Conservo de este paso por el túmulo de la voluntad la memoria de un tedio nauseabundo y de algunas anécdotas ingeniosas.
Van de entierro, y parece que ya, camino del cementerio se ha olvidado el pasado en el café, pues va callado ahora.
…y la posteridad nunca sabrá de ellos, escondidos de ella para siempre bajo la mole negra de los pendones ganados en sus victorias por vencer [120].
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Todo es allí quebrado, anónimo e impropio. He visto allí grandes impulsos de ternura que me parecieron revelar el fondo de pobres almas tristes; he descubierto que aquellos impulsos no duraban más que el momento en que eran palabras, y que tenían su raíz -cuántas veces lo he notado con la sagacidad de los silenciosos- en la analogía de algo con lo piadoso, perdida con la rapidez de la novedad de la anotación, y, otras veces, en el vino de la cena de lo enternecido. Había siempre una relación sistematizada entre el humanitarismo y el aguardiente de orujo, y han sido muchos los grandes gestos que han sufrido del vaso supérfluo o del pleonasmo de la sed.
Esas criaturas habían vendido todas ellas el alma a un diablo de la plebe infernal, avariento de sordideces y de relajamientos. Vivían la intoxicación de la vanidad y del ocio, y morían blandamente, entre cojines de palabras, en un arrugamiento de escorpiones de esputo.