Los ojos de Holmes se clavaron en los míos.
– Dije lo que quería decir y quise decir lo que dije: Esto es obra del propio Moriarty.
– ¡Pero si está muerto!
Las vigorosas manos de Holmes aferraron los brazos del sillón.
– Tanto el mundo como usted creyeron que yo había muerto, pero acabé volviendo de entre los muertos. ¿Acaso no entra en el ámbito de lo posible que Moriarty también sobreviviera? Es algo que vengo sospechando desde hace tiempo, gracias a delitos que llevan su sello inconfundible. Por eso he pasado fuera tantas noches. No dije nada antes por si el mundo me lomaba por loco. -Cerró los ojos-. Y, ahora, este periódico me hace pensar que la presa está cazando al cazador. Quiere librarse de mí por haberle impedido llevar ¡i cabo su golpe más importante.
Nunca había visto a Holmes tan pálido y tembloroso, consumiendo tanta energía como para quemar la carne que envuelve al hueso y la envoltura del nervio. Un poco más y yo mismo me ofrecería a prepararle una dosis. Me encontraba aturdido. O bien la mente de Holmes se había desmoronado o lo que decía era verdad. Cualquiera de las dos alternativas era como una inyección psíquica que bastaba para llenarme de un temor que me dejaba paralizado.
No obstante, Holmes sacó fuerzas de alguna parte de su interior y me hizo un gesto feroz para que siguiera leyendo.
Así lo hice, con una voz todo lo controlada que me era posible.
«Estoy en un aprieto, estoy en una caja,
¿Quién buscaría ahí un zorro?»
Holmes continuaba meditabundo. No dio señal alguna de haberme escuchado, pero yo sabía que ningún sonido, ningún silencio, escapaba a su atención, y continué adelante, tímida pero tenazmente.
«Fila a fila, hilera a hilera,
se mueven los cocodrilos en el bancal.»
Y:
«Ladrando, busco el árbol upas;
Perro ante su amo soy.»
Y:
«Soy el zorro Renard jugando a las tres en raya.
Sigue mi rastro con la punta de tu nariz.»
Holmes seguía sin dar señales de vida. Continué leyendo.
«Marca bien y tendrás más;
siete veces, y siete veces cuatro.»
Y:
«Soy un pecio a la deriva, el regalo de las mareas;
El dorso de mi mano presenta una herida, que no un corte.»
Y:
«Soy el perro que soltaste, el sabueso a quien debes,
Y:
la cadena es al lingote lo que el eslabón a la espuela.»
Y finalmente:
«Me embarco en un barco en el puerto que aquí ves
a medio camino de la línea de NN a EEE.»
Holmes se movió para encender una contemplativa pipa.
Eso me consoló mientras duró, pero me alarmé cuando la terminó y le vi echar los restos al fuego, en vez de guardarlos en la repisa de la chimenea con los demás restos de tabaco y puntas de cigarros para la pipa del desayuno del día siguiente. El siseo y la llamarada del hogar le hicieron ser consciente de su acción y me dirigió una mirada para ver si yo me había dado cuenta. Al ver que así era, me dedicó una sonrisa cansada.
– Diríase que he llegado a la conclusión subconsciente de que no tengo mañana. Pero, le aseguro, viejo amigo, que no es el caso. -Y entonces, como asegurándose, lo repitió-. Ese no es el caso.
– ¿Cuál es el caso, entonces?
– Todavía no sé si esos mensajes de la sección agónica son un encadenamiento de silogismos o si sólo están enlazados non sequitur, pero estoy seguro de que sí están interconectados y relacionados de alguna forma con la desaparición de «Madame Adele Nerri».
– Un nexo común -asentí.
– Sé que cuando se sigue lo bastante lejos dos procesos mentales, acaba encontrándose un punto donde se cruzan. -Señaló con su pipa al periódico de mi regazo-. Eso es una señal de desarrollo. Nos lleva de lo inapreciable a lo apreciable y distinguible. Si las investigaciones no siguieran ese rumbo, viviríamos en un mundo invadido por ostras… lo cual, de por sí, sería un logro notable, pues las ostras carecen de movimiento.
Se llevó la pipa a la boca y chupó con aire ausente la pipa vacía.
No me gustaba el sonido de todo esto. Me refiero al de sus palabras, no al que hacía la pipa. Pero no pude inquietarme mucho tiempo por la repentina transición del aparente sentido al aparente sinsentido. Pareciendo recuperar toda su energía, Holmes se puso en movimiento, dejó a un lado la pipa, se puso en pie y se dirigió a grandes zancadas a su dormitorio. Mientras se vestía para salir, no dejó de hablar, manteniendo un rápido monólogo.
– No oculto mi ignorancia sobre cosmogonía (¿Es cosmogonía o cosmagonía?), pero sí conozco algo sobresaliente respecto al universo: escoria. El universo parece revolverse sobre su propia prodigalidad, o, más eufemísticamente, su propia redundancia. A mí me corresponde la función, autoimpuesta o no, de dar orden al caos. Mientras que la función de Moriarty es la de convertir el orden en anarquía.
Salió de su cuarto abotonándose los pocos botones que quedaban en el más deshilachado y ajado de sus trajes. Su semblante febril me impresionó.
– Holmes, ¿cuándo comió por última vez?
Me miró como si el comer fuera un concepto nuevo para él.
Me acerqué a la mesa del desayuno, levanté la campana y descubrí los platos, asegurándome de que al hacerlo los aromas llegaran a él.
Su boca se agitó más que su nariz. Miró los alimentos sin hambre.
– Necesitará energías -dije.
Holmes se encogió de hombros ante mi insistencia, pero cogió un huevo duro, como buscando contentarme, le echó sal, lo envolvió en una servilleta de papel y se lo guardó en un bolsillo. Vi que en el bolsillo ya llevaba una caja de cerillas y una vela.
También se guardó el revólver, aunque me pareció que sin ninguna gana, como si se armase para una batalla perdida de antemano. Advertí unas pequeñas arrugas de dolor en las comisuras de su boca. El consumo de cocaína produce euforia seguida de depresión, ansiedad y paranoia.
Me dispuse a acompañarle con el corazón apesadumbrado y el escalofrío de una corazonada.
Me dirigió una mirada cortante.
– No necesita el abrigo, Watson.
– Hoy hace frío -dije razonablemente.
Holmes lanzó un resoplido de exasperación.
– No me ha entendido, Watson. Me recuerda al profesor distraído que, al ser invitado por su anfitrión a pasar la noche en casa por la lluvia, se fue a la suya a coger el cepillo de dientes.
Intenté sonreír, pero mi rostro permaneció inmóvil.
– No está lloviendo y ya estoy en casa, y tengo el cepillo de dientes a mano, gracias. -Manifesté mi irritación con un suspiro-. Holmes, creo que está siendo deliberadamente perverso por algún motivo. Me trata como si no me considerara capaz de raciocinio. Ya debería saber que una vez que me pone usted sobre una línea de pensamiento suelo seguirla perfectamente. De hecho, incluso me atrevería a decir que con los años hemos llegado a pensar de forma semejante.
Holmes alzó una holmesiana ceja. Desdeñosa [11] sería la palabra correcta. Los romanos conocían el lenguaje del cuerpo.
– ¿Es ése ahora el caso? Aunque no estuviese adulándose, doctor, hay veces en que uno no puede soportar que otra persona comparta su propio punto de vista.
Su tono era abrumadoramente amable, pero, o quizá por eso mismo, sus palabras me dejaron helado.
– Estoy de acuerdo -dije con rigidez.
– Touché! -dijo con un repentino parpadeo, como si lo hiciera a pesar de sí mismo, arreglándoselas a continuación para fruncir el ceño.
De pronto creí darme cuenta de lo que pretendía, y mi corazón se indignó. Hablé con burlona severidad para suavizar el tono emocional de mi sinceridad.