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Considerando que yo ganaba poco, me dijo el otro día un amigo, socio de una firma que es próspera porque tiene negocios con el Estado: «tú estás siendo explotado, Borges» [123]. Me recordó eso que lo soy; pero como todos tenemos que ser explotados en la vida, me pregunto si valdrá menos la pena ser explotado por el Vasques de los tejidos que por la vanidad, por la gloria, por el despecho, por la envidia o por lo imposible.

Los hay a los que explota el mismo Dios, y son profetas y santos en la vanidad del mundo.

Y me recojo, como al hogar que tienen otros, en la casa ajena, oficina amplia, de la Calle de los Doradores. Me acerco a mi escritorio como a un baluarte contra la vida. Siento ternura, ternura hasta el llanto, por mis libros de otros en los que escribo, por el tintero viejo de que me sirvo, por las espaldas encorvadas de Sergio, que hace guías de unas remesas un poco más allá de mí. Le tengo cariño a todo eso -o quizás, también, porque nada valga el cariño de un alma, y, si tenemos que darlo por sentimiento, tanto vale darlo al pequeño aspecto de mi tintero como a la gran indiferencia de las estrellas [124].

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Me irrita la felicidad de todos estos hombres que no saben que son desgraciados. Su vida humana está llena de todo cuanto constituiría una serie de angustias para una sensibilidad verdadera. Pero, como su verdadera vida es vegetativa, lo que sufren pasa por ellos sin tocarles el alma, y viven una vida que se puede comparar únicamente con la de un hombre con dolor de muelas que hubiese recibido una fortuna -la fortuna auténtica de estar viviendo sin darse cuenta, el mayor don que los dioses conceden, porque es el don de ser semejante a ellos, superior como ellos (aunque de otro modo) a la alegría y al dolor.

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[123] Parece un descuido, puesto que Borges es un empleado del que se habla unas líneas antes.

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[124] Este texto, subscrito por Fernando Pessoa y atribuido a Bernardo Soares, estaba preparado para su publicación.