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El helicóptero se alejó de la distante ciudad de Zaragoza, que se erguía bajo el calor y una nube de polución. El piloto murmuró su posición y la dirección mientras las montañas marrones y quemadas por el sol se difuminaban en la tarde.

CODA

Sevilla. Lunes, 10 de julio de 2006

Falcón estaba sentado en Casa Ricardo, en el restaurante que había al fondo del bar. Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que estuviera en ese lugar, y no era por casualidad. Dio un trago de cerveza y comió una oliva. Se recuperaba del calor tras el paseo que se había dado desde su casa.

El mes anterior no había tenido tiempo para nada. El papeleo alcanzó dimensiones surrealistas, y cuando lo acabó regresó a un mundo que había esperado encontrar cambiado. Pero la bomba había sido como un ataque epiléptico. La ciudad había sufrido una terrible convulsión y su futura salud había generado honda preocupación, pero a medida que transcurrían los días y nada más ocurría, la vida volvió a la normalidad. Dejó una herida. Había familias en cuya mesa había un hueco que nada podía llenar. Y otros que regularmente tenía que hacer acopio de valor para afrontar otro día viviendo a la altura de la cintura de las personas después de toda una existencia a la altura de sus caras. Había cientos de personas olvidadas que cada mañana se miraban al espejo y al afeitarse sorteaban una cicatriz, o se aplicaban maquillaje en una nueva imperfección. Pero hace falta una fuerza mayor que el poder del terrorismo para alterar la necesidad humana de regresar a la rutina.

El informe y evaluación de la operación de inteligencia había durado cuatro días. Falcón se sintió aliviado cuando encontraron los cuatro dispositivos explosivos en los vehículos que habían venido de Londres. Todos los dispositivos eran una pequeña maravilla de ingeniería, pues cada uno de los revestimientos de aluminio de las bombas se había construido para que encajara perfectamente en el coche como si fuera una parte integrante de su estructura. Falcón no pudo evitar pensar que las bombas eran como el propio terrorismo, que encaja tan perfectamente en la sociedad que su elemento siniestro es imposible de distinguir. Pero que existieran le había supuesto un alivio. No eran producto de su imaginación, ni de la imaginación de los servicios de inteligencia. Y dentro no había habido ningún elemento radiactivo, como habían temido los ingleses.

Desde que regresara de Madrid, Falcón había trabajado con el juez Del Rey para llevar el caso contra Rivero, Cárdenas y Zarrías ante un tribunal, aunque, como Rivero había sufrido una embolia y no podía hablar, en realidad sólo sería contra los dos últimos. El caso se preparaba en otra dimensión casi surrealista. Del Rey había decidido acusar primero a los dos hombres del asesinato de Tateb Hassani porque quería ir paso a paso al demostrar que habían estado implicados en una conspiración a mayor escala. Lo que la gente sabía de Hassani era que había escrito las horrorosas instrucciones adjuntas a los planos de las dos escuelas y de la Facultad de Biología. De algún modo, a través de la ceguera colectiva, esas instrucciones habían quedado separadas de la ficción que la conspiración había pretendido imponer. El resultado era que una gran parte de la opinión pública consideraba a Cárdenas y Zarrías héroes del pueblo.

Yacoub había contactado a su regreso de París. El alto mando del GICM no le había dado instrucciones. Pensaba que sospechaban de él, y por tanto no había intentado contactar con el CNI. Se había dejado ver en lugares públicos, temeroso de quedarse en el hotel por si había alguna llamada en la puerta que no se viera capaz de responder. Regresó a Rabat. Asistió a las reuniones del grupo en la casa de la medina. No se mencionó la misión fracasada.

A Calderón lo juzgarían en septiembre. El inspector jefe Luis Zorrita y el juez instructor, Juan Romero, estaban convencidos de su culpabilidad. El caso era sólido como una roca. Falcón no había vuelto a ver a Calderón, pero había oído decir que se había resignado a su destino, que era pasar quince años en prisión por el asesinato de su mujer.

Manuela había preocupado a Falcón, quien había pensado que el vacío dejado por Ángel la dejaría sola y deprimida. Pero la había subestimado. Una vez se extinguieron el horror, la rabia y la desesperación por el crimen de Ángel, Manuela encontró una renovada vitalidad. Todas las lecciones de energía positiva de Ángel habían valido la pena. No vendió su chalet del Puerto de Santa María; el comprador alemán volvió a llamarla y encontró un sueco a quien colocarle su otra propiedad en Sevilla. Tampoco le faltaban invitaciones a cenar. La gente quería saberlo todo de su vida con Ángel Zarrías.

El atentado había tenido otras consecuencias positivas. El domingo anterior, mientras Falcón estaba sentado en un banco del parque de María Luisa, a la sombra de unos árboles, un grupo familiar llamó su atención. El hombre empujaba una silla de ruedas en la que iba una niña y hablaba con una joven rubia que vestía una blusa turquesa y una falda blanca. Sólo cuando dos niños echaron a correr para alcanzarlos Falcón se dio cuenta de que se trataba de los hijos de Cristina Ferrera, que rodeó con el brazo a su hijo mientras su hija se acercaba al hombre y le ayudaba a empujar la silla de ruedas. Sólo entonces comprendió que ese hombre era Fernando Alanis.

Falcón había llegado muy temprano a Casa Ricardo. Acabó la cerveza y al pasar el camarero le pidió que le trajera una manzanilla helada. El camarero le trajo una botella de La Guita y el menú. El jerez seco empañó el cristal mientras lo vertían. Falcón se abanicó con el menú. Estaba en una mesa distinta a la de cuatro años atrás. Esta le permitía ver perfectamente la puerta, hacia la que se volvía cada vez que entraba alguien. No soportaba esa angustia adolescente que le invadía. En momentos como ese su mente se confabulaba contra él y se encontraba pensando en la otra cosa que lo angustiaba: la promesa que había hecho a los sevillanos de encontrar a los autores materiales del atentado. Aquella imagen de sí mismo en televisión que había visto en el Galicia regresaba una y otra vez, junto con el comentario sarcástico de Juan. ¿Había sido una locura decir eso, o, como había dicho Juan, algo puramente sentimental? No, no lo había sido, estaba seguro de ello. Falcón tenía sus ideas. Cuando tuviera más tiempo sabía dónde empezar a buscar.

Siempre pasa que, cuando te has puesto a pensar en otra cosa, llega la persona que esperas. La tuvo delante antes de poder darse cuenta.

– El pensativo inspector jefe -dijo ella.

A Falcón el corazón le brincó en el pecho, y se puso en pie como un resorte.

– Estás preciosa, como siempre, Consuelo -dijo.

Agradecimientos

Este libro no habría sido posible sin una amplia investigación en Marruecos, fundamentalmente para ver cómo todos los niveles de la sociedad marroquí reaccionan a la fricción entre el Islam y Occidente. Me gustaría darle las gracias a Laila por su hospitalidad y por presentarme a gente de todos los estratos sociales y profesionales. Me proporcionó una valiosa información de cuál es el punto de vista del mundo árabe. Debo recalcar que aunque todas las opiniones están representadas con fidelidad, ninguno de los personajes de este libro se parece ni remotamente a ninguna persona real, viva o muerta. Todos son producto de mi imaginación y se crearon para llevar a cabo sus funciones en mi relato.

Como siempre, me gustaría darles las gracias a mis amigos Mick Lawson y José Manuel Blanco por alojarme y por soportarme. Me facilitaron enormemente la parte sevillana de mi investigación. Mi agradecimiento a la escuela de idiomas Linc de Sevilla y a mi profesora Lourdes Martínez por hacer todo lo posible por mejorar mi español.