Estas palabras ocasionales me han sido dictadas por la gran extensión de la ciudad, vista a la luz universal del sol, desde el alto de San Pedro de Alcántara. Cada vez que así contemplo una extensión ancha, y me abandono desde el metro setenta de altura, y sesenta y un quilos de peso, en que físicamente consisto, tengo una sonrisa grandemente metafísica para los que sueñan que el sueño es sueño, y amo la verdad de lo exterior absoluto con una virtud noble del entendimiento.
El Tajo al fondo es un lago azul, y los montes de la Otra Banda son los de una Suiza achatada. Sale un barco pequeño -vapor carguero negro- del lado del Pozo del Obispo hacia la barra que no veo. Que los dioses todos me conserven, hasta la hora en que cese este aspecto de mí, la noción clara y solar de la realidad exterior, el instinto de mi inimportancia, el consuelo de ser pequeño y de poder pensar en ser feliz [66].
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No creo en el paisaje. Sí. No lo digo porque crea en el «el paisaje es un estado de alma» de Amiel, uno de los buenos momentos verbales de la más insoportable interioridad. Lo digo porque no creo.
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Desde que los últimos calores del estío dejaban de ser rigurosos al [67] sol empañado, comenzaba el otoño antes de que llegase, en una leve tristeza prolijamente indefinida, que parecía un deseo de no sonreír del cielo. Era un azul unas veces más claro, otras más verde, de la propia ausencia de substancia del color alto; era una especie de olvido en las nubes, púrpuras indiferentes y difuminadas; era, no ya un torpor, sino un tedio, en toda la soledad quieta por donde las nubes pasan.