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Después de haber desarmado a su nuera, la emperatriz piensa que le falta por desarmar a un adversario mucho más detestable: Federico II. Odia al rey de Prusia no sólo porque se opone a su política personal, sino también porque ha conquistado el corazón de muchísimos rusos, deslumbrados por su insolencia y sus oropeles. Afortunadamente, María Teresa parece tan decidida como ella a destruir la hegemonía germana y Luis XV, según dicen llamado a capítulo por la Pompadour, comienza ahora a reforzar los efectivos del ejército que lanzó contra las tropas de Federico II. El 30 de diciembre de 1759, un tercer tratado de Versalles renueva el segundo y garantiza a Austria la restitución de todos los territorios ocupados durante las campañas precedentes. Eso reanimará, piensa Isabel, las energías desfallecientes en las filas de los aliados. Paralelamente a estos trabajos de cancillería, ella sigue manteniendo, con una delectación casi juvenil pese a sus cincuenta años, una correspondencia amistosa con el rey de Francia. Las cartas de los dos monarcas son redactadas por sus secretarios respectivos, pero la zarina se complace en creer que Luis XV dicta realmente las suyas y que la solicitud que expresan es señal de una delicada galantería del otoño de la vida. Como es propensa a que le salgan llagas en las piernas, el rey se muestra tan compasivo que le envía a su cirujano personal, el doctor Poissonier. En realidad, Poissonier no debe la estima del rey a su arte para manejar el bisturí y prescribir drogas, sino a su capacidad para captar información y urdir intrigas. Con esta misión secreta, es recibido como un especialista en averiguaciones por el marqués de L’Hôpital. El embajador cuenta con él para aliviar a la zarina de sus escrúpulos después de haberla aliviado de sus úlceras. Y puesto que no hay mucha diferencia entre un médico y otro, ¿por qué no podría ser éste para Su Majestad un segundo Lestocq?

Sin embargo, por mucho que confíe en la ciencia curativa del doctor Poissonier, Isabel no se decide a dejarse guiar por él en sus decisiones políticas. Al enterarse del nuevo proyecto francés, consistente en hacer que un cuerpo expedicionario ruso desembarque en Escocia para atacar a los ingleses en su territorio, mientras la flota francesa ajusta las cuentas al enemigo en un combate naval, lo considera demasiado arriesgado y prefiere limitarse a realizar acciones terrestres contra Prusia. Por desgracia, el general Fermor es todavía menos activo que el difunto mariscal de campo Apraxin y, en lugar de atacar, permanece en la frontera de Bohemia esperando la llegada de unos hipotéticos refuerzos austríacos. La emperatriz, exasperada por estas dilaciones, destituye a Fermor y lo reemplaza por Piotr Saltikov, un viejo general que ha hecho toda su carrera en la milicia de la Pequeña Rusia. Conocido por su timidez, su aspecto enclenque y su uniforme blanco de miliciano, del que se siente muy orgulloso, Piotr Saltikov no es muy apreciado por la tropa, que se burla de él a sus espaldas y lo llama Kurochka (la Gallinita). Sin embargo, «la Gallinita» se revela más combativo que un gallo desde los primeros enfrentamientos. Aprovechando un error táctico de Federico II, se dirige audazmente hacia Francfort. Debe encontrarse a orillas del Oder con el regimiento austríaco del general Gédéon de Laudon, y en cuanto se hayan unido, tendrán abierto el camino hacia Berlín. Alertado por esta amenaza contra su capital, Federico II regresa apresuradamente de Sajonia. Cuando sus espías le informan de que, en el bando del adversario, han estallado disputas por el mando entre el ruso Saltikov y el austríaco Laudon, decide aprovechar esta disensión para llevar a cabo un ataque definitivo. El 10 de agosto, por la noche, cruza el Oder y se dirige hacia Kunersdorf, donde los rusos están atrincherados. Sin embargo, como la lentitud con que los prusianos ejecutan dicha maniobra ha permitido a las tropas de Laudon y de Saltikov reorganizarse, el efecto sorpresa es nulo. Con todo, la batalla es tan violenta y confusa que Saltikov, en un impulso teatral, se arrodilla ante sus soldados e implora al «dios de los ejércitos» que les dé la victoria. En realidad, el elemento decisivo es la artillería rusa, que se mantiene intacta pese a los reiterados ataques del enemigo. El 13 de agosto, la infantería y, tras ella, la caballería prusianas son aplastadas por los cañones. El pánico se apodera de los supervivientes. De los cuarenta y ocho mil hombres que originalmente comandaba Federico II, muy pronto sólo quedan tres mil, y esta horda, exhausta y desmoralizada, sólo está en condiciones de retroceder protegiendo la retaguardia. Anonadado por esta derrota, Federico II escribe a su hermano: «Las consecuencias del suceso son peores que el propio suceso. Me he quedado sin recursos. Todo está perdido. ¡No sobreviviré a la pérdida de mi patria!»

Al informar de esta victoria a la zarina, Piotr Saltikov se muestra más circunspecto en sus conclusiones: «Vuestra Majestad Imperial no debe sorprenderse de nuestras bajas -le escribe-, pues no ignora que el rey de Prusia vende caras sus derrotas. Otra victoria como ésta, Majestad, y me veré obligado a caminar hasta San Petersburgo, con un bastón en la mano, para llevar yo mismo la noticia por falta de correo.» [61] Isabel, totalmente tranquilizada sobre el desenlace de la guerra, ordena celebrar esta vez un «verdadero tedeum» y declara al marqués de L’Hôpitaclass="underline" «Todo buen ruso debe ser buen francés, y todo buen francés debe ser buen ruso.» [62] En recompensa por esta hazaña militar, el viejo Saltikov -«la Gallinita»- recibe el grado de mariscal de campo. ¿Es la concesión de este favor la causa de su repentina abulia? La cuestión es que, en lugar de perseguir al enemigo mientras éste se bate en retirada, Saltikov se duerme en los laureles. Por lo demás, toda Rusia parece sumida en un plácido sopor ante la idea de haber derrotado a un jefe tan prestigioso como Federico II.

El gran duque Pedro, después de un breve arrebato de desesperación, vuelve a creer en el milagro germánico. En cuanto a Isabel, completamente aturdida por los cantos eclesiásticos, las salvas de artillería, los carillones y las felicitaciones diplomáticas, se alegra de poder hacer por fin una pausa para reflexionar. Su acceso de combatividad finaliza con un retorno progresivo a la razón: ¿qué tiene de malo que Federico II, tras haber recibido una magistral paliza, permanezca algún tiempo más en el trono? ¿Lo esencial no sería llegar a un acuerdo aceptable para todas las partes? Desgraciadamente, parece que Francia, dispuesta hasta hace poco a escuchar las lamentaciones de la zarina, vuelve a sus antiguas ideas proteccionistas y se opone a dejarle las manos libres en la Prusia oriental y en Polonia. Se diría que Luis XV y sus consejeros, que durante tanto tiempo pidieron ayuda a Isabel contra Prusia e Inglaterra, temen ahora que una victoria le haga adquirir demasiada importancia en el juego europeo. Versalles designa para secundar al marqués de L’Hôpital, decrépito y achacoso, al joven barón de Breteuil, que desembarca, elegantísimo y muy inspirado, en San Petersburgo. El duque de Choiseul le ha encargado que convenza a la emperatriz de que debería retrasar las operaciones militares a fin de no «aumentar los apuros del rey de Prusia», y no comprometer con ello la firma de la paz. Esas son al menos las intenciones que se le atribuyen al enviado francés en el entorno de Isabel. A ella le sorprenden estos consejos de moderación a la hora de repartir los beneficios. Ante el embajador Esterhazy, que, en nombre de la alianza austrorrusa, acusa al general Piotr Saltikov de hacerse el remolón y, de este modo, favorecer a Inglaterra, que quizá le paga por su lentitud, exclama, roja de indignación: «¡Nosotros nunca hemos prometido nada que no nos hayamos esforzado en cumplir! […] ¡Jamás permitiré que la gloria comprada al precio de la preciosa sangre de nuestros súbditos quede empañada por alguna sospecha de mala fe!» Y, de hecho, al término de este tercer año de una guerra incoherente, Isabel puede decirse que Rusia es la única potencia de la coalición que está dispuesta a hacer todos los sacrificios necesarios para conseguir que Prusia capitule. Alexéi Razumovski la apoya en su intransigencia. Él tampoco ha dejado nunca de creer en la supremacía militar y moral de la patria. Sin embargo, en el momento de tomar las decisiones que obligan a sus tropas a intervenir en combates sin cuartel, no se aconseja ni con su antiguo amante, Alexéi Razumovski, ni con su favorito actual, Iván Shuválov, tan culto y sagaz, ni con su prudente y demasiado astuto canciller Mijaíl Voróntsov, sino con el recuerdo aplastante de su antepasado Pedro el Grande. En él piensa cuando, el 1 de enero de 1760, con ocasión de las felicitaciones de Año Nuevo, expresa públicamente el deseo de que su ejército se muestre «más agresivo y audaz» a fin de obligar a Federico II a doblar la rodilla. Como recompensa por este supremo esfuerzo, en las conversaciones de paz sólo pedirá la posesión de la Prusia oriental, reservándose el derecho de un intercambio territorial con Polonia, que, si es preciso, conservará una apariencia de autonomía. Esta última cláusula debería bastar, a su entender, para acallar los escrúpulos de Luis XV.

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[61] Véase K. Waliszewski, op. cit.

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[62] Véase Daria Olivier, op. cit.