Era todavía hora de que estuviese abierta la oficina. Me recogí en ella ante el asombro general de los empleados, de quienes ya me había despedido. De vuelta, ¿eh? Sí, de vuelta. Estaba allí libre de sentir, solo con los que me acompañaban sin que, espiritualmente, estuviesen allí para mí… Era en cierto modo el hogar, es decir, el lugar en el que no se siente.
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Amo, en las tardes demoradas del verano, el sosiego de la parte baja de la ciudad, y sobre todo ese sosiego que el contraste acentúa allí donde el día se sumerge en un bullicio mayor. La Calle del Arsenal, la Calle de la Aduana, la prolongación de las calles tristes que se arrastran hacia el este a partir de donde termina la Aduana, toda la línea apartada de los muelles tranquilos -todo esto me consuela tristemente, si me introduzco, esas tardes, en la soledad de su conjunto. Vivo una época anterior a aquella en que vivo; disfruto de sentirme coevo de Cesário Verde [113], y tengo en mí, no otros versos como los suyos, sino la substancia igual a la de los versos que fueron suyos.
Arrastro por allí, hasta que llega la noche, una sensación de vida parecida a la de esas calles. De día, están llenas del bullicio que no quiere decir nada; de noche, están llenas de una falta de bullicio que no quiere decir nada. Yo, de día soy nulo, y de noche soy yo. No existe diferencia entre mí y las calles del lado de la Aduana, salvo que ellas son calles y yo soy alma, lo que puede ser que no valga nada ante lo que es la esencia de las cosas. Hay un destino igual porque es abstracto, para los hombres y para las cosas -una designación igualmente indiferente en el álgebra del misterio.