emociones que constituyen una larga, larga experiencia. ¿Por qué, por ejemplo, acude a mi mente la descripción que hizo la duquesa de Orleans -esa duquesa que se casó con el afeminado monsieur, esa malhablada princesa alemana- de madame de Maintenon? «Una mujer de hermosos ojos», creo que fue lo que escribió, «aparentemente modesta, pero de rebelde seno». Desde luego mencionó el «rebelde seno», y ahora que pienso en la hermosa (¡oh, nunca permitan que la llamen «frágil»!) «Lillie», de su demasiado bien desarrollado busto… es el recuerdo de mi femenina Mary lo que me trac a la mente unas palabras escritas por un poeta [8] que murió en la Guerra: «…gentileza, en corazones pacíficos, bajo un cielo inglés…» Sí, los recuerdos del rebelde seno y la gentileza en corazones pacíficos luchan para adquirir preeminencia en mi mente… pero es en la gentileza, más que en la rebeldía, en lo que pienso, mientras concluyo esta parte de mis recuerdos y paso a lo que al señor Phillips Oppenheim, al señor Louis Tracy y a los demás novelistas «sensacionales» les gusta llamar el dénouement de mi relato.
Algún tiempo después del muy difundido robo de las joyas de la señora Langtry en el Union Bank -creo que no debieron pasar más de quince días-, yo estaba una nublada tarde de abril contemplando Baker Street por la ventana, cuando un sonido de cascos de caballos, y un traqueteo y cascabeleo de arneses y arreos, me advirtieron de que una lujosa berlina paraba ante nuestra modesta residencia.
– ¡Hola! -exclamé-. Otro de los carruajes de Marlborough House. ¿Acaso el príncipe vuelve para otra consulta?
– De Marlborough House, sí -dijo Holmes con calma-, pero no creo que sea el príncipe. Creo que esta vez será un visitante distinto.
Y así resultó ser. Era una dama a quien Billy, nuestro «botones», hizo pasar a nuestra sala de estar.
– ¡Señora Langtry! -mi amigo la recibió con calidez nada disimulada, apresurándose a desplazar el sillón de mimbre a una posición más apropiada-. Naturalmente, ya conoce al doctor Watson…
La pequeña inclinación de cabeza de la dama reconoció mi poco importante presencia.
– He leído unos anuncios en el Beeton’s Annual sobre mejoras introducidas recientemente en el hogar -dijo ella, con aparente irrelevancia-. El que atrajo mi atención, señor Holmes, y quizá la suya, es uno sobre un sillón de mimbre que no cruje. Las mismas comodidades del modelo anterior, ¿sabe?, pero ¡cielos, qué alivio en una conversación tranquila!
El doctor Watson ha colaborado con esa revista, señora -dijo mi amigo, imperturbable-. No tengo ninguna duda de que será capaz de localizar el anuncio que menciona y comunicarse con los fabricantes, si lo cree conveniente. Y ahora, ¿en qué puedo servirla, señora?
Como ya he dicho, en aquellos tiempos semejantes damas eran conocidas colectivamente como «bellezas profesionales», considerándose miembro de este grupo mal definido a todas aquellas personas cuyos «retratos» fotográficos solían verse, enmarcados en plata, en los escaparates de las tiendas. (Incluso hoy día habrá muchos que recuerden la curiosa demanda de libelo iniciada por el coronel y la señora Cornwaillis West, a la que se unieron el señor y la señora Langtry, cuyo principal agravio era referente a unas fotografías de ese tipo de la señora West, otra más de las atractivas amigas íntimas del príncipe de Gales.)
Con un aplomo indescriptible, la dama se dispuso a contamos lo que había venido a decir. La patente (y, para mí, muy lamentable) admiración de mi amigo fue aceptada por ella como si le fuera debida, al tiempo que trataba mi evidente desaprobación con semidivertido desdén, pues apenas pude ocultar mis sentimientos. (¿Cómo iba a importarle, y mucho menos molestarle, la opinión de un médico militar con media paga, cuando el príncipe de Gales y tantos otros miembros masculinos de nuestra Familia Real buscaban, y pagaban, sus favores?
– He venido… -empezó, cuando Holmes alzó una mano para interrumpirla.
– Perdóneme, señora, pero creo poder adivinar lo que la trae aquí…
– ¿De verdad puede, señor Holmes?
Hizo la pregunta con una sonrisa en absoluto tímida, aunque fue un Holmes muy serio quien respondió.
– Sí, señora, estoy seguro de que puedo. Su visita tiene relación con las joyas retiradas de su coffre-fort del Union Bank…