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A partir del día siguiente se multiplican los castigos, cada vez más inicuos e infamantes. Despojado de sus títulos y privilegios, Ménshikov es desterrado de por vida a sus posesiones. La lenta caravana que lleva al proscrito, con los pocos bienes que ha podido reunir a toda prisa, sale de San Petersburgo sin que nadie se preocupe de su marcha. El que ayer lo era todo, hoy ya no es nada. Sus más fervientes colaboradores se han convertido en sus peores enemigos. El odio del zar lo persigue etapa tras etapa. En cada albergue, un correo de palacio le anuncia una desgracia nueva. En Vishni Volochek se recibe la orden de desarmar a los sirvientes del favorito destituido; en Tver, la de enviar de vuelta a San Petersburgo a los criados, el equipaje y los carruajes de sobra; en Klin, la de confiscar a la señorita María Ménshikov, ex prometida del zar, el anillo de los esponsales anulados; en las inmediaciones de Moscú, finalmente, la de hacerles rodear la antigua ciudad de la coronación y proseguir la marcha sin detenerse hasta Orenburg, en la lejana provincia de Riazán. [14]

El 3 de noviembre, al llegar a esta ciudad en el límite de la Rusia europea y la Siberia occidental, Ménshikov descubre, con el corazón encogido, el lugar de confinamiento al que se le ha destinado. La casa, encerrada entre los muros almenados de la fortaleza, tiene todo el aspecto de una prisión. Unos centinelas montan guardia ante las salidas. Un oficial está encargado de vigilar las idas y venidas de la familia. Las cartas de Ménshikov pasan un control antes de ser expedidas. Sus intentos de redimirse enviando mensajes de arrepentimiento a los que lo han condenado son vanos. Mientras él sigue negándose a declararse vencido, el Alto Consejo secreto recibe un informe del conde Nicolás Golovín, embajador de Rusia en Estocolmo. Este documento confidencial denuncia recientes maniobras del Serenísimo, quien, al parecer, antes de su destitución recibió cinco mil ducados de plata de los ingleses para advertir a Suecia de los peligros que le hacía correr Rusia al apoyar las pretensiones territoriales del duque de Holstein. Esta traición de un alto dignatario ruso en provecho de una potencia extranjera abre el camino a una nueva serie de delaciones y golpes bajos. Cientos de cartas, unas anónimas, otras firmadas, se amontonan en la mesa del Alto Consejo secreto. En una competición que parece una cacería, todos reprochan a Ménshikov su sospechoso enriquecimiento y los millones de monedas de oro encontrados en sus diferentes moradas. A Johann Lefort incluso le parece útil informar a su gobierno de que la vajilla de plata descubierta el 20 de diciembre en un escondrijo del palacio principal de Ménshikov pesa setenta puds[15]y que se espera encontrar otros tesoros en el transcurso de próximos registros. Esta acumulación de abusos de poder, malversaciones, robos y traiciones merece ser sancionada sin piedad por el Alto Consejo secreto. Como el castigo inicial se considera demasiado benévolo, se instituye una comisión judicial que empieza por detener a los tres secretarios del déspota desenmascarado. A continuación se le envía un cuestionario de veinte puntos, que se le conmina a responder «a la mayor brevedad».

Sin embargo, los miembros del Alto Consejo, que se habían puesto de acuerdo enseguida sobre la necesidad de eliminar a Ménshikov, ya están peleándose por el reparto del poder tras su caída. Ósterman ha tomado desde el principio la dirección de los asuntos ordinarios, pero los Dolgoruki, basándose en la antigüedad de su apellido, se muestran cada vez más impacientes por suplantar al «westfaliano». Sus rivales más directos son los Golitsin, cuyo árbol genealógico es, afirman ellos, como mínimo igual de glorioso. Cada uno de estos paladines quiere barrer para su casa, sin preocuparse demasiado ni de Pedro II ni de Rusia. Puesto que el zar sólo piensa en divertirse, no hay ninguna razón para que los grandes servidores del Estado se empeñen en defender la felicidad y la prosperidad del país, en vez de pensar en sus propios intereses. Los Dolgoruki cuentan con el joven Iván, tremendamente seductor y hábil, para alejar al zar de su tía Isabel y su hermana Natalia, cuyas ambiciones les parecen sospechosas. Dimitri Golitsin, por su parte, encarga a su yerno, el elegante y poco escrupuloso Alexandr Buturlin, que arrastre a Su Majestad a placeres lo bastante variados para apartarlo de la política. Pero Isabel y Natalia se han olido la maniobra de los Dolgoruki y los Golitsin, y se unen para abrir los ojos del joven zar ante los peligros que lo acechan entre los dos validos de dientes afilados. Pedro, que ha heredado de sus antepasados la tendencia a rechazar las presiones y ve en toda reconvención un insulto a su dignidad, reprende a su hermana y a su tía. Natalia no insiste. En cuanto a Isabel, se pasa al enemigo. A fuerza de relacionarse con los amigos de su sobrino, se ha enamorado de Alexandr Buturlin, el hombre contra el que hubiera querido luchar. Contagiada por la disipación desenfrenada de su sobrino, está dispuesta a unirse a él en todas las manifestaciones de su frivolidad, de modo que la caza y el amor se convierten, tanto para ella como para él, en los dos polos de su actividad. ¿Y quién podría satisfacer mejor que Alexandr Buturlin su gusto común por lo imprevisto y la provocación? Por supuesto, el Alto Consejo secreto y, a través de él, toda la corte y todas las embajadas están al corriente de las extravagancias del zar. Ya es hora de coronarlo para hacer que siente la cabeza, piensan. Y en este clima de libertinaje y de rivalidades intestinas es como los dirigentes políticos de Rusia preparan las ceremonias de la coronación en Moscú.

El 9 de enero de 1728 Pedro se pone en camino, a la cabeza de un cortejo tan numeroso que hace pensar en el éxodo de todo San Petersburgo. A través del frío y de la nieve, la alta nobleza y la alta administración de la nueva capital se encaminan lentamente hacia los fastos del viejo Kremlin. Pero, en Tver, una indisposición obliga al zar a guardar cama. Se teme que sea sarampión y los médicos le aconsejan reposo durante al menos dos semanas. No es hasta el 4 de febrero cuando el joven soberano, por fin restablecido, hace su entrada solemne en un Moscú engalanado, rebosante de vítores y sacudido por los cañonazos y los tañidos de las campanas. Su primera visita, impuesta por el protocolo, es para su abuela, la emperatriz Eudoxia. Esta anciana cansada y decrépita no le inspira ninguna emoción, y hasta se irrita cuando ella, reprochándole su vida disoluta, lo invita a casarse cuanto antes con una muchacha sensata y de buena familia. Pedro pone fin a la entrevista diciéndole secamente que vuelva a sus oraciones y sus buenas obras. Esta reacción no sorprende a la esposa repudiada de Pedro el Grande. Para ella está claro que el adolescente ha heredado la independencia, el cinismo y la crueldad de su abuelo. Pero ¿tiene su talento? ¡Es de temer que no!

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[14] Precisiones realizadas por Essipov en «El exilio del príncipe Ménshikov», Anales de la Patria, 1861, y recogidas por Waliszewski, op. cit.

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[15] Mil ciento veinte kilos.