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Me miró con cara seria.

– ¿Es una niña?

– No me lo ha dicho. ¿Te molesta si voy?

Volvió los ojos hacia el sofá.

– Harías cualquier cosa para alejarte de ese sofá, ¿verdad?

– Sí. No puedes imaginarte la manía que le tengo.

Lucy se echó a reír y de nuevo me miró a los ojos.

– Me molestaría mucho más que no fueras. Date una buena ducha y vete a salvar el mundo.

* * *

Hancock Park era un barrio antiguo situado al sur del Club de Campo de Wilshire, menos conocido fuera de Los Ángeles que Beverly Hills o que Bel Air, pero igual de rico. Frank García vivía en una casa de estilo colonial, de paredes de adobe, protegida por una verja de hierro forjado y situada justo al oeste del club. Era una propiedad grande, oculta tras un exuberante jardín de heléchos, aves del paraíso altas como dinosaurios y frondosas calas amarillentas que languidecían por el calor.

Cuarenta minutos después de que Pike me diera la dirección de García, recorrí aquella laberíntica casa tras una mujer latinoamericana entrada en carnes y de manos nerviosas, hasta una piscina revestida de azulejos donde me esperaban el anfitrión y Joe Pike.

– Frank, éste es Elvis Cole -me presentó Pike cuando me acerqué-. Mi socio en la agencia.

– Señor García.

Frank García no era el tipo risueño de poblado bigote que aparecía en sus tortillas. En persona parecía un hombre menudo y preocupado, y no porque estuviera en una silla de ruedas.

– No tiene aspecto de investigador privado.

Además de los pantalones cortos llevaba una de esas estupendas camisas estampadas de Jam's World: naranja, amarillo, rosa y verde.

– Ya, parece que vaya vestido de domingo, ¿verdad?

García se quedó cortado y levantó las manos en un gesto de disculpa.

– Lo siento, señor Cole. Estoy tan nervioso con esto de Karen que no sé lo que me digo. Me da igual lo que lleve puesto. Sólo quiero encontrar a mi hija.

Le dio una palmadita a Joe en el brazo, un gesto cariñoso que me sorprendió.

– Por eso he llamado a Joe -añadió-. Me asegura que si alguien es capaz de encontrar a Karen, ése es usted.

Era todo un cuadro: estábamos los tres junto a la piscina olímpica, y la mujer latinoamericana entrada en carnes se había refugiado a la sombra del porche, expectante, mirando fijamente a Frank por si quería algo, aunque de momento no parecía que fuera así y no me había ofrecido nada. Si me hubiera preguntado qué quería, le habría contestado que crema de protección solar, porque estar allí junto a su piscina era como plantarse en la cara soleada de Mercurio. Debíamos de estar a treinta y cinco grados, y con la temperatura en ascenso. A nuestra espalda estaba la caseta de la piscina, que dejaba chica a toda mi casa, y tras las puertas correderas de cristal se veía una mesa de billar, una barra de bar y cuadros de vaqueros en las altiplanicies mexicanas. Dentro había aire acondicionado, pero al parecer Frank prefería que nos quedásemos fuera, bajo aquel sol de justicia. Desperdigadas por la finca había estatuas de leones, tan estáticos como Joe Pike, que no se había movido ni un ápice en los tres minutos que habían transcurrido desde mi llegada. Llevaba una sudadera gris con las mangas recortadas, vaqueros Levi's gastados y gafas de sol de piloto, que era lo que se ponía invariablemente todos los días. Llevaba el pelo castaño oscuro muy corto, y flechas rojas tatuadas en los deltoides desde mucho antes de que los tatuajes se pusieran de moda. Al ver a Joe allí de pie pensé que debía de ser el mayor pitbull de dos patas del mundo.

– Haremos lo que podamos, señor García. ¿Cuánto hace que desapareció Karen?

– Ayer. Ayer por la mañana a las diez. He llamado a la policía, pero esos cabrones no han movido un dedo, así que he pensado en Joe. Sabía que él sí me ayudaría.

Le dio otra palmadita en el brazo.

– ¿La policía no ha intervenido?

– No. Menudos hijos de puta son ésos.

– ¿Cuántos años tiene Karen, señor García?

– Treinta y dos.

Miré a Pike. Habíamos trabajado juntos en cientos de desapariciones, y los dos sabíamos por qué la policía le había dado largas a Frank García.

– ¿Es una mujer de treinta y dos años que sólo ha estado un día sin dar señales de vida? -pregunté.

– Sí -contestó Pike en voz baja.

Frank García sabía lo que le estaba insinuando y se removió molesto en la silla de ruedas.

– ¿A qué viene esa pregunta? ¿Le parece que simplemente porque es mayor de edad ha conocido a un hombre y se ha marchado con él sin decírselo a nadie?

– No sería la primera vez que ocurre, señor García.

Me puso un papel amarillo en las manos y me obligó a cerrarlas. Aquella mirada nerviosa también dejaba entrever frustración, como si yo fuera su última oportunidad y me estuviera negando a ayudarle.

– Karen me habría llamado. Si hubiera cambiado de planes me lo habría dicho. Iba a correr un rato y luego a traerme un tazón de machaca [1] pero no volvió. Pregúntele a la señora Acuna, que es su vecina. La señora Acuna lo sabe.

Lo soltó rápidamente como si el problema fuera a parecerme tan importante como a él simplemente por decirlo, pero entonces se acercó a Joe y habló con una voz que denotaba rabia, además de miedo.

– Este tío es como los polis, joder. No piensa hacer nada.

Se volvió para mirarme y de repente vi al hombre que había sido antes de quedar confinado a la silla de ruedas, un chaval de la zona este de Los Ángeles metido en la banda callejera de la Valla Blanca, pero que había sabido enderezar su vida y amasar una fortuna.

– Siento que haya tenido que dejar el desayuno a medias -sentenció.

Desde una distancia de un millón de kilómetros tras las gafas de sol, Joe anunció:

– Frank, vamos a ayudarte.

Intenté disimular mi bochorno, lo cual no es fácil cuando uno se ha ruborizado.

– Vamos a buscar a su hija, señor García. Lo que quiero que considere es que la policía tiene buenos motivos para establecer sus normas. A casi nadie de los que creemos que han desaparecido les ha pasado nada. Acaban llamando o volviendo, y lo pasan fatal cuando se dan cuenta de lo mucho que todo el mundo se ha preocupado. ¿Comprende?

No parecía que mis comentarios le hicieran ninguna gracia.

– ¿Sabe por dónde iba a correr?

– Por Hollywood, por las colinas. Según la señora Acuna, Karen pensaba ir a Jungle Juice, uno de esos sitios donde preparan zumos. Dice que siempre pedía uno de esos mejunjes, un batido de plátano. Le había preguntado si quería que le llevara uno.

– Jungle Juice. Muy bien, ya tenemos por dónde empezar -contesté, mientras me preguntaba cuántos establecimientos de ese tipo habría.

Frank estaba tranquilizándose por momentos. Parecía que volvía a respirar.

– Se lo agradezco, señor Cole. Quiero que sepa que no me importa lo que cueste. Dígame cuánto quiere y yo se lo pagaré.

– Nada -intervino Joe.

– No, Joe -replicó García, haciendo un gesto con las manos.

– Nada, Frank.

Clavé la mirada en la piscina. No me habría importado nada embolsarme parte de su dinero.

García volvió a dar una palmadita en el brazo de Joe.

– Eres un buen chico, Joe. Siempre lo has sido. -Se aferró al brazo de Joe y me miró-. Nos conocemos desde que Joe era policía, cuando salía con mi Karen. Tenía la esperanza de que quizás algún día este chico formaría parte de la familia.

– Eso fue hace mucho tiempo -replicó Joe con voz tan débil que apenas le oí.

– Nunca me lo habías contado -dije con una sonrisa.

Me miró. Los cristales negros reflejaban el sol.

– Basta.

Meneé la cabeza, sonriendo más aún. «Este Joe… -pensé-. Cada día descubre uno algo nuevo.»

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[1] Las palabras y frases que en el original aparecen en español, se conservan en cursiva. (N. del T.)