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Jean de Avallon subió de tres o cuatro zancadas las escaleras porticadas que los árabes llamaban mawazen (las balanzas) y alcanzó en un suspiro la Puerta del Paraíso. Bajo su impresionante dintel turquesa y negro, uno de los sargentos de la Orden le tendió una antorcha encendida. Y después, otra a Montbard. Los dos eran los últimos en llegar.

– ¿La veis? -le increpó el borgoñón nada más penetrar en las penumbras de aquel impresionante recinto octogonal.

– ¿A qué os referís?

– A La Roca. ¿Qué va a ser? La tenéis a vuestra izquierda. Este corredor columnado sólo es un deambulatorio que rodea al único pedazo del monte Moriah que está al descubierto. Para los judíos ésta es la roca primordial en torno a la que Dios creó el mundo; sobre ella Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo Isaac, y aquí mismo fue también donde su nieto Jacob tuvo su visión de la Scala Dei por la que vio ascender y descender miríadas de ángeles.

Jean resopló de asombro.

– Lo que ignoro -titubeó Montbard- es por qué lleva tantos años cerrado este lugar a nuestros caballeros…

– Es más hermoso de lo que imaginaba.

– Lo es.

Mientras el eco de sus últimas palabras se diluía entre los pliegues del mármol y la pedrería circundante, Hugo de Payns, a la cabeza del grupo, hizo un exagerado ademán indicándoles dónde estaba el punto de destino. Situado en el naneo sureste de La Roca, la meta era un tosco agujero practicado en el suelo en el que apenas se dejaban ver unos peldaños excavados a cincel, sin pulir. Los escalones se perdían tierra adentro, y al fondo, al final de lo que parecía un breve y estrecho corredor, se intuía una acogedora luminosidad anaranjada.

Lo atravesaron sin pensar.

Al otro extremo, de pie, los esperaba impaciente el conde de Champaña. De unos cincuenta años bien cumplidos, rasgos severos, ojos marrones y una prominente nariz ganchuda que se encorvaba sobre sus barbas grises, Hugo de Champaña vestía un jubón y calzas inmaculadamente blancos.

– Pasad, pasad hermanos al interior de la cueva primigenia, al axis mundi de la cristiandad -les exhortó-. Dejad fuera vuestros prejuicios, y permitid que el espíritu de la Verdad os penetre.

Junto a él, también de pie, uno de los capellanes de su séquito sostenía un voluminoso ejemplar manuscrito de la Biblia. Era un mozo joven, con el pelo cortado según las exigencias del Cister, y al que ninguno de los caballeros había visto antes en la Casa de la Orden o en los capítulos de aquellos días.

Cuando Hugo de Payns entró tras Jean de Avallon en la cripta inacabada, el clérigo supo que la ceremonia debía empezar.

– Estamos todos -asintió el conde-. El sabio, el ingenioso, el astuto, el audaz, el temeroso de Dios, el loco, el generoso, el mago y el ignorante. Procedamos, pues, a abrir el camino hacia el Altísimo.

Y dicho esto, alzó el índice de su mano derecha dando a entender al clérigo que la ceremonia debía empezar.

– Lectura del sagrado Libro del Génesis, capítulo vigésimo octavo -dijo, mientras los caballeros se santiguaban mecánicamente-: «Jacob salió de Berseba y marchó a Harrán. Llegado a cierto lugar, pasó allí la noche porque el sol habíase ya puesto. Tomó al efecto una de las piedras del lugar, se la colocó por cabezal y se tendió en aquel sitio. Luego tuvo un sueño y he aquí que era una escala que se apoyaba en la tierra y cuyo remate tocaba los cielos, y ve ahí que los ángeles de Elohim subían y bajaban por ella».

Andrés de Montbard guiñó un ojo a Jean, que se había acomodado justo en el lado opuesto adonde se encontraba él. Pronto supo por qué.

– Proseguid, padre -ordenó el conde.

– He aquí, además, que Yahvé estaba en pie junto a ella y dijo: «Yo soy Yahvé, Dios de tu padre Abraham y Dios de Isaac. La tierra sobre la que yaces la daré a ti y a tu descendencia, y será tu posteridad como el polvo de la tierra, y te propagarás a poniente y oriente, a norte y mediodía, y serán benditas en ti y tu descendencia todas las gentes del orbe. Mira, Yo estaré contigo y te guardaré dondequiera que vayas y te restituiré a esta tierra, pues no te he de abandonar hasta que haya cumplido lo que te he prometido». Jacob se despertó de su sueño y exclamó: «¡Verdaderamente Yahvé mora en este lugar y yo no lo sabía!». Y cobrando miedo, dijo: «¡Cuan terrible es este sitio; no es ésta sino la Casa de Elohim y ésta la Puerta del Cielo!». -Y añadió-: Palabra de Dios.

– Dios, te alabamos -respondieron los demás.

Mientras el capellán cerraba ceremoniosamente las escrituras y envolvía su libro en una tela de lino blanco inmaculado, el señor de la Champaña dio un paso adelante situándose en medio de la sala. Tras besar la cruz de plata que el cura llevaba colgada del cuello y doblar su rodilla frente a la custodia con el Cuerpo de Cristo que había ordenado bajar a la cueva poco antes, clavó su mirada en los caballeros.

– ¿Veis esta losa de mármol en el suelo?

Bajo los pies de su señor se distinguía, efectivamente, una baldosa de veinte por veinte centímetros, muy pequeña, sin signo alguno grabado sobre ella.

– Es el lugar donde, según la Biblia, se posó la escala que vio Jacob -aclaró-. Exactamente el mismo punto sobre el que el rey David levantó el primer altar a Dios después de pecar gravemente de soberbia contra Él. [7] Fue él el monarca que ordenó a Joab y todo su ejército que censaran a la población de Israel, desconfiando así de la promesa hecha por Yahvé a Jacob cuando le prometió que «tu descendencia será como el polvo de la tierra».

Hugo de Champaña miró los rostros serios de sus hombres y continuó.

– ¿Es que no lo veis? Jacob primero y David después rezaron justo en este lugar, y fue aquí donde al padre del sabio Salomón se le apareció un ejército celestial que descendió por otra escala de luz y le mostró cómo debía ser el edificio que protegiera esta puerta de entrada a los cielos. ¡Estáis en la Puerta! ¡En el Umbral del Cielo! ¡En el umbilicus mundi que une este mundo con el otro!

– También Mahoma vio esa escala, señor… -Jean de Avallon, casi completamente oculto tras las anchas espaldas del flamenco Payen de Montdidier, se atrevió a interrumpir al conde.

– Así es, joven Avallon. Y en cierta medida, todos vosotros estáis aquí por esa razón. Cuando hace cuatrocientos años los sarracenos tomaron esta tierra y erigieron sobre la Roca de Moriah tan singular mezquita, sabían que estaban encerrando entre muros de piedra el secreto de la Escala. Fue durante el asedio de Antioquía, en el camino de Siria, cuando descubrí la terrible verdad…

– ¿Terrible verdad? ¿A qué os referís, señor?

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[7] 2 Samuel, 24.