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Tras la marcha de su hermana para el Holstein, Isabel intenta olvidar sus penas y sus miedos en el torbellino de la vida galante. Pedro la ayuda en esta empresa de diversión inventando todos los días nuevas ocasiones para retozar y embriagarse. Sólo tiene catorce años y sus deseos son los de un hombre. Para disfrutar de mayor libertad de movimiento, Isabel y él se trasladan al antiguo palacio imperial de Peterhof. Por un momento, les es dado creer que sus anhelos secretos están a punto de hacerse realidad, pues Ménshikov, pese a gozar de una salud de hierro, se siente repentinamente mal, empieza a escupir sangre y se ve obligado a guardar cama. Según los rumores que llegan a Peterhof, los médicos consideran que la indisposición puede prolongarse, si no resultar fatal.

Durante este vacío de poder, los consejeros habituales se reúnen para comentar los asuntos corrientes. Además de la enfermedad del Serenísimo, se produce otro acontecimiento de importancia que los incomoda: la primera mujer de Pedro el Grande, la zarina Eudoxia, a la que éste encerró en el monasterio de Súzdal y más tarde trasladó a la fortaleza de Schlüsselburg, reaparece de pronto. El emperador la había repudiado para casarse con Catalina. Eudoxia, vieja y debilitada tras treinta años de reclusión, aunque todavía animosa, es la madre del zarevich Alejo, muerto bajo tortura, y la abuela del zar Pedro II, que no la ha visto jamás ni siente necesidad de hacerlo. Ahora que Eudoxia ha salido de su prisión y que Ménshikov, su enemigo jurado, no puede levantarse de la cama, los demás miembros del Alto Consejo secreto consideran que el nieto de esta mártir, tan digna con su conducta discreta, debe hacerle una visita para presentarle sus respetos. La iniciativa les parece aún más oportuna teniendo en cuenta que, ante el pueblo, Eudoxia pasa por ser una santa sacrificada a la razón de Estado. Tan sólo hay una dificultad, pero no es pequeña: ¿no le molestará a Ménshikov que tomen una decisión sin consultarlo? Discuten la cuestión entre ellos, como especialistas de la cosa pública. Algunos sugieren aprovechar la próxima coronación del joven zar, que debe celebrarse en Moscú a principios de 1728, para organizar un encuentro histórico entre la abuela, que encarna el pasado, y el nuevo zar, que encarna el futuro. Ósterman, los Dolgoruki y otros personajes de menor envergadura dirigen mensajes de adhesión a la anciana zarina y solicitan su apoyo con vistas a futuras negociaciones. Pero Eudoxia, entregada por completo a la oración, el ayuno y los recuerdos, no muestra interés alguno por la agitación de los cortesanos. Sufrió demasiado, tiempo atrás, a causa del ambiente viciado de los palacios para desear otra recompensa que la paz en la luz del Señor.

Así como la abuela aspira al descanso eterno, el nieto, enfebrecido, no puede estarse quieto. Pero no son delirios de grandeza lo que lo obsesiona. Isabel, el reverso de la medalla de esta bábushka de leyenda, lo arrastra de fiesta en fiesta. Las cacerías alternan con las meriendas campestres improvisadas, y los revolcones en algún pabellón rústico con las ensoñaciones a la luz de la luna. Un ligero perfume de incesto sazona el placer que Pedro experimenta acariciando a su joven tía. Nada como el sentimiento de culpa para salvar el comercio amoroso de las tristezas de la costumbre. Si nos ceñimos a la moral, las relaciones entre un hombre y una mujer enseguida se vuelven tan aburridas como el cumplimiento de un deber. Sin duda es esta convicción lo que incita a Pedro a entregarse a experiencias paralelas con Iván Dolgoruki. Para agradecerle las satisfacciones íntimas que éste le proporciona, con el asentimiento de Isabel, lo nombra chambelán y le concede la condecoración de la orden de Santa Catalina, reservada en principio a las damas. En la corte, esto es motivo de burla, y los diplomáticos extranjeros se apresuran a comentar en sus despachos las juergas de doble sentido de Su Majestad. Hablando de la conducta indecorosa de Pedro II durante la enfermedad de Ménshikov, algunos citan el dicho que reza: «Cuando el gato no está, los ratones bailan.» Ya están enterrando al Serenísimo. Pero eso es no conocer su resistencia física. De repente, resurge en medio de esta jauría en la que las maniobras de la ambición rivalizan con las exigencias del sexo. ¿Cree que le bastará levantar la voz para que los agitadores desaparezcan bajo tierra? En el intervalo, Pedro II se ha crecido. Ya no consiente que nadie, ni siquiera su futuro suegro, se permita oponerse a sus deseos. Ante un Ménshikov atónito y a punto de sufrir una apoplejía, vocifera: «¡Yo te enseñaré quién manda aquí!» [13]

A Ménshikov, este acceso de cólera le recuerda los arrebatos de su antiguo señor, Pedro el Grande. Presintiendo que sería imprudente desafiar a un cordero dominado por la rabia, finge interpretar ese furor como una niñería tardía y se marcha de Peterhof, donde tan mal lo ha recibido Pedro, para ir a descansar a su propiedad de Oranienbaum. Antes de partir, ha tenido la precaución de invitar a toda la compañía a la fiesta que piensa dar en su residencia campestre en honor del zar y para celebrar su propia curación. Pero Pedro II se obceca y, con el pretexto de que el Serenísimo no ha invitado explícitamente a Isabel, se niega a asistir a la recepción. A fin de poner de relieve su descontento, incluso se va ostensiblemente con su tía a una partida de caza mayor en los alrededores. Durante esta escapada medio cinegética y medio amorosa, se pregunta cómo estarán desarrollándose los festejos organizados por Ménshikov. Le causa extrañeza el que ninguno de sus amigos haya seguido su ejemplo. ¿Tan fuerte es el miedo a desagradar a Ménshikov que no vacilan en desagradar al zar? En cualquier caso, le preocupa poco saber cuáles son los sentimientos de María Ménshikov, que ha estado a punto de ser su prometida y que se encuentra relegada al almacén de los accesorios. En cambio, en cuanto los invitados de Ménshikov regresan de Oranienbaum, los interroga ávidamente sobre la actitud del Serenísimo durante los festejos. Impacientes por descargar su conciencia, lo cuentan todo con detalle. Insisten sobre todo en el hecho de que Ménshikov ha llevado la insolencia hasta el extremo de sentarse, en su presencia, en el trono preparado para Pedro II. A juzgar por lo que dicen, su anfitrión, desbordante de orgullo, no ha dejado de comportarse como si fuera el amo del imperio. Ósterman se declara tan ofendido como si hubiera sido a él a quien el Serenísimo ha tratado sin consideración. Al día siguiente, aprovechando la ausencia de Pedro II, que ha vuelto a salir de caza con Isabel, Ósterman recibe a Ménshikov en Peterhof y le reprocha en un tono seco, en nombre de todos los amigos sinceros de la familia imperial, la impertinencia que ha manifestado en relación con Su Majestad. Molesto por esta reprimenda de un subalterno, Ménshikov regresa a San Petersburgo pensando en una venganza que le quite para siempre a esa banda de intrigantes las ganas de conspirar contra él.

Al llegar a su palacio de la isla Vasili, ve con estupor que todo el mobiliario de Pedro II ha sido retirado por un equipo de mozos de cuerda y transportado al palacio de Verano, donde, según le comunican, el zar piensa vivir de ahora en adelante. El Serenísimo, indignado, se dirige de inmediato a los oficiales de la Guardia encargados de vigilar la propiedad para pedirles explicaciones. Todos los centinelas ya han sido relevados y el jefe del puesto anuncia, con aire contrito, que no ha hecho sino obedecer las órdenes imperiales. Eso significa, pues, que el asunto ha sido preparado con tiempo. Lo que habría podido pasar por un capricho de príncipe es, con toda seguridad, la señal de una ruptura definitiva. Para Ménshikov, es el desmoronamiento de un edificio que lleva años construyendo y que creía tan sólido como el granito de los muelles del Nevá. ¿Quién está detrás de esta catástrofe?, se pregunta, angustiado. La respuesta no ofrece ninguna duda. Alexéi Dolgoruki y su hijo, el encantador y solapado Iván, son los que lo han maquinado todo. ¿Qué debe hacer para salvar lo que todavía puede ser salvado? ¿Implorar la indulgencia de los que lo han hundido o dirigirse a Pedro y tratar de defender su causa ante él? Mientras vacila sobre qué táctica es mejor adoptar, se entera de que el zar, tras haberse reunido con su tía Isabel en el palacio de Verano, ha convocado a los miembros del Alto Consejo secreto y delibera con ellos sobre las sanciones suplementarias que se impone aplicar. El veredicto se pronuncia sin que el acusado haya sido llamado siquiera para presentar su defensa. Alentado con toda probabilidad por Isabel, Natalia y el clan de los Dolgoruki, Pedro ha ordenado detener al Serenísimo. Cuando el mayor general Simón Saltikov se presenta ante Ménshikov para comunicarle su condena, lo único que puede hacer éste es redactar una carta de protesta y de justificación que duda sea entregada a su destinatario.

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[13] Véase Daria Olivier, op. cit.