Yo tenía en mente varias preguntas sin respuesta, pero lo único que se me ocurrió decir fue lo siguiente:
– Tuvo usted mucha suerte en obtener el trabajo.
– En lo más mínimo. Ofrecí mis servicios pidiendo menos del sueldo habitual y pude dar referencias de un juez del tribunal supremo y de un obispo. Blunt siguió una táctica similar. Fuimos recibidos con los brazos abiertos.
– ¿Y por qué se arriesgó a visitar El Zorro y las Gallinas en la aldea de Corby? Seguramente habría podido conversar con seguridad de lo que fuera dentro del recinto.
– Era un riesgo necesario. Tenía que identificar al caballero extranjero para Blunt. Tenía usted razón. Era un famoso tratante en diamantes ilícitos llamado Bemstorff. Nos habría gustado incluirle en la acusación, pero las pruebas en su contra eran muy escasas.
Tenía una última pregunta y, al hacerla, procuré quitar todo reproche de mi voz.
– ¿No podría haberme confiado todo esto un poco antes?
– Mi querido amigo -dijo Holmes-, su convicción de que los delincuentes eran un lacayo y el mozo de los establos, convicción que, por otra parte, pronto llegó a oídos de Peterson mediante la señora Pearce y su amiga la señora Barnby, resultó inapreciable. Eso significaba que los auténticos criminales podían confiarse y seguir adelante con sus planes, cosa que hicieron para su perdición. Por cierto, leí sus dos informes cuando volví a Baker Street -añadió con un guiño-. Los encontré muy ilustrativos.
– Buen Dios -dije recordando mi descripción de «Len»-. Espero que no se los haya mostrado al inspector Blunt.
– Permanecerán completamente confidenciales para nosotros dos dijo Holmes.
No hay mucho más que decir. Un primo heredó la mansión Corby y conservó a la mayor parte del personal, incluyendo a los Pearce y a Mary Macalister. Jacob, el hijo mayor de Pearce, volvió de la guerra y no tardó mucho tiempo en pedir la mano de Mary, celebrándose el matrimonio un frío día de diciembre de 1886. Como ya he escrito antes, ocho años después yo me encontraba en nuestras habitaciones de Baker Street, mirando a unas cuantas migas de un pastel de boda en una pequeña caja blanca, cuando Holmes irrumpió y me sorprendió en ello.
Tengo la sospecha de que siente cierto remordimiento por el engaño a que me sometió en aquel caso tan primerizo. Quizá en aquella etapa de nuestra colaboración aún no había adquirido la confianza en mí que se desarrolló a lo largo de los años. Ya fuese por esta razón, o por alguna otra, Holmes se tomó la inhabitual tarea de explicarme la historia de las reliquias de la caja. Todas eran historias fascinantes, sobre todo la del caso de los gemelos de perlas, que espero poder relatar algún día.
SHERLOCK HOLMES Y MUFFIN – Dorothy B. Hughes
I
Aquella mañana de primeros de diciembre, los témpanos colgaban realmente de la pared, tal y como canturreaba Holmes cuando salió de su cuarto y entró en el salón:
Cuando de la pared cuelgan los témpanos y Dick el pastor toca la flauta,
y Tom acarrea la leña…
Un golpe en la puerta del pasillo le interrumpió. Eran las seis y media, hora de nuestro té matutino. Como era Holmes quien estaba más cerca de la puerta, la abrió reanudando su canción.
y la sucia Joan remueve la marmita…
La pinche entró en la habitación, balanceando la pesada bandeja de plata, con sus dos potes de cerámica marrón con la mejor mezcla Jackson para el desayuno inglés, un gran recipiente con agua hirviendo, dos tazas y platillos de cerámica Wedgewood, un cuenco con azúcar y una jarrita con leche, también de Wedgewood, y dos cucharas de plata. La chica se las arregló para depositar con cuidado la bandeja sin derramar nada. A continuación, se enfrentó a Holmes.
– No me llamo Joan -afirmó- y no estoy sucia. Me lavo todas las mañanas y todas las noches, y los sábados me doy un baño completo en la bañera de mi madre. Cada sábado -enfatizó.
Era pequeñita, con no más de diez u once años a juzgar por su aspecto. Llevaba un mandil encima del vestido, evidentemente de la señora Hudson, a juzgar por la forma en que le colgaba hasta los tobillos. Tenía el ratonil pelo castaño cortado como el de un chico, con un corte recto justo encima de las cejas y cuadrado bajo las orejas. Sus ojos eran tan grises como aquella mañana de invierno.
Los pinches duraban poco en la casa de la señora Hudson. Nuestra ejemplar patrona no tenía tan buen corazón con sus sirvientes como con sus inquilinos. Más de una vez había oído cómo reprendía a alguno que otro niño sumido en lágrimas. Los pinches eran el escalafón más bajo de los empleados del hogar y, por tanto, los peor pagados, y ninguno duraba mucho tiempo como empleado de la señora Hudson.
Pero ésta tenía aguante. Y Sherlock Holmes estaba de buen talante, por lo que supuse que tenía un nuevo caso. «Denme problemas, denme trabajo. Aborrezco la inactividad», decía siempre. Sin un problema a mano, se daba a su violín Stradivarius y su solución al siete y medio por ciento.
Aunque sus ojos eran risueños, su rostro permaneció tan grave como su voz.
– ¿Por qué nombre respondes, ya que no es el de sucia Joan?
– Me llamo Muffin [9].
– ¿Muffin?
– Muffin -repitió ella con firmeza, desafiándole a que lo desmintiera.
– Muy bien, señorita Muffin -repuso con una ligera reverencia-. Puede servirme una taza de su excelente té. Primero un poco de leche, luego el té, y, por último, dos cucharadas de azúcar.
Ella dudó, como si su trabajo no fuese servir el té, que no lo era. Yo me había servido ya una taza, con una generosa ración de leche y una cucharada de azúcar, y le daba vueltas y vueltas como me habían enseñado en el internado. Ella siguió sus instrucciones, como si estuviese acostumbrada a hacer ese trabajo extra. Debo decir que sabía cómo hacerlo. Seguramente se lo habría servido a su madre más de una vez.
– ¿Y dónde consiguió usted ese bonito nombre, señorita Muffin? -preguntó Holmes educadamente, mientras se aventuraba a tomar un sorbo de su té hirviendo.
– Mi madre me lo puso -replicó ella-. Una vez antes de nacer yo, consiguió ahorrar un penique de sus gastos y se compró un muffin. Dice que fue lo mejor que había probado en su vida. Y cuando yo nací, me llamó Muffin. -Se dirigió hacia la puerta, mientras decía esto-. Discúlpenme señores, pero me acusarán de tardona si no bajo ya. Luego volveré a por la bandeja.