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El conde Hugo volvió la cabeza, clavando su mirada en el gesto adusto de su fiel Godofredo. El gigante, con los brazos cruzados sobre el pecho como si fuera un Pantocrátor a punto de administrar justicia, le observaba expectante.

– Estuvisteis conmigo allá, ¿ya no lo recordáis?

– Claro, mi señor -protestó-. Pero no permanecí junto a vos todo el tiempo, porque dirigí uno de los escuadrones que vigilaron el sector oriental de la ciudad durante los nueve meses que duró nuestro sitio.

– Comprendo. Entonces faltasteis al parlamento que tuve con uno de los sheiks sarracenos que vinieron a negociar la paz con nuestras tropas. Se llamaba Abdul el-Makrisi y llegó a mi tienda acompañado de un viejo intérprete turco que nos explicó al príncipe Bohemundo y a mí lo peligroso que era que perseveráramos en nuestro asedio a su ciudad.

– ¿Peligroso? ¿Osó amenazaros en vuestro propio terreno?

– No, mi fiel Saint Omer. Aquel sabio musulmán vino para advertirnos que Antioquía era una de las plazas fuertes que protegían la ruta hacia un lugar maldito que los cruzados debíamos evitar a toda costa. Se trataba de una de las siete torres que el mismísimo Diablo había hecho construir entre Asia y África, levantándolas en regiones tan remotas como Mesopotamia o las lindes de Nínive. El-Makrisi nos explicó que aquellas torres estaban en manos de los seguidores de cierto califa llamado Yezid, enemigo de su sultán, y abogados de la inocencia de Lucifer y su buena voluntad para con los hombres.

– ¿Defendían a Lucifer?

– Aunque parezca increíble, así es. Los yezidíes creen que fue el único ángel con suficiente valor para cuestionar a un Dios colérico y justiciero como el de los judíos o el del Profeta.

– ¿Y la «terrible verdad» de la que habláis?

– El-Makrisi nos reveló que una de esas torres de acceso al Infierno se erigió en Jerusalén, precisamente en este mismo lugar. Nos juró que los turcos tomaron la ciudad con la secreta intención de sellar esa entrada para siempre y auguró que si les echábamos de aquí, como sucedió, recaería sobre nosotros la responsabilidad de constituir una nueva estirpe de guardianes de la Puerta. De lo contrario, el Mal volvería a emerger por ella. Además, se nos dijo que al menos otras siete entradas se abrirían en Occidente, y que a nosotros nos correspondería sellarlas para siempre.

– ¿Y qué pasó? -preguntó Jean de Avallon, que llevaba un rato escuchando sobrecogido.

– No hicimos caso. Tras algunas deliberaciones, tomamos Antioquía gracias a un traidor que nos tendió cuerdas y escalas desde una de sus almenas, y una vez dentro dimos muerte a todos y cada uno de sus habitantes. La justicia divina se impartió durante veinticuatro horas, sin interrupción ni piedad. Nuestras espadas no distinguieron entre ancianos, mujeres, niños o soldados, y al final del segundo día toda la sangre turca de Antioquía corría por sus calles. Y con ella los detalles sobre las Torres del Diablo de las que sólo conseguimos averiguar que formaban sobre la tierra la figura del Gran Carro celestial. [8]

– ¿Y después?

– Después vinimos a Jerusalén y comprobamos que, en efecto, el aviso de El-Makrisi era real. La terrible verdad estaba viva. ¡Viva! ¿Lo entendéis?

El conde cerró los ojos antes de continuar.

– Fue al llegar a este lugar cuando comprendí la responsabilidad que había caído sobre mí. También fue un 23 de diciembre, como hoy, cuando aquí abajo decidí fundar la Orden a la que pertenecéis y asumir la responsabilidad que adquirí al desoír a aquel sabio sheik.

– Entonces -le atajó Godofredo-, en realidad nuestra misión no es la de guardar los caminos de los peregrinos, sino proteger la Puerta que hay al final de éste.

– Las Puertas, Godofredo. Las Puertas.

SCALA DEI [9]

Jean de Avallon y los ocho hombres que estuvieron con el conde de Champaña esa madrugada en la cueva de La Roca, jamás terminaron de entender lo que sucedió a continuación. Fue algo que, sólo cuando pudieron reflexionar sobre ello lejos de Jerusalén y embarcados en las misiones que se les asignó, aceptaron como un hecho minuciosamente planeado por su señor.

Ocurrió así: Tras sus parcas explicaciones sobre la ubicación de las Torres del Diablo, el señor de la Champaña, solícito, ordenó a su capellán que avisase a algunos sirvientes a los que había apostado cerca del cubículo santo. Les dio algunas indicaciones precisas que ninguno escuchó y regresó después con sus caballeros para seguir con el oficio sagrado.

Así, mientras los guerreros atronaban la estancia entonando Spiritus Domini Replevit Orbem Terrarum (El espíritu del Señor impregna toda la Tierra), media docena de mancebos vestidos con ropa de vivos colores dispusieron junto a cada uno de los guerreros hermosas copas de piedra. Vertieron en ellas un vino fresco y aromático, y después se retiraron discretamente escaleras arriba.

– Bebed la Sangre de Cristo, hermanos, y juramentaos contra el Maligno ofreciendo vuestros filos a la protección de la Escala de Dios -dijo el conde alzando su copa y rozándola contra el techo bajo de la cueva.

Los caballeros imitaron el gesto. Tocaron piedra con piedra y bebieron tres, quizá cuatro veces más de aquel licor dulce. Después se dejaron inundar por una extraña sensación de bienestar que manaba de sus propias entrañas.

Gondemar de Anglure fue el primero en notar la bofetada de calor al ascender hasta el nivel de La Roca. Cuando abandonó la cueva había amanecido ya, pero aquel antiguo escribano salido del convento de Claraval para empuñar la espada, tembló de sorpresa. No sabría cómo describirlo con palabras; fue como si una de aquellas lenguas de fuego de las que hablaban los Evangelios en el episodio de Pentecostés acabara de posarse sobre su cabellera nada más emerger al recinto de la cúpula. Su vello se erizó, sus músculos perdieron súbitamente toda la fuerza y una especie de nube densa nubló sus sentidos.

Sin saber cómo ni por qué, su mente se iluminó. El entorno era hiperreal, lleno de contrastes y matices que jamás había visto. Después, una extraordinaria claridad se abrió paso entre sus confusas ideas, y hasta aquellos ininteligibles grabados en árabe que poblaban las paredes enjoyadas de la mezquita comenzaron a cobrar sentido para él. En cuestión de segundos, cada palabra, cada frase extraída del Corán y grabada en piedra, era misteriosamente comprendida por su mente.

¿Qué prodigio era aquél?

De rodillas, con los ojos fijos en el tambor que rodeaba la cúpula, e invadido de una gratitud sin límite, Gondemar comenzó a recitar maravillado:

– ¡Oh, María! -bramó-. En verdad, Dios te anuncia la buena noticia de su Verbo. Su nombre es el Mesías Jesús, hijo de María, considerado en este Mundo e ilustre en el otro, y uno de los próximos a Dios…

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[8] La Osa Mayor.

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[9] Del latín, «Escalera de Dios».