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– Me ocuparé de que tenga el mejor abogado defensor que pueda encontrarse -contestó Sarah, desvalida-. Contrataré a sir Jeffrey Hull, que detenta el cargo de Q. C. [1] y antiguo abogado del Temple Bar…

– Adelante -la animó Lester, impasible mientras subía a su caballo pío-. Eso no cambia en nada las cosas.

Tomó las riendas, hizo girar al caballo sobre sus cuartos traseros y le dirigió una señal al cochero. El látigo restalló y el carromato se puso en movimiento.

A Sarah no le quedó más remedio que mirarlo con impotencia.

Espantada, vio como los agentes montaban en sus caballos y el carro traqueteaba hacia el portalón de entrada. A través de la ventana enrejada que había en la puerta trasera del carruaje, Sarah pudo ver el rostro de Kamal. Se le había borrado todo color y sentimiento. Los rasgos de Kamal se habían convertido en una máscara pálida de piedra; solo sus miradas revelaban ira.

– ¡Yo no te he delatado! -gritó Sarah mientras echaba a correr detrás del vehículo, descalza como una criatura corriendo detrás de un carromato del circo-. ¡Por favor, créeme, Kamal! ¡Yo no te he delatado! ¡Yo te quiero! Nunca haría nada que te…

Se interrumpió al resbalar en el lodo que los cascos de los caballos y las ruedas del carromato habían dejado. Cayó de bruces sobre el barro, que le manchó la cara y la ropa. La humedad pronto le caló la camisa de dormir y sintió un frío tremendo. Le temblaba todo el cuerpo y se incorporó ligeramente, solo para ver que el carro con su amado desaparecía en la noche y en la niebla.

Durante unos momentos aún pudieron verse los faroles del carruaje y las antorchas de los jinetes; luego, también desaparecieron.

– Yo no he sido -murmuró Sarah con voz entrecortada-. Yo no te he delatado…

Y finalmente se abrieron paso las lágrimas de la desesperación.

Le corrían en regueros zigzagueantes por la cara, mientras seguía de cuclillas en el barro frío y clavaba las manos en la tierra húmeda hasta que le dolieron de frío… y Sarah Kincaid notó de golpe que el temor también regresaba a ella.

Capítulo 4

Diario personal de Sarah Kincaid, anotación posterior

No puedo creerlo. Después de meses de supuesta calma, durante los cuales he hecho todo lo posible por olvidar y dejar atrás el pasado, este ha regresado inesperada y cruelmente y ha irrumpido en mi vida. Con todo, aún no soy capaz de valorar qué me pesa más, si el hecho de que hayan detenido por asesinato a mi amado y lo hayan conducido a Londres, o que él me considere la causante de este terrible cambio de rumbo.

Por mucho que me hiera que piense algo así de mí, no puedo reprochárselo. El recuerdo de aquella noche en la que, siguiendo la ley del desierto, nos confiamos nuestros secretos más íntimos, continúa estando presente. Si miro atrás, creo que fue aquella noche cuando, sin intuirlo siquiera, me enamoré de Kamal. Porque, aun sin poder explicar el motivo exacto, sentí que éramos muy parecidos, almas gemelas en la corriente del tiempo…

¿Me engañó esa sensación?

No consigo quitarme de la cabeza la mirada que Kamal me ha lanzado a través de los barrotes. Me persigue como una sombra, incluso durmiendo y en sueños. Había tanta inculpación silenciosa en ella, tanta ira muda. ¿Se ha extinguido realmente su amor por mí? ¿He perdido para siempre lo que creí haber conquistado?

No voy a conformarme con ese destino sin luchar, porque no me siento culpable. Nunca le he contado a nadie el secreto de Kamal y no he hecho nada que justifique su desconfianza. Espero de todo corazón conseguir convencerlo de mi inocencia; de lo contrario, su orgullo le impedirá aceptar mi ayuda y me da la impresión de que, sin un buen representante en los tribunales, la condena de Kamal está sellada.

He decidido abandonar una vez más la seguridad de Kincaid Manor y viajar a Londres para pedirle ayuda a mi viejo amigo Jeffrey Hull. Asimismo, tengo que descubrir de dónde ha sacado Scotland Yard la información que condujo a la detención de Kamal, puesto que solo así podré demostrarle mi lealtad…

Scotland Yard Whitehall Place, Londres,

23 de septiembre de 1884

Milton Fox había cambiado. Sus rasgos afilados, dominados por una nariz respingona y que de vez en cuando se contraían con nerviosismo, seguían teniendo algo del animal que designaba su apellido. Sin embargo, se había serenado y había ganado unas cuantas libras de peso, lo cual probablemente se debía al ascenso a superintendente que había conseguido por su participación en la búsqueda del Libro de Thot.

Oficialmente, la expedición nunca había tenido lugar bajo la dirección de Sarah Kincaid y los registros al respecto se guardaban en los archivos más secretos de Horse Guard, el Ministerio de la Guerra. No obstante, puesto que también se había tratado de librar de las sospechas de asesinato a un sobrino carnal de la reina, las noticias de los dramáticos sucesos ocurridos primero en Londres y después en Egipto habían penetrado hasta el palacio de Saint James, lo cual había supuesto ventajas para algunos de los implicados.

Con un semblante grave y las manos cruzadas, Fox se sentaba detrás de su gran escritorio de teca y echaba una ojeada al informe que tenía delante. Entretanto, no dejaba de oírse cómo chasqueaba la lengua en tono de reprimenda, por lo que Sarah tuvo la sensación de ser una niña recibiendo una regañina de su maestro.

Siguiendo la invitación de Fox, se había sentado en una de las dos butacas de piel que había para las visitas. Sir Jeffrey, que la había acogido amablemente en su casa durante su estancia en Londres, se había empeñado en acompañarla a Scotland Yard. Así pues, estaba sentado a su lado, esperando con la misma expectación que ella lo que diría Milton Fox.

– Sarah, Sarah -comentó Fox finalmente, levantando la vista. En sus rasgos delicados se reflejaba la preocupación-. Me temo que esta vez se ha metido en un buen lío. Resistencia contra la autoridad, uso de la violencia contra un acreditado funcionario de la Justicia que se limitaba a cumplir con su obligación…

– Es un cerdo -comentó Sarah con sinceridad y para espanto no solo de Milton Fox.

– Querida -se apresuró a decir sir Jeffrey enarcando las cejas blancas y pobladas-. Debo pedirle que…

– Es verdad -insistió Sarah, impasible-. Estuvo a punto de llamarme prostituta. ¿Es eso lo que usted considera un acreditado funcionario, Milton?

– No, evidentemente -se defendió Fox-. El inspector Lester recibirá por ello una amonestación oficial y una tacha en su hoja de servicios. Pero eso no le da derecho a usted a actuar con violencia.

– El inspector Lester -replicó Sarah con obstinación- ofendió mi honra. Si yo fuera un hombre, probablemente no estaríamos teniendo esta discusión.

– Pero usted es lo que es… Y es un hecho que su relación con Kamal…

– ¿Sí? -inquirió Sarah mientras Fox, ruborizado, intentaba encontrar las palabras adecuadas.

– … no se ajusta al modelo tradicional de una unión legítima -expuso finalmente utilizando una fórmula que consideró adecuada-. Ciertas personas podrían sentirse ofendidas por ello.

– ¿Ciertas personas? -inquirió Sarah-. ¿Quién, por ejemplo?

– Querida, ¿de verdad tengo que explicárselo? -Fox hizo un gesto de desvalimiento con los brazos-. Usted es una dama de buena familia. En algunos círculos, su padre disfrutaba de la gloria de un héroe y le ha dejado todos sus bienes. Usted es inteligente y culta y, si me permite la observación, muy atractiva.

– No veo qué tiene que ver una cosa con otra -rezongó Sarah, impaciente.