El análisis supercurioso de las sensaciones -a veces de las sensaciones que suponemos tener-, la identificación del corazón con el paisaje, la revelación anatómica de todos los nervios, el uso del deseo como voluntad y de la aspiración como pensamiento, todas estas cosas, me resultan demasiado familiares para que, en otro, me aporten novedad, o me procuren sosiego. Siempre que las siento, desearía, precisamente porque las siento, estar sintiendo otra cosa. Y, cuando leo a un clásico, esa otra cosa me es dada.
Lo confieso sin rebozo ni vergüenza… No hay un trecho de Chateaubriand o un canto de Lamartine -trechos que tantas veces parecen ser la voz de lo que yo pienso, cantos que tantas veces parecen serme dichos para conocer- que me embelese y me eleve como un trecho de prosa de Vieira [45] o una u otra oda de esos pocos clásicos nuestros que siguieron de veras a Horacio.
Leo y soy liberado. Adquiero objetividad. He dejado de ser yo y disperso. Y lo que leo, en vez de ser un traje mío que apenas veo y a veces me pesa, es la gran claridad del mundo exterior, toda ella aparente [46], el sol que ve a todos, la luna que mancha de sombras al suelo quieto, los espacios anchos que terminan en el mar, la solidez negra de los árboles que hacen señas verdes arriba, la paz sólida de los estanques de las quintas, los caminos cubiertos por las parras [47], en los declives de las cuestas.
Leo como quien abdica. Y, como la corona y el manto regios nunca son tan grandes como cuando el Rey que parte los deja en el suelo, depongo en los mosaicos de las antecámaras todos mis trofeos del tedio y del sueño, y subo la escalinata con la nobleza única de la mirada [48].