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Cuando Zhukov recibió por fin a la delegación de Tedder, cinco horas después de su llegada, cierto número de observadores aliados tuvieron la sensación de que el ruso trataba de demorar la firma. Y esto era precisamente lo que intentaba. Estaba esperando a Vishinsky, el cual en esos momentos se dirigía en avión a Berlín, con instrucciones de Moscú.

Durante este encuentro, sin embargo, se originó otro conflicto importante. Como Eisenhower no se presentó para la firma en representación de todos los aliados occidentales, De Gaulle envió instrucciones de que el general Jean de Lattre de Tassigny firmase por Francia. Varios americanos e ingleses juzgaron que aquella era una nueva muestra de la intransigencia de De Gaulle. [79] La situación quedó resuelta cuando todos, hasta Zhukov, decidieron que Tedder firmaría por los británicos, Spaatz por los americanos, y De Lattre por los franceses.

El general francés advirtió que en el salón donde se llevaba a cabo la ceremonia no había bandera francesa, y las muchachas rusas tuvieron que confeccionar una rápidamente. Los materiales se obtuvieron de una bandera nazi, una sábana y un mono azul. Pero cosieron las franjas horizontalmente, en lugar de hacerlo en forma vertical. De Lattre volvió a insistir, diciendo que habían hecho una bandera holandesa, y no francesa. Las chicas tuvieron que coser de nuevo la bandera, esta vez correctamente. Pero la ausencia de Eisenhower siguió provocando problemas. Tedder entró en el salón con expresión preocupada, y dijo a De Lattre:

– Vishinsky acaba de llegar de Moscú y no está dispuesto a acceder a la fórmula que acordamos con Zhukov. Está de acuerdo en que usted firme, pero se opone a que lo haga Spaatz, pues manifiesta que Estados Unidos ya están representados por mí, desde el momento que firmo en nombre de Eisenhower. Pero ahora Spaatz exige firmar si lo hace usted.

De Lattre repitió las órdenes que había recibido de De Gaulle, y añadió:

– Si regreso a Francia sin cumplir mi cometido, es decir, permitiendo que mi país quede excluido de la firma de la capitulación del Reich, mereceré que me cuelguen. ¡Piense en mi situación!

Al fin Vishinsky encontró la solución: Spaatz y De Lattre firmarían algo más abajo que Tedder y Zhukov.

Poco antes de las once y media de la noche, Von Keitel, Friedeburg y el generaloberst Hans Jürgen Stumpff, de la Luftwaffe, entraron en el salón donde se celebraba la ceremonia, quedando cegados momentáneamente por los focos de los fotógrafos. Von Keitel avanzó el primero, impresionante en su uniforme de gala. Levantó el bastón de mariscal en un rígido saludo, y tomó asiento frente a Zhukov, con el cuerpo erguido y la barbilla levantada.

– ¡Ah, también están aquí los franceses! -le oyó murmurar Vishinsky, cuando Von Keitel vio a De Lattre-. ¡Es lo único que nos faltaba!

Friedeburg, con grandes ojeras, tomó asiento a la izquierda del mariscal de campo, en tanto que Stumpff lo hacía a la derecha del mismo. [80]

Zhukov se puso en pie y preguntó:

– ¿Ha tomado usted conocimiento del protocolo de capitulación?

– Sí -contestó en alemán Von Keitel.

– ¿Tiene autorización para firmar?

– Sí.

– Enséñeme esa autorización.

Von Keitel así lo hizo, y Zhukov volvió a inquirir:

– ¿Tiene que hacer alguna observación respecto a la ejecución del acto de capitulación que está a punto de firmar?

El militar alemán preguntó con tono áspero si se les podía conceder una prórroga de veinticuatro horas. Zhukov miró inquisitivamente a su alrededor y manifestó en seguida:

– Esa petición ya ha sido rechazada. No hay modificaciones. ¿Tiene alguna otra observación que hacer?

– Nein.

– Firme, entonces.

Von Keitel se puso de pie, ajustó su monóculo y se dirigió hacia un extremo de la mesa. Se sentó junto a De Lattre, colocando su gorra y su bastón ante el francés. Este hizo ademán de retirar los objetos, pero el feldmarschall se adelantó y los colocó a un lado. Entonces Von Keitel se quitó con parsimonia uno de los guantes, cogió una pluma y comenzó a firmar varias copias del documento de capitulación.

Los fotógrafos y corresponsales se amontonaron alrededor, incluso subiéndose a las mesas, para registrar mejor la escena. Un fotógrafo ruso trató de abrirse paso entre los demás y alguien le pegó un puñetazo, haciéndole caer hacia atrás.

Tedder miró a los alemanes, y con su voz aguda inquirió:

– ¿Comprenden el significado de las cláusulas que acaban de firmar?

Von Keitel asintió, se puso de pie rápidamente, y tras saludar con su bastón de mariscal, salió de la estancia, siempre con el mentón orgullosamente levantado.

En Flensburg, el sucesor de Hitler, grossadmiral Karl Doenitz, se hallaba sentado ante un escritorio, terminando su alocución de despedida a los militares del Reich.

«Camaradas… Acabamos de retroceder un millar de años. La tierra que fue germana durante mil años, ahora ha caído en poder de los rusos. En consecuencia, la línea política que debemos seguir es muy sencilla. Resulta evidente que tenemos que unirnos a las Potencias Occidentales y trabajar en los territorios ocupados del Oeste, ya que sólo colaborando con ellos tendremos esperanza de llegar a recuperar algún día nuestra tierra de los rusos…

»A pesar del total hundimiento alemán, nuestro pueblo se halla en una situación distinta a la de Alemania en 1918, ya que no está aún fraccionado ideológicamente. Tanto si deseamos crear otro Nacional Socialismo, como si nos conformamos con el género de vida que nos imponga el enemigo, debemos asegurarnos de que la unidad que nos proporcionó el Nacional Socialismo se mantiene en todas las circunstancias.

»El sino personal de cada uno de nosotros es todavía incierto. Esto, sin embargo, carece de importancia. Lo que realmente interesa es que mantengamos entre nosotros la camaradería que se estableció durante los bombardeos de nuestro país. Sólo con esta unidad será posible dominar las crecientes dificultades del futuro y sólo de ese modo podremos asegurarnos de que el pueblo alemán no morirá nunca…»

Pero estas palabras no trasuntaban fielmente los pensamientos que abrumaban a Doenitz desde que Jodl regresó de Reims con un ejemplar del periódico americano Stars and Stripes, en el que aparecían fotografías de Buchenwald. Al principio Doenitz se negó a creer que tales hechos habían ocurrido, pero cuando se hizo palpable la verdad, tuvo que enfrentarse con la evidencia insoslayable de que el horror de los campos de concentración no era un simple recurso propagandístico de los Aliados.

Estas revelaciones conmovieron hasta el fondo la fe de nacional socialista de Doenitz, que preguntó si las realizaciones de Hitler no habrían sido conseguidas a un precio estremecedor, como el de sus dos hijos, que habían muerto por el Führer en el campo de batalla.

Como muchos otros alemanes, Doenitz estaba empezando a darse cuenta de los peligros que entrañaba el führerprinzip, o principio de la dictadura. Tal vez la naturaleza humana era incapaz de emplear el poder que emanaba de la dictadura, sin sucumbir a las tentaciones del abuso de la fuerza.

Cuando hubo concluido el discurso dirigido a los oficiales, el almirante se sintió abrumado por las dudas. Volvió a leerlo brevemente, dobló el papel con lentitud, y luego lo introdujo en un cajón, que cerró cuidadosamente con llave.

AGRADECIMIENTOS

Con objeto de reunir el material para este libro, mi esposa Toshiko y yo hemos viajado más de ciento sesenta mil kilómetros, a través de veintiún países, entre los que se cuentan cinco situados tras el Telón de Acero. Nos trasladamos a una prisión de Munich, para entrevistarnos con el general Wolff, a la residencia de Bernadotte, en las cercanías de Estocolmo; a la Casa de las Conchas, en Copenhague; a la Ciudadela de Budapest; al Ghetto de Varsovia; a Dachau, Buchenwald, Auschwitz y Sachsenhausen; al Stalag Luft III, que es ahora un páramo donde sólo se levanta un monumento erigido por el Gobierno polaco en memoria de los hombres de Sagan; al Stalag IIA, que domina la población de Neubrandenburg, y que es ahora un campamento de instrucción del Ejército Alemán.

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[79] De Gaulle, por su parte, había sido tratado consideradamente por Churchill y Roosevelt. Para no caer en el ridículo, se negaron a dejarle asistir a Yalta, y no le dijeron nada sobre los resultados hasta que todo hubo terminado. La mayoría de los americanos se sintieron irritados cuando los franceses se mostraron renuentes a evacuar Stuttgart después de su conquista. Truman manifestó por radio a De Gaulle que estaba "asombrado ante la actitud de su Gobierno en este asunto, y por sus evidentes consecuencias, y amenazó con una modificación total del mando, si el ejército francés cumplía «los deseos políticos de su Gobierno».

El norteamericano que más relacionado estuvo con el asunto, general Jacob L. Devers, comandante del 6.° Grupo de Ejército, dijo recientemente que el asunto de Stuttgart fue desorbitado por sus propios compatriotas. "El problema era absurdo. No existía tal problema", afirmó. El propio Devers simpatizó siempre con las aspiraciones francesas y mucho de ello se debió a un coronel de sus tropas, Henry Cabot Lodge, que hablaba el francés a la perfección.

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[80] Quince días después Friedeburg se suicidó.