La entrada del verdadero otoño era después anunciada por un frío dentro del no-frío del aire, por un difuminarse de los colores que todavía no se habían difuminado, por algo de penumbra y de alejamiento en lo que había sido el tono de los paisajes y el aspecto disperso de las cosas. No iba todavía a morir, pero todo, como en una sonrisa que todavía faltaba, se transformaba en añoranza para la vida.
Venía, por fin, el otoño verdadero: el aire se tornaba frío de viento; sonaban las hojas con un tono seco, aunque no fuesen hojas secas; toda la tierra tomaba el color y la forma impalpable de un pantano indeterminado. Se decoloraba lo que había sido sonrisa última, en un cansancio de párpados, en una indiferencia de gestos. Y así todo cuanto siente, o suponemos que siente, apretaba, íntima, al pecho su propia despedida. Un son de remolino en un atrio fluctuaba a través de nuestra conciencia de otra cosa cualquiera. Agradaba convalecer para sentir verdaderamente la vida.
Pero las primeras lluvias del invierno, llegadas también en el otoño ya riguroso, lavaban estas tintas como sin respeto. Vientos altos, rechinando en las cosas paradas, desordenando cosas presas, /arrastrando/ cosas móviles, erguían, entre los clamores irregulares de la lluvia, palabras ausentes de protesta anónima, sones tristes y casi rabiosos de desesperación sin alma.
Y por fin el otoño menguaba [68], a frío y ceniciento. Era un otoño de invierno el que venía ahora, un polvo vuelto del todo barro, pero, al mismo tiempo, algo de lo que el frío del invierno trae de bueno: verano riguroso terminado, primavera por llegar, otoño definiéndose en invierno, en fin. Y en el aire alto, por donde los tonos empañados ya no recordaban ni calor ni tristeza, todo era propicio a la noche y a la meditación indefinida.